El árbol de cuándo
pasan a retiro los jueces tapa el bosque
del cambio en la edad jubilatoria.
Por Roberto García |
Con desparpajo manifiesto, unos quieren quedarse y otros, resignados,
deben irse. Parece una discusión sobre la permanencia en la Casa Rosada, de la
inacabable codicia de los políticos por aferrarse al poder. En rigor, se trata
de otro tipo de controversia y de una misma ambición, nacida en la gerontología
judicial: la jubilacion extendida a los 75 años o más para los jueces, segun su
libre albedrío (ya que, si lo desean, pueden irse antes a la casa, a los 60, y
con el haber casi completo).
Privilegio exclusivo que responde a ser adherente
del club de Comodoro Py, obviamente distinto al resto de los ciudadanos, que se
conforma con el retiro obligado a los 65, ni antes ni después, paradójica
desventaja de los que pagan impuestos en relación con los que legalmente no lo
hacen. Parece una exagerada diferencia entre unos y otros en materia de
libertad laboral, una década, handicap extraordinario entre los habitantes del
mismo lugar y cuando lo más importante de la vida es el tiempo, según precisan
filósofos y divulgadores hasta en los sobres de azúcar. Ni siquiera hay que
apelar a esa rama: es poco entendible hasta para un cultor elemental del
Derecho.
Antecedente Fayt. Como se sabe, ya hubo un venerable magistrado que impuso su propia doctrina: Carlos Fayt, devoto de otras libertades para molestia y escándalo del cristinismo, quien decidió quedarse sine die en el cargo hasta la partida de la ex mandataria, renunciando poco antes de morir, aproximándose a los 100 años. Se escudó en que él ya habitaba el Palacio antes de que una norma le fijara límites, un preexistente a la Constitución de l994. Casi un guerrillero del foro: sólo salgo del edificio con los pies para adelante. Hoy, otra dama de ese mismo cuerpo, respetada políticamente según las épocas, la señora Elena Highton de Nolasco, afectada como Fayt por cuestiones de salud, decidió no abandonar la Corte a los 75 años, al revés del objetado Eugenio Zaffaroni, incurso en similar canon administrativo. De aquí no me muevo, afirmó, casi jocosamente debido a que su consistencia física no se corresponde a tamaña valentía. Pero su fortaleza y empecinamiento se ampararon en artilugios que graciosamente habilitan los libros abogadiles, en invocaciones constitucionales y paraconstitucionales, hasta en otorgarle una validez superior al núcleo básico que dos partidos instrumentaron antes de la reforma del 94, estirando su continuidad amorosa con el curul romano hasta que la muerte nos separe. No hubo resistencias, le otorgaron la razón del beneficio: hay que entender, además, el significado de Supremo.
Sin apelaciones, logró lo mismo otra magistrada relevante, influyente, la madrina de todas las instancias electorales, María Servini, quien a los 80 aún porfía para permanecer en el fuero penal. A pesar, claro, de que la Corte suscribió el cese de tareas en la Justicia para las mayores de 75. Ni piensa renunciar, más bien batallar, se cobija en argumentos de Fayt y de Highton, no sigue a otros que presentaron dimisión, y alega con más de un fundamento que la pretensión de su eventual reemplazo obedece a una operación política que le atribuye a su enemigo doméstico, titular de la Corte, Ricardo Lorenzetti, al que tiene bajo observación en dos expedientes. Une criterios para la escaramuza con Elisa Carrió; entre ambas suponen que el odiado hombre que se hace reelegir por anticipado en el cargo deberá exponerse a un juicio político antes que una cimitarra legal la prescinda a Servini del cargo. Conviene señalar que otros setenta magistrados pasados en años límite observan atentos la evolución de este conflicto de edad, tan común para ellos como infrecuente para los comunes.
El sillón es mío. Justificativos o argumentos aparte, ni a tiros quieren dejar el sillón a los 75 años. Se sienten útiles, dominantes, conservan una vocación de servicio y, por supuesto, se creen insustituibles. Es de imaginar que el resto de la población activa, no perteneciente a la colectividad judicial, debe compartir ese espíritu de resistencia al que obligan abandonarlo a una edad más temprana todavía, a los 65 años.
Todo esto como si una fuera menos tercera edad que la otra. Se entiende este fenómeno a partir del progreso evidente en alimentación y salud que amplió la vida, al menos en comparación con los estándares en que Franklin Roosevelt determinó a mediados del siglo pasado la jubilación a los 65 años como gesto de solidaridad con los trabajadores y, también, con la obvia inquietud de capturar votos. Pero entonces, alcanzar el premio a los 65 años constituía casi una quimera: llegaban exhaustos, deshechos a ese momento, era un umbral que entonces le costaba superar a la mayoría de la gente, morían antes o pasaban la frontera de la vida por escasos centímetros. Casi keynesiana la medida.
La discrepancia entre personajes hoy del Poder Judicial excede ese marco: el tope de 65 años se vuelve incompatible no sólo con una expectativa de vida más larga y en progreso, sino con la vigencia económica del sistema jubilatorio, perforado por cuatro costados (al cual, por otra parte, los gobiernos de antes y el actual han nutrido con mayor cantidad de beneficiarios que ni siquiera aportaron). Japón y Europa ya advierten el desastre de que los trabajadores activos no cubren a los pasivos. Aun en bancarrota, el brasileño Temer propuso un cambio, mientras en la Argentina ningún partido se asoma a ese colapso venidero. Ni los modernos de Cambiemos, que juran disponer de un esquema imaginativo para después de las elecciones, tan brillante quizás como el último de los precios o de las cuotas o el de la l25 de Cristina.
Una evasión para no ver el choque.
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