Por Jorge Fernández Díaz |
La Operación Duque de Ahumada entró en la historia
veintitrés minutos después de las seis de la tarde. Un teniente coronel de la
Guardia Civil, pistola en mano, irrumpió en el hemiciclo del Congreso, desplegó
doscientos hombres armados con subfusiles y, tras algunos gritos y forcejeos,
efectuó un disparo al aire. La escena filmada es legendaria: casi todos los
diputados se arrojan bajo sus butacas; el presidente se mantiene erguido y
digno en su escaño.
Esa imagen enigmática, ese pequeño gran gesto de coraje
personal y cívico, persuadió al escritor Javier Cercas de realizar un libro
famoso: Anatomía de un instante,
crónica del fallido golpe de Estado de 1981 y vindicación llena de claroscuros
de aquel abogado de pasado falangista que en medio de toda clase de acechanzas
condujo a España de la dictadura a la democracia. Ese mismo estadista es el
padre de la llamada Transición, que los españoles con justicia endiosaron
porque después de tantos muertos y enconos, les permitió crear un sistema
político de tolerancias y alternancias que sacó al país de su atraso y
oscuridad. Cuando la crisis económica golpeó por primera vez a esa nueva nación
lujosa, una corriente liderada por el kirchnerismo español (Podemos) pasó a
demonizar el Acuerdo de la Moncloa, el bipartidismo y todos y cada uno de sus
provechosos subproductos. El "europeronismo", tal como lo define uno
de sus líderes, se puso entonces de moda y pareció que los argentinos
conseguiríamos finalmente hundir a la Madre Patria con nuestros esperpentos
populistas de exportación. Por eso causan enorme sorpresa los resultados de una
encuesta publicada por El País de Madrid: Adolfo Suárez, aquel centrista digno
pero en parte olvidado que le hizo frente al teniente coronel Tejero y que
murió sin aspavientos en 2014, aparece hoy como el "presidente ideal"
para conducir este período de vacas flacas y grandes frustraciones. El sondeo
indica que es el favorito no solo entre la izquierda y la derecha, sino en
todas las franjas etarias y por encima de cualquier otro mandatario de la era
de la prosperidad. A pesar de tanta propaganda populista en contra, sigue
flotando en el imaginario español la idea de que la Transición fue "el
período de mayor voluntad para ceder y alcanzar acuerdos" y que Suárez
sintetizaba y no cavaba trincheras. Vaya vueltas de tuerca que trae la
historia. Cuando politólogos apresurados del mundo anuncian el Apocalipsis, el
ocaso de la democracia y el advenimiento de los mesías del antisistema, resulta
que la sociedad que más se nos parece gira y anhela el extremo centro y un
republicanismo eficiente.
El asunto suena lejano, pero tiene un eco local
inconfundible: aquí, vivillos de toda laya se cuelgan de los comentaristas
internacionales con la intención de llevar agua para su molino. Están los que,
olvidando cuánta sangre nos costó, anuncian triunfalmente el ocaso de la
democracia "liberal". Ese sólo adjetivo les permite nominar un
culpable, confundiendo aviesamente el progresista liberalismo político de todos
los tiempos con el neoliberalismo económico de los últimos. La operación tiene
por propósito señalarnos que de nada vale luchar por la democracia republicana,
método institucional que nosotros nunca tuvimos la oportunidad de practicar,
puesto que éste viene defraudando a los votantes de los países desarrollados.
Que precisamente se desarrollaron gracias a esa ideología. La crisis europea,
más allá de un problema específicamente geopolítico, no tiene que ver con la
democracia, sino con la negligencia financiera: anestesiados por el Estado de
Bienestar llegaron a creer que la historia era una línea recta ascendente y que
la economía era una plácida piscina y no un océano cruel y cambiante, que a
veces ofrece aguas calmas y a veces tifones, algo que los argentinos aprendimos
con mucho dolor. Responsabilizar a la democracia por este declive, además de
ser peligroso, es profundamente estúpido: como si no nos salieran las sumas y
restas y culpáramos a las matemáticas o al sistema métrico decimal. Tiene razón
el historiador italiano Loris Zanatta: no separan la paja del trigo y tienden a
arrojar al bebé con el agua sucia del baño. Y a dejar abierta la posibilidad de
que se instale lo que Botana denomina la "democracia hegemónica", con
su caciquismo autocrático y su redención nacionalista; los consabidos salvadores
de la patria.
También se oye en boca de dirigentes peronistas,
secretamente fascinados por Trump, la idea de que el mundo se
"peroniza" y avanza de manera inexorable hacia el proteccionismo. Y
que nosotros deberíamos tomar nota de esa verdad acuciante. Lo curioso aquí es
que la Argentina viene de "vivir con lo nuestro", de un aislamiento
pertinaz, y que actualmente sigue siendo el tercer país más cerrado del mundo.
Sin pretender que lo contrario es necesariamente esplendoroso, los beneficios
de esa estrategia básica no nos lucen: se consolidaron el fracaso, la
desigualdad y la desindustrialización. Chile, sin ser una maravilla, evolucionó
de manera vigorosa con la táctica antagónica y de la mano de la
centroizquierda. La globalización, nos guste o no, parece un proceso sin
reversa y un país como el nuestro está obligado a inscribirse comercialmente en
ella si quiere sobrevivir. Cómo lo hace y no muere en el intento, es el quid de
la cuestión. Nadie tiene hoy una fórmula infalible, mucho menos con esta revolución
tecnológica que trastoca las certezas laborales, pero el peronismo en sus dos
versiones nos ha enseñado con sus errores descomunales los extremos que no
deberían tomarse: ni calvo ni con tres pelucas; mensaje para Macri, y cuidado
con las simplificaciones mágicas.
Hace dos décadas los estudiantes de economía de Europa y de
Estados Unidos debían pernoctar en Buenos Aires para observar de cerca los
tsunamis. En un solo lugar y con muy pocos años de diferencia, se concentraban
hiperinflaciones pavorosas, un exótico régimen de cambio fijo (abandonado 35
antes por todas las potencias a raíz de sus graves contraindicaciones), una
depresión, una megadevaluación y un default completo de la deuda. Hoy los
jóvenes cientistas políticos del hemisferio norte deberían también hacer
turismo en una nación donde se llevaron al terreno los delirios neopopulistas y
las teorías de Laclau: división social, caudillismo, hegemonía, destrucción de
las "instituciones liberales" y aislamiento económico y político.
Somos los conejillos de Indias de Occidente: la democracia republicana brilló
por su ausencia, las privatizaciones fueron catastróficas, al capitalismo lo
vimos de lejos, la globalización pasó de largo y el proteccionismo nos
empobreció. Triste laboratorio donde los conejillos dan su vida por la ciencia.
Los pícaros de la corporación peronista se sirven de
prestigiosos intelectuales snobs que
cómodamente instalados en sus universidades europeas socavan la democracia
diagnosticando que está muerta.
Tal vez en unos años, cuando gracias a sus críticas
funcionales reinen autoritarios de distinto pelaje, estos profesores se anoten
de apuro en la irrestricta defensa de la república. Que ellos mismos ayudaron a
debilitar. Como Noam Chomsky, pomposo pope del izquierdismo norteamericano que
fue complaciente con el chavismo y los kirchneristas: hoy, que ya es tarde,
sale a denunciarlos por su modelo dañino y su corrupción rapaz. No es raro,
ante tantas zonceras y falsos profetas, que uno termine extrañando a un
centrista modesto pero digno, capaz de no bajar la cabeza en medio de la
zozobra.
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