Por Arturo Pérez-Reverte |
No se atreven. Mucha chulería de boquilla, pero no
se mojan. El plan era que cada cual contaría su versión de los hechos para
luego compararlas entre sí. Será divertido, decíamos. Pero me han salido unos
mantequitas blandas. Barruntan que los llamarán machistas, chulitos de barra o
algo así. Son jóvenes, y aún están en esa edad en la que uno se cuida con las
redes sociales. El caso es que no cumplen.
Así que, tras esperar un tiempo dándoles
la oportunidad de teclear lo ocurrido, me tiro al ruedo y lo cuento yo. Lo de
aquella noche, en Casa Lucio, con Cristina Hendricks. La pelirroja de Mad Men, ya saben. La de las tetas grandes. Además de
anatómica, ésta es una definición sexista, claro. Pero cuando uno escribe debe
buscar, ante todo, la brevedad y la eficacia. Y reconozcan que la definición es
breve y eficaz a tope: pelirroja de tetas grandes. Ahora todos –y todas– saben
a quién me refiero.
Estábamos cenando, los compadres habituales: Antonio
Lucas, Manuel Jabois, Edu Galán y David Gistau. En realidad Gistau no estaba
esa noche, pero da lo mismo. A efectos de la narración, estaba. Me lo invento y
no pasa nada. También se sentaba a la mesa –esto no me lo invento– mi carnal el
novelista mexicano Élmer Mendoza. Nos acompañaba su mujer, Leonor; pero como
ella no me viene bien al relato, diré que esa noche no estaba. Éramos seis
tíos, por tanto, cenando cocochas a la plancha y solomillos poco hechos, con
tinto Luis Cañas reserva. Hablando de lo habitual: libros, periodismo,
política, mujeres, el musical de Mongolia, el último poema de Luki, la potencia
sexual de Jabo, los cuatro niños de Gistau –que no estaba–, que pasan todo el
puto día, papi, papi, papi, pidiendo de comer. En fin. Cosas de ésas. Entonces
suena mi teléfono y un amigo me dice. «Cristina Hendricks va a cenar a Lucio».
Se lo digo a la peña, y mientras lo hago, se acerca Teo, el maître. «Cristina
Hendricks acaba de sentarse en la mesa de Severo Ochoa», susurra. Miramos
todos, como un solo hombre y una sola mujer. Y la vemos.
En carne mortal pierde mucho. Suele ocurrir. Pero
sigue siendo guapa y bien dotada. La acompaña un pavo enchaquetado que Teo
define como el legítimo esposo. Estudiamos al pavo con ojo crítico. «No tiene
ni media hostia», apunta Edu Galán, ecuánime. Todos nos mostramos de acuerdo.
«Habría que decirle algo a ella», sugiere Gistau, que sigue sin estar allí.
«Esa gringa no puede escaparse viva», opina Élmer. Todos se muestran de acuerdo
y me miran, tanto porque soy el mayor –aún respetamos esas cosas entre
nosotros– como porque esta noche me toca a mí pagar la cuenta. Así que,
asumiendo mi responsabilidad, me vuelvo a Jabois. «Tú eres el guapo y el cachas
de esta mesa», digo, autoritario. «Nuestro semental de concurso», puntualiza
Edu, y acto seguido nos enfrascamos en un breve repaso biográfico-sexual de
Jabo, políticas y periodistas incluidas, hasta que retomo el hilo. «Te toca
hacerte una foto con ella, camarada. Ya estás tardando».
Nos mira Jabois, indeciso, y asentimos todos.
«Vuelve con tu escudo o sobre él», sugiere Lucas, épico. Casi homérico. Con su
bondad habitual, Jabo asiente, respira hondo, se pone en pie, va con su mejor
sonrisa hasta la mesa de la Hendricks, le pide hacerse una foto, y ella pasa de
él. Por su parte, el marido pone mala cara y dice que de fotos, nada. Regresa
humillado Jabois. «Me han mandado a tomar por culo», dice con su tierno acento
gallego. Y se sienta. Nos agitamos, indignados. «El marido no tiene media
hostia», insiste Edu Galán. «Menudo gilipollas», dice Luki. «Deberíamos
romperle el morro», digo yo. «En Sinaloa le daríamos plomo», remata Élmer.
Pedimos las copas, y Edu encarga un Fra Angélico. «Bebida de puticlub»,
comento. Edu me llama clasista e hijoputa.
Salimos al rato. En la puerta, la Hendricks se hace
fotos con los camareros, con el guardacoches, con el que vende lotería, con
todos los que pasan por allí. Jabois se deprime un huevo. Nos agrupamos,
consolándolo. «El marido no tiene media hostia», insiste Edu. Nos quedamos mirando
a la pelirroja y al legítimo con ganas de darle a éste las del pulpo. Haciendo
cálculos entre las ganas que le tenemos y los titulares de prensa del día
siguiente: «Reverte y otros cinco desaprensivos inflan al
marido de la Hendricks en Casa Lucio». O sea, que no. Al final
decidimos irnos con las orejas gachas, mientras Edu, que va hasta las patas de
Fra Angélico, insiste: «El marido no tenía media hostia». Asentimos todos,
cabizbajos y resignados, mientras nos alejamos en la noche. Asiente incluso
Gistau, que no estaba.
© XL
Semanal
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