Por Natalio Botana |
Las elecciones presidenciales en Francia, el domingo pasado,
muestran la encrucijada en que se agitan las democracias avanzadas. En este
cruce de caminos chocan dos procesos históricos. El primero alude a la mutación
del siglo XXI en los albores de la llamada cuarta Revolución Industrial, a la
cual se suman nuevas corrientes migratorias y la presencia del terrorismo; el
segundo se refiere a un momento reaccionario, fruto de estos enormes sacudones,
que abreva en tradiciones nacionalistas, xenófobas y populistas.
Si el primer proceso está guiado por el espíritu de
innovación y asume los logros de unas democracias aún dispuestas a impulsar la
Unión Europea, el segundo está inspirado por el resentimiento y por el ánimo de
representar a los sectores excluidos de esta gran transformación. La esperanza
y el miedo se entrelazan así en un mismo y dramático momento.
La cuestión, a simple vista lejana, no es para nada ajena a
nuestra circunstancia porque, merced a un fenómeno que engloba varios
continentes, este juego de acciones y reacciones ha puesto en tela de juicio el
sistema representativo y los partidos políticos, que, durante décadas,
reforzaron la legitimidad de las democracias. En algunos países más que en
otros, estamos cruzando el umbral que separa la democracia de partidos de una
democracia de candidatos que raudamente se encaraman sobre antiguas
organizaciones, las desbordan y hasta se dan el lujo de anunciar su ocaso.
Las lecciones que se desprenden de estas elecciones
francesas son pues pertinentes: sobre los dos grandes partidos republicanos
que, a derecha e izquierda, protagonizaron la política de los últimos 60 años,
surgieron tres candidatos que impugnaron la vieja política y se alzaron con el
triunfo. De un golpe se quebró el bipartidismo de la Quinta República, fundada
por De Gaulle en 1958.
Emmanuel Macron defendió con éxito una propuesta europeísta
y renovadora que, probablemente, sea ganadora en la segunda vuelta, el 7 de
mayo; Marine Le Pen fue un acabado exponente, con ropaje más presentable que el
de su padre, de una hostil tradición reaccionaria que, desde la Revolución
Francesa, no abandona la escena; Jean-Luc Mélenchon, un antiguo socialista, se
encolumnó, al igual que Podemos en España, tras consignas populistas cercanas a
los conflictos y crisis de la política latinoamericana. Los republicanos
gaullistas de François Fillon y los socialistas de Benoît Hamon no pudieron
prevalecer en la disputa y servirán de apoyo para el posible triunfo de Macron
en la segunda vuelta.
Según estos datos, al igual que en Holanda, se ha trazado en
Francia una línea que afirma, por ahora, que los reaccionarios antieuropeístas
y pretendidos administradores del miedo no pasarán. Buena noticia para la salud
de la democracia y para quienes pronosticaban escenarios apocalípticos. Estos
resultados contrastan con lo acontecido en la cultura anglosajona a raíz del
cortocircuito que acaba de sufrir el ejercicio moderado de dos antiguas
democracias. Créase o no, en el Reino Unido y en los Estados Unidos ganaron los
reaccionarios en el referéndum acerca del Brexit y en las elecciones
presidenciales que, favorecidas por un procedimiento electoral
contramayoritario, consagraron a Donald Trump.
Sin embargo, en contextos donde los aparatos establecidos
crujen ante la explosión de las redes sociales y las bruscas modificaciones en
la estructura del empleo, no hay que olvidar el peso del pasado y sus
revanchas. Estos desquites son tan persistentes como el novedoso estilo con que
se revisten los reaccionarios para conquistar adeptos y ganar implantación
territorial.
Francia ofrece otra muestra de estos combates entre pasado y
presente. La política francesa siempre osciló entre corrientes de derecha, de
izquierda y de centro. En esta coyuntura el centro ha quedado en manos de
Macron (un candidato con un partido ad hoc en formación, sin vigencia hasta
hace apenas dos años) mientras la derecha vira hacia los extremos, o persiste
como una eventual fuerza de apoyo al candidato ganador, y la izquierda, fiel a
una de sus corrientes originarias, explora de nuevo un horizonte
jacobino-populista. Estas alteraciones no son menores, pero no se entienden si
no se las pone en relación con una revancha del pasado ante la velocidad de este
cambio de época.
Por desenvolverse de esta vertiginosa manera, es tan fuerte
e inesperada esta mutación que se hace difícil encauzarla de la mano de una
ética reformista y de una Ilustración para el siglo XXI que atienda en especial
la incorporación del conocimiento en los márgenes de la exclusión social (allí
es donde Marine Le Pen obtuvo los mejores resultados) y, asimismo, procure
recrear el régimen representativo de la democracia.
¿Qué pasa en esta materia? ¿Qué clase de sociedad busca
ahora representarse? A todas luces estamos en una transición. Al término de la
Segunda Guerra Mundial alcanzaba su madurez la segunda Revolución Industrial,
que, con la difusión de la electricidad, la cadena de montaje y el transporte
automotor, sucedía a la primera revolución del ferrocarril y la máquina de
vapor. Con antecedentes importantes en períodos anteriores, en aquella ocasión
irrumpieron los partidos políticos como los grandes mediadores de una
democracia de masas.
Esas organizaciones permanentes que trascendían la
trayectoria de sus líderes fundadores, de inspiración conservadora y liberal,
socialcristiana y socialdemócrata, coexistieron con organizaciones sociales,
sindicales y patronales, y dieron el tono, más conservador o más progresista, a
esa democracia incluyente de derechos civiles, políticos y sociales. Hoy, al
influjo de la revolución digital que se transmuta rápidamente en la revolución
robótica de inteligencia artificial, las sociedades están perdiendo aquella
consagrada virtud organizativa y mediadora. Vueltas sobre sí mismas actúan
directa y espontáneamente en el espacio público sin rumbo fijo.
En esta puja de movilizaciones recíprocas (las hemos visto
el mes pasado en Buenos Aires), la democracia de candidatos, montada sobre la
inteligencia práctica para generar respuestas, surge repentinamente como nuevo
proyecto mediador. Tal como enseña el ascenso de Macron, este proyecto fusiona
en semejante trámite y con otro formato valores provenientes de las vertientes
liberales, socialistas y republicanas.
Aún ignoramos si la democracia de candidatos será un
sustituto de la democracia de partidos, pero sí sabemos que los países con
partidos políticos estables, coaliciones sólidas y liderazgos que se forman en
su seno (por caso Alemania) son los que mejor responden en Europa a los retos
del siglo XXI.
Tal vez sea ésta una oportuna lección para nosotros. Sería
un error garrafal echar por la borda las experiencias adquiridas olvidando que
el arte de la democracia consiste en perfeccionar, con sentido ético y
constructivo, el arte de la organización política en un mundo en perpetuo
cambio. De lo contrario, la existencia cívica seguirá girando al influjo de lo
inesperado, de los impactos mediáticos incluidas las redes sociales, y del
fulgor de candidatos tan aptos para crecer como para desmoronarse. Esperemos
que esto no ocurra en Francia y que Macron se consolide.
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