Por Jorge Fernández Díaz |
Persiste el escritor español Javier Cercas en aludirnos sin
querer; describe puntillosamente en su última novela la fuerza política que
destronaría al republicanismo: "Un partido que, con vocación antisistema,
su prestigio jovial de novedad absoluta, su rechazo a la distinción tradicional
entre derecha e izquierda, su propuesta de una síntesis superadora de ambas, su
perfecto caos ideológico, su apuesta simultánea e imposible por el nacionalismo
patriótico y la revolución igualitaria y su demagogia cautivadora, parecía
fabricado a medida para abducir a un estudiante".
¿A quién se refiere
Cercas? ¿A los indignados que vienen a instalar "la razón populista"
en toda Europa, que leyeron a Laclau, idolatran a Chávez y reivindican a los
Kirchner? No, a la Falange Española de 1933.
Leyendo El monarca de las sombras, que acaba de presentarse
en la Feria del Libro, uno puede evocar también las palabras paradigmáticas que
todavía recuerdan en la Madre Patria el sabor del falangismo: caudillo,
movimiento, popular, nacionales e incluso liberación nacional. El nacionalismo
social donde germinó Mussolini, el "nacionalsocialismo" de Hitler y
la jovial Falange de Franco fueron la salida que encontraron aquellas
sociedades para romper con la gris e insatisfactoria democracia republicana.
Perón aprendió mucho en la Italia del Duce y eligió la España franquista para
su largo exilio mientras coqueteaba al mismo tiempo con el guevarismo y con un
centrismo desarrollista. El General y muchos de sus acólitos tuvieron, sin
embargo, la buena estrella de no tentarse nunca con un totalitarismo militar y
hasta de propender, en eras más modernas aunque sin abrazar nunca el régimen
republicano, hacia parodias de ideologías mucho más dignas como el
socialcristianismo y la socialdemocracia, antes de entregarse de pies y manos
al neoliberalismo más salvaje y en seguida a un populismo de cáscara
izquierdosa. Pero si uno se detiene en la antigua crisis europea, la que derivó
en las terribles conflagraciones mundiales y en la guerra civil, se advierte
que allí quedó certificado el célebre apotegma de Jauretche: muchos se subieron
al caballo por la izquierda y se bajaron por la derecha.
Estas tristes peripecias volvieron esta semana a tener plena
vigencia: entre Macron y Le Pen, los chavistas franceses no supieron a quién
votar. Y esa duda, que equipara al liberalismo político con el neofascismo, es
un síntoma siniestro de los nuevos tiempos. Casi en paralelo, la Pasionaria del
Calafate se paseó por las ruinas griegas haciendo gala de su progresismo
triunfal. Nadie le explicó a los seguidores de Tsipras lo que el kirchnerismo
hizo con los pobres: los sometió a un clientelismo feroz, demolió su cultura
del trabajo, intentó inocularles el orgullo de la postración, trabajó para su
consumo cortoplacista y para que olvidaran toda esperanza de ahorro virtuoso,
abandonó su infraestructura básica (cloacas y transporte), deterioró la escuela
pública (y los obligó a migrar a sus hijos hacia la privada), replegó al Estado
de su función de seguridad y los entregó al narcotráfico. No se me ocurre
política más reaccionaria.
