Por Guillermo Piro |
Todos recuerdan la desgracia ocurrida en el Paraíso
Terrenal. Dice la tradición –pero nada confirman las Sagradas Escrituras– que
el Árbol del Bien y del Mal era un manzano, y la representación pictórica de la
escena, desde hace más de dos mil años, no hace más que insistir en que el
fruto en cuestión era una manzana.
Lo cierto es que insistencia semejante ni
siquiera enseñó a la humanidad a privarse de manzanas: todos las comen y su
ingesta es recomendada para prevenir enfermedades cardiovasculares. Con lo cual
queda demostrado que la historia no sirve para nada.
Dicho esto, recordemos una vez más a Borges: “Gibbon observa
que en el libro árabe por excelencia, en el Corán, no hay camellos; yo creo que
si hubiera alguna duda sobre la autenticidad del Corán bastaría esta ausencia
de camellos para probar que es árabe”. Eso decía nuestro farsante nacional
aludiendo a la posibilidad de ser argentinos sin tener la obligación de abundar
en color local en El escritor argentino y la tradición, un ensayo de 1951. El mexicano
Gabriel Zaid se tomó el trabajo que simulaban haberse tomado Edward Gibbon y
Borges y leyó el Corán en busca de esas referencias, y el hallazgo fue
sorprendente –aunque todos los hallazgos lo son–: en el Corán hay diecinueve
menciones a camellos (Zaid transcribe las citas en un breve ensayo titulado
Camellos del Corán, publicado por Letras Libres en 2005).
Y sin embargo, al igual que ocurre con las manzanas, hay
quienes siguen afirmando que en el Corán no aparecen camellos, y que por lo
tanto el color local es innecesario –en las obras literarias, pero es de
suponer que podemos ampliar el razonamiento y hacer creer que el color local es
innecesario omnibus locis (si Borges y Gibbon hablan del Corán sin haberlo
leído, bien puedo yo intercalar locuciones latinas sin saber latín).
Los errores abundan –y las mentiras, pero de mentiras y
errores está hecha la literatura. Las aventuras de Pinocho es una colección de
errores –en cuyo caso la historia demuestra que la insistencia en ciertos
errores genera mitos: Pinocho. Geppetto le fabrica a la marioneta un sombrero
con migas de pan en la escena siguiente en que Pinocho sale de paseo con un
sombrero –que ya le había fabricado sin tanta alharaca. Pinocho nunca consigue
ir a la escuela –las distracciones son tantas y la vida es tan corta–, pero
ante la lápida del Hada Azul es capaz de leer con precisión y sin equivocarse
el epitafio –horrible y culposo, por otra parte, de mal gusto. En Las
maravillas del 2000, de Emilio Salgari, hay otros tantos errores, pero el más
encantador es éste: al comienzo de la novela dos hombres, valiéndose del
descubrimiento de uno de ellos, deciden encerrarse en un búnker, suministrarse
la inyección de un líquido que los mantendrá vivos durante los próximos cien
años, dejar claras instrucciones sobre cuándo y cómo deben ser despertados y
ponerse a dormir el largo sueño de un siglo en sendas camas ubicadas una al
lado de otra. Tal vez Salgari escribía muy rápido y no volvía a leer lo
escrito, pero para sorpresa de los lectores, cuando cien años después aparecen
los encargados de despertarlos se encuentran con el cuadro de dos hombres
durmiendo en el mismo lecho. No ya dos camas, una al lado de otra, sino una
sola, indivisible, gigantesca, lecho y terreno convencional del amor occidental
y tercermundista en el que a estos dos pobres sujetos les fue dado despertar.
La historia no sirve para nada y algunos errores son deliciosos.
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