Por Manuel Vicent |
Este año la República caerá en Viernes Santo. Será un 14 de
abril coronado de espinas, azotado por los sayones, paseado entre vírgenes
llorosas con el corazón traspasado por siete puñales bajo el sonido de tambores
y trompetas de una cohorte de centuriones, guardias civiles y legionarios que
llevarán el mosquetón a la funerala.
En mitad de la noche alguien lanzará desde
un balcón una saeta hacia cualquier Cristo muy llagado que esté doblando la
esquina en una peana con muchos faroles y aunque el color morado de algunos
hábitos y capirotes de nazarenos será similar al de la bandera republicana, más
allá del olor a cera y sebo de los hachones de las tétricas procesiones de
Semana Santa seguirán floreciendo las acacias, germinará el trigo, habrá
espliego en las montañas y el deshielo creará arroyos entre las breñas soleadas
mientras el mar honrará los primeros cuerpos desnudos en las playas del
Mediterráneo.
La República morirá el Vienes Santo pero muchos esperarán
que resucite también al tercer día como lo hacen muchas veces los mejores
sueños.
Son ya escasos los españoles que vivieron aquella convulsa
etapa de nuestra historia. Unos la recuerdan como la puerta que abrió todas las
pasiones causantes de la Guerra Civil; para otros será siempre como aquel amor
que pudo ser y no fue, el principio de la regeneración, la semilla de la justicia
y libertad que no pudo fructificar porque fue aplastada de antemano.
De hecho la división de España en dos bandos
irreconciliables está instalada todavía en la actitud de amor u odio que se
tiene frente a la república.
Pero hoy ser republicano consiste, no tanto en luchar por
ese régimen, como en elevarlo a una categoría de reserva natural que sirva para
purificar la vida pública. Todo consiste en elegir el morado del espliego
frente al de los nazarenos encapuchados.
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