Cada que vez que recorro el conurbano devastado pienso en el
abuelo materno de Cristina, que era inicialmente lo que la arquitecta egipcia
nunca dejó de ser: un conservador popular bonaerense. Los resultados de toda
esa ideología de la resignación son estremecedores; los fingimientos
posteriores son parte de la dramaturgia y del marketing de la mentira: si se
pudiera regalar la luz, el gas, el agua, el tren y el colectivo de manera
permanente, y si además el Estado pudiera dar trabajo masivo y perenne para
evitar el desempleo, nos encontraríamos ante un milagro del bienestar. Pero
como nada de todo eso era sustentable, resulta que ahora nos hallamos ante una
obra maestra del timo y del terror. A su pesar, siguen los kirchneristas
proclamando que el republicanismo es la "derecha" y que ellos son
"la nueva izquierda". Y que Macri es un presidente ilegítimo,
reencarnación única de Videla. El zafarrancho del "dos por uno" les
dio, durante 48 horas, una mano en ese prejuicio obsesivo. El Gobierno pareció,
en esos primeros momentos, el hombre que despierta con un cuchillo en la mano,
manchado de sangre y con un cadáver en su alfombra: el sospechoso perfecto. Fue
esa administración la que había propuesto a dos de los tres miembros de la
Corte que abrieron la jaula de las fieras, y tiene entre sus filas a ciertos
negacionistas de analfabetismo histórico evidente; también fue Macri quien
denunció el curro de algunos organismos de derechos humanos. Ya está, marche
preso. Frente a esa construcción (el despecho crea ficciones monstruosas), el
Presidente tardó mucho en dar su palabra. Merkel la hubiera dado en el
instante, si acaso algún beneficio a la causa nazi hubiera ensombrecido a la
opinión pública alemana.
Resulta ya obvio que el gabinete nacional fue inocente de
aquel fallo, pero también que carece de sensibilidad para estos temas
delicados. Ha decidido, a su vez, que vivirá de sorpresa en sorpresa frente a
las ocurrencias de los jueces y cortesanos: una cosa es la independencia de
poderes; otra muy distinta es la indiferencia judicial. Algo falla, y es por
eso que se le arman remolinos y paga costos innecesarios. Seguramente, debe
andar Durán Barba susurrándoles al oído que estos problemas sólo importan a una
parte ínfima del "círculo rojo" y que no mueven el amperímetro. Pero
cuidado con los remolinos, a veces crecen y se tragan barcos.
El remolino más grande hace recordar a aquel embudo de 400
kilómetros de diámetro que azotó las costas de Guyana y Surinam. Ese pavoroso
fenómeno marítimo es la metáfora perfecta del déficit fiscal, juguete rabioso
que empuja la inflación y retarda el despegue. Se está formando un incierto
consenso según el cual después de octubre se hará ineludible la generación de
un amplio acuerdo para emprender la madre de todas las batallas. Si este punto
no se aborda con seriedad y si los argentinos no somos competitivos para
interrelacionarnos con el nuevo mundo, sólo nos queda esperar un accidente
macroeconómico o hundirnos en la lúgubre decadencia. Dependerá, por supuesto,
del resultado electoral, pero también del peronismo. Que por ahora compone dos
actitudes: el modo sabotaje y la mediocridad ubicua. En el primer rubro se
anotan los cristinistas que sueñan con el helicóptero; basta repasar el
reciente episodio en La Matanza, cuando los militantes de Magario se
disfrazaron de vecinos para insultar a Macri y la intendenta no logró mantener
en buenos términos un mero acto protocolar que la beneficiaba. Estos episodios
ocurren todos los días, y en ellos está cifrado el drama: dialogar con quien
sólo quiere sabotearte parece hoy utópico, aunque la economía de este país
dependa de esa negociación crucial. El otro plano peronista lo ocupan ex
kirchneristas de diverso espesor, pero tal vez el prototipo sea Martín
Insaurralde; concentra en un solo dirigente toda la tragedia peronista: fue
candidato de Cristina, la traicionó, coqueteó con Vidal, se ilusionó con Massa,
apuró a Randazzo y ahora regresa a la idólatra de Pericles. Insaurralde, como
la mayoría del peronismo, no sabe dónde estuvieron los errores y dónde los
aciertos, de dónde viene y hacia dónde va, y su frivolidad vacua hubiera
abochornado a Perón. ¿Cómo hacerles entender a las majestades del oportunismo
que hay responsabilidades políticas en el horizonte y que el destino de la
Argentina está en juego?
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