Donald Trump en Washington, el lunes 15 de mayo (Foto: Doug Mills/TNYT) |
Por David Brooks
En distintos momentos, Donald Trump ha parecido un
autoritario en ciernes, un símil de Nixon corrupto, un agitador populista o un
corporativista.
Sin embargo, a medida que se asienta en la
Casa Blanca, también ha dado una serie de entrevistas largas y, al leer las
transcripciones, queda claro que no es ninguna de esas cosas.
Es infantil. Hay tres cosas que la mayoría de los
adultos han logrado más o menos manejar para cuando cumplen 25 años; Trump
parece no haber logrado ni una de ellas todavía. La inmadurez es el componente
más claro de su presidencia, su leitmotiv es la falta de
autocontrol.
En primer lugar, la mayoría de los adultos han
aprendido a quedarse quietos. Pero mentalmente Trump es como un niño de 7 años
que se la pasa saltando por el salón de clases. Las respuestas de Trump en esas
entrevistas nunca son muy largas —rondan las 200 palabras—, pero usualmente
menciona cuatro o cinco temas antes de decir que los medios de comunicación son
muy injustos con él.
Su incapacidad para concentrarse le dificulta
aprender hechos. Está mal informado sobre sus propias políticas y se
tropieza cuando habla de sus propios temas de discusión. Se le hace difícil
controlar su propia boca; por impulso promete una reforma de hacienda cuando
su personal todavía no ha podido trabajarla.
En segundo lugar, la mayoría de las personas
que están en edad de beber legalmente tienen un sentido de quiénes
son y poseen algunos criterios para medir sus propios méritos o falta de
estos. Pero Trump parece tener una necesidad constante de validación externa
para establecer su propio valor; siempre parece desesperado por recibir
aprobación y se vuelve un fabulador de sí mismo.
“En poco tiempo entendí todo lo que podía saber
alguien sobre el sistema de salud”, le dijo a la revista Time. “Mucha gente ha
dicho, alguna gente dice, que es el mejor discurso que se ha hecho en la
historia de esa cámara”, le dijo a The Associated Press sobre su
pronunciamiento frente al congreso.
Como él mismo asegura, sabe más sobre tecnología de
aviación que la Marina. En una entrevista con The Economist sugirió que él
inventó la frase “alimentar la bomba” (en referencia a una política económica
para aumentar el gasto público; la frase se hizo famosa en 1933). Trump no solo
quiere engañar a otros: sus falsedades son intentos de construir un mundo en el
que él se puede sentir bien por un instante y engañarse a sí mismo.
Sin duda cumple con las descripciones del efecto
Dunning-Kruger, un fenómeno según el cual una persona incompetente es
demasiado incompetente para entender su propia incompetencia. Trump pensó que
sería celebrado por despedir a James
Comey. Pensó que la cobertura mediática de su presidencia se volvería positiva
en cuanto consiguiera la candidatura republicana. Vive en la sorpresa perpetua
porque la realidad no encaja con sus fantasías.
En tercer lugar, la mayoría de los adultos logran
percibir ligeramente qué piensan los demás sobre ellos. Por ejemplo: pueden
exhibir una falsa modestia para no ser percibidos como repulsivos.
Pero Trump no ha desarrollado
ese hábito mental. Las demás personas son cajas negras que solo le
proveen afirmación positiva o desaprobación. Es lo hace muy transparente.
Quiere que la gente lo quiera, y por eso siempre le dice a los
entrevistadores que es muy querido. Tal como él lo cuenta, cada reunión está
programada para durar 15 minutos, pero sus invitados se quedan dos horas porque
disfrutan de su compañía.
Eso nos lleva a los reportes que dicen que Trump
expuso a una fuente de inteligencia y filtró datos clasificados a
funcionarios rusos que lo visitaban en la Casa Blanca. Según lo que
se sabe hasta ahora, Trump no lo hizo porque es un agente ruso o porque tiene
malas intenciones. Lo hizo porque es descuidado, porque no puede controlar sus
impulsos y, sobre todo, porque es un niño que desesperadamente quiere recibir
la aprobación de quienes admira.
Pero la historia sobre la filtración a Rusia revela
una cosa sobre Trump: lo peligroso que es un hombre vacío.
Las instituciones estadounidenses dependen de gente
que tiene suficiente carácter para cumplir con sus funciones. Pero Trump deja
en evidencia que en su persona hay menos para escarbar de lo que
parece. Cuando analizamos las declaraciones de un presidente suponemos que,
detrás de sus palabras, hay un proceso sustancial, que su discurso
tiene una intención estratégica.
Pero las declaraciones de Trump no necesariamente
provienen de algo ni llevan a nada, ni están ligadas una realidad más
allá de su deseo de ser querido.
Tenemos una situación perversa en la que los
poderes analíticos de todo el mundo se están esforzando por tratar
de entender a un hombre cuyos pensamientos son tan sustanciales como seis
luciérnagas rebotando dentro de un frasco.
“Queremos tanto entender a Trump, captarlo”,
escribe David Roberts para Vox. “Nos daría un sentido de control, o al menos la
habilidad de predecir qué hará ahora. ¿Pero qué tal si no hay nada qué
entender? ¿Qué tal si no hay nada ahí?”.
Y ese vacío generó un descuido en el que
posiblemente traicionó a una fuente de inteligencia y puso en peligro a un
país.
© The New
York Times / Agensur.info
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