Por Martín Caparrós |
El 24 de marzo de 1976 el Ejército argentino derrocó a la
presidenta Isabel Martínez viuda de Perón y se quedó con el país. Cuatro días
después el hospital Posadas, uno de los mayores de Buenos Aires, fue ocupado
por una unidad militar apoyada por tanques y helicópteros. La comandaba el
coronel Reynaldo Bignone, quien seis años más tarde, ya general, sería el
último dictador; Luis Muiña, entonces de 20 años, integraba un comando
parapolicial que participó de la maniobra. Y allí se quedó: formó parte de un
“grupo de tareas” que se instaló en el hospital, que secuestró, torturó y
asesinó a sus trabajadores.
Cuando la dictadura terminó, Muiña intentó perderse y,
durante décadas, lo logró: nadie lo buscaba. Recién fue detenido en 2006; en
2011 lo condenaron a 13 años de prisión. En 2013, el tribunal determinó que
saldría en libertad en 2016, porque se le aplicaría la Ley 24.390, llamada Ley
del 2×1. El fiscal apeló.
La Ley del 2×1 fue promulgada en 1994 para tratar de
compensar a las víctimas del fracaso de la justicia argentina. En un país donde
la mitad de la población carcelaria no tiene sentencia firme, la ley decía que
cuando un reo pasara más de dos años de prisión preventiva sin condena, cada
uno de sus días de reclusión valdría por dos. La ley fue derogada en 2001: hubo
acuerdo en que beneficiaba a quienes no lo merecían. Este miércoles, la Corte
Suprema de Justicia de la Nación Argentina decidió que esa ley debía ser
aplicada en el caso de Luis Muiña y que, por lo tanto, Muiña debía ser libre. Y
desató una tormenta en el país.
Técnicamente, la decisión de la corte parece correcta: el
condenado tiene derecho a que se le aplique la “ley más benigna” que haya
existido en todo el lapso de su proceso. La discusión está más del lado de la
filosofía del derecho: los que han atropellado todos los derechos, ¿tienen
derechos? Uno de los camaristas, Carlos Rosenkrantz, dijo que para evitar
quiebres terribles de la ley hay que aplicar la ley a rajatabla, incluso cuando
lo que resulta no te gusta: que “no hay un Código Penal para los buenos y otro
para los malos”. Es difícil no estar de acuerdo; es difícil aceptar los efectos
de ese acuerdo sobre la realidad. A veces la letra de una ley se opone al
espíritu de su sociedad. Es entonces cuando aparece la violencia de la ley, su
carácter disolvente.
Por eso, sería necesario modificar la ley para definir que
los condenados por crímenes de lesa humanidad no tienen derecho a ciertos
beneficios; lo hipócrita es reprocharles a los jueces que no hagan trampas para
hacer como si esa ley ya existiera: para tapar los agujeros que la sociedad y
sus políticos dejaron.
La corte tomó su decisión partida, tres votos contra dos.
Fue la primera gran derrota de su presidente, Horacio Lorenzetti, nombrado por
el gobierno de los Kirchner y cortejado por Mauricio Macri; fue el primer
triunfo de Rosenkrantz y Rosatti, nombrados por el gobierno actual. Que ellos
hayan impulsado la medida es uno de los argumentos más eficaces para
achacársela al macrismo.
Los organismos de derechos humanos, que se opusieron a Macri
desde el principio, ven en esta decisión la confirmación de lo que siempre
dijeron: que el presidente y los suyos “están del lado de la dictadura”.
Políticos de todos los partidos critican la medida. Y el gobierno hace todo lo
posible por desmarcarse de ella: lo intentaron pública y firmemente varios de
sus integrantes. Su ministro de Justicia, Germán Garavano, salió —por orden de
su jefe— a decir que “estamos pagando las consecuencias de una legislación
desastrosa”. Y que la Ley del 2×1 “es nefasta y benefició durante los últimos
20 años a las personas que cometieron los delitos más graves”, pero que el
Poder Ejecutivo es respetuoso de los fallos de la corte y de la autonomía del
Poder Judicial y no puede hacer nada al respecto. Lo gracioso es que nadie les
cree.
Es un buen chiste: un gobierno que dice respetar la
independencia del Poder Judicial es acusado por una decisión que ese poder
tomó, por una vez, independientemente. El problema es que los argentinos están
convencidos de que la justicia obedece al que gobierna. Y, en general, la
justicia argentina se empeña en sostener esa idea.
En los últimos meses, por ejemplo, los mismos jueces que
hace unos años desestimaron las denuncias contra la entonces presidenta
Cristina Fernández por enriquecimiento ilícito y otras menudencias, las
retomaron y transformaron en procesos candentes. No es seguro que el gobierno
los aliente: muchos creen que a Macri le conviene que Fernández no vaya presa
antes de las elecciones de octubre; o sea que esos jueces actuarían según
viejos reflejos, la costumbre de apostarle al caballo del comisario. La misma
Cristina Fernández abonaba esta idea el miércoles en un tuit, que decía: “Este
fallo no se hubiera dado en el gobierno anterior…”. Porque, claro, ella lo
habría manejado.
En cualquier caso, la sentencia puede abrir un camino
difícil para el gobierno argentino. Si se aplica esa jurisprudencia, unos 280
represores —de los más de 500 que siguen en prisión— podrían salir en libertad;
entre ellos, nombres del espanto como Alfredo Astiz, Jorge Acosta, Jorge Rádice
y tantos otros.
La lluvia, además, cayó sobre mojado. El sábado pasado la
Iglesia católica argentina ya había herido susceptibilidades cuando su jefe, el
obispo José María Arancedo, sucesor y seguidor de Jorge Bergoglio, inauguró su
Conferencia Episcopal llamando a la “reconciliación” entre los militares de la
dictadura y sus víctimas. Algunas de esas víctimas le contestaron airadas que
no tenían que reconciliarse con nadie porque no habían agraviado a nadie; que
había unos agresores que nunca contaron la verdad ni pidieron perdón y que sin
arrepentimiento es falso hablar de reconciliación. Ahora muchos de esos
agresores podrían quedar libres.
Serán semanas tensas. El esfuerzo de años de juicios y
movilizaciones puede arruinarse en unos días de frenesí leguleyo, y ya se convocan
marchas, encuentros, todo tipo de intentos para evitarlo. El gobierno de
Mauricio Macri se defiende, insiste en recordar que fueron ellos los que
metieron preso por sus posibles crímenes durante la dictadura al teniente
general César Milani, comandante en jefe del Ejército nombrado —y defendido—
por el kirchnerismo y sus organismos de derechos humanos. Y proclama que le
importan esos derechos, aunque varios de sus funcionarios hayan mostrado
desinterés. Como el propio presidente, cuando aquella reportera de Buzzfeed le
preguntó si los desaparecidos habían sido 30.000 y él le contestó que no tenía
ni idea:
—No tengo idea, no sé, es un debate en el cual yo no voy a
entrar. Si fueron 9.000 o 30.000 o los que están anotados en un muro o son
muchos más. Me parece que es una discusión que no tiene sentido.
Si la decisión de la corte se generaliza, el gobierno de
Mauricio Macri corre el riesgo de pasar a la historia como el culpable de haber
liberado a cientos de criminales de los peores crímenes. La versión más
benévola es que no lo hacen a propósito: que no es que quieran hacerlo, sino
que no saben evitarlo; que, incluso cuando deben ocuparse del terrorismo de
Estado, el errorismo de Estado los domina. También hay, por supuesto, otras
lecturas.
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