Por Guillermo Piro |
Al comienzo de Los siete pilares de la sabiduría, T.E.
Lawrence, dando cuenta de las particularidades de la población beduina, relata
que en determinado momento, en plena travesía, al pasar junto a un montículo de
piedras, ve cómo su guía detiene el camello, se apea, busca una piedra y la
coloca en la cima del montículo. Lawrence le pregunta por qué lo hizo, si
responde a alguna superstición, y su guía le responde que puso una piedra
sencillamente porque cada vez que alguien pasa por ahí se detiene, se apea y
suma una piedra al montículo.
Hay un famoso paradigma conocido como “de los cinco monos”.
Unos científicos colocaron a cinco monos en un recinto y junto con ellos una
escalera que en la cima tenía un racimo de bananas. Cuando un mono intentaba
treparse a la escalera para llegar a las bananas se encendían unos aspersores
que mojaban a los que quedaban en el suelo. La cosa se repite varias veces
hasta que los monos relacionan ambos hechos y cada vez que un mono quiere
treparse a la escalera para llegar a las bananas es golpeado por los que no
quieren ser rociados con agua. Pasado un tiempo, ningún mono intentaba subir a
la escalera. Pero he aquí que los científicos sustituyen a uno de los monos por
otro que lo primero que hace es intentar subir a la escalera. Los demás le
propinan un paliza terrible, y al cabo de un tiempo el nuevo integrante
comprende que está prohibido subir a la escalera, aunque desconoce el motivo.
Los científicos sustituyen a un segundo mono y la historia se repite, pero en
este caso el primer sustituido participa de la golpiza. Los científicos van
sustituyendo monos y los hechos se reiteran hasta que el grupo queda integrado
por cinco monos que aunque nunca recibieron una lluvia de agua están dispuestos
a impedir que otro mono trepe a la escalera. Si se pudiera preguntarle a alguno
de ellos por qué golpean a quien intente subir la escalera la respuesta sería:
“No sé, aquí las cosas siempre se hicieron así”. La historia del paradigma de
los cinco monos recuerda un poco a Lemuel Gulliver cuando intenta averiguar por
qué los habitantes de Liliput están en guerra con los de Blefuscu: nadie sabe
responderle, las cosas se hicieron de ese modo desde siempre.
Está muy arraigada la costumbre de subrayar los libros, y
verdaderamente creo que nos estamos comportando como monos. Letrados, pero
monos. No me refiero al hábito del subrayado ingenuo, sin sentido, que apunta
sobre todo a la lectocomprensión (David Viñas subrayaba así lo que leía: cuando
en el bar de la librería Gandhi dejaba el ejemplar de La Nación subrayado de
cabo a rabo, muchas veces los que trabajábamos allí lo secuestrábamos y
tratábamos de deducir cuál era el criterio: no había ninguno), sino al que
pretende hacer que resalte lo importante sobre lo accesorio, de modo que a una
segunda lectura lo accesorio pueda ser pasado por alto para concentrarse
solamente en lo importante. Pero nunca hay segunda lectura. Entonces, si no hay
segunda lectura, ¿por qué se subraya?
Una vez George Steiner dijo que un intelectual es el que
subraya los libros. Y Roland Barthes a su vez dijo que la crítica literaria
nació el día en que alguien subrayó por primera vez una frase en un libro.
La traducción inglesa de Anna Karenina hecha por Constance
Garnett que perteneció a Vladimir Nabokov tiene en una página un subrayado y
una anotación encantadores: cuando Tolstoi dice “el caballo la miró con sus
ojos tristes”, Nabokov subraya, saca una flecha y escribe: “Querida Constance:
los caballos no miran con ‘los ojos’, miran con un ojo solo”. Si todas las
anotaciones y subrayados fueran como esos, todo lo que dije carece de sentido.
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