Por Arturo Pérez-Reverte |
Hoy vamos de frívolos. De moda. O quizá, después de
todo, en el fondo no sea la cosa tan frívola como parece. Lo cierto es que no
estoy nada puesto en tendencias indumentarias, así que lo de hoy cárguenmelo a
título de simple observador. Cosas de un fulano de sesenta y cinco tacos de
almanaque, que mira y que tiene en la memoria algunos libros y recuerdos de
vida que conformaron su forma de mirar.
Así que en estos tiempos de pieles tan
finas y superficiales, donde basta opinar de cualquier cosa para que –a veces
con una osadía fruto de la ignorancia– se desate una cascada de respuestas
adversas e indignadas en redes sociales y demás, consideren la página de hoy
como simple opinión, personal e intransferible, de alguien a quien su biografía
dio motivos para mirar como mira. No se ofendan, por tanto, quienes se crean
más o menos aludidos. No deberían. Y si se ofenden, pues oigan. Que les vayan
dando.
No sé si es moda reciente o casualidad, pero en los
últimos tiempos me cruzo con mucha gente, sobre todo mujeres, vestida con
prendas confeccionadas con camuflaje militar: pantalones, chaquetas y cosas
así. Una indumentaria que en otros tiempos se denominaba mimetizada; y que,
como saben ustedes, sirve principalmente para que cuando un soldado está metido
en faena pueda disimularse mejor en el terreno y al enemigo le cueste más
echarle el ojo. De toda la vida, esas prendas han sido también utilizadas en la
vida no bélica, tanto por cazadores y gente que se mueve en la naturaleza, para
quienes lo de camuflarse es importante, como –ahora menos que antes, pero
todavía se ve– por gente de oficios rudos para la que van bien prendas sólidas
de trabajo: albañiles y currantes así. Yo mismo, nunca en la vida civil sino
cuando me ganaba la vida como reportero dicharachero de Barrio Sésamo, me vi
obligado –sólo una vez en veintiún años, pero ocurrió– a vestir ropa de esa
clase en 1977, en circunstancias que lo aconsejaban bastante. Quiero decir que
lo del camuflaje está bien para lo que está. Para camuflarte cuando no quieres
que te vean, o cuando alguien puede volarte los huevos, o su equivalente.
Por lo demás, y siempre en mi opinión, la ropa de
camuflaje tiene de simpática lo que el presidente Rajoy tiene de respeto a la
cultura en España. Cero patatero. Aunque la cosa puede ir más allá. Hasta
volverse desasosegante, fíjense. Incluso siniestra. Todo depende, claro, de lo
que uno asocie en su cabeza con esas manchas ocres y verdes. De ahí mi
extrañeza, e incluso malestar, cuando me cruzo por la calle con un chico que
lleva una chaqueta mimetizada, o –de éstas he visto muchas últimamente– una
mujer con prendas de camuflaje, que es lo que ahora parece más en boga; sobre todo
una clase de pantalones ceñidos, complementados con tacones, o no. Líbreme
Dios, o quien sea, de criticar lo que es muy libre de vestir cada cual y cada
cuala. Pero lo que no puedo evitar al ver eso es un chirrido interior, como
digo. Un malestar personal. Un eco amargo hecho de memoria y de sombras. Me
pasa como cuando, más de veinte años después, escucho por la calle
lenguas eslavas. Nada tengo contra los eslavos, claro. Pero no puedo evitar que
se me disparen automáticamente los recuerdos de tres años en los Balcanes:
paisajes hostiles, casas ardiendo, prisioneros llevados a culatazos al
matadero, voces con acento eslavo amenazando, ordenando, gimiendo, suplicando.
Dudo mucho que quienes visten tranquilamente esas
ropas de camuflaje para ir a tomar una copa o pasear con la familia las
llevaran con la misma naturalidad si sus recuerdos se mezclaran con los míos, o
con los de tantos otros que estuvieron pisando cristales rotos en lugares
desagradables. Dudo también que esos diseñadores de moda frívolos hasta la
estupidez –recuerdo desfiles de moda con estilo militar en París, Nueva York y
Madrid en plena guerra de Bosnia– se atrevieran a ello de haber transitado,
aunque sólo fuera un rato, por lugares donde cuanto quedaba de una familia eran
álbumes de fotos pisoteados en el suelo y cuerpos pudriéndose en el patio
trasero entre zumbidos de moscas. Donde asesinos vestidos de uniformes
confeccionados con la misma tela mataban, violaban, saqueaban y volvían más
negro y más horrible el lado oscuro de la vida.
Cada uno es libre de vestir como le salga,
naturalmente. Ya lo dije unas líneas más arriba. Sobre todo si no es consciente
de lo que significan ciertas prendas. Pero si lo sabe –y por el mundo circula
suficiente información como para saberlo–, no debería sorprenderse de que lo
miren raro.
© XL
Semanal
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