Por Norma Morandini (*) |
Ni los piquetes, ni los palos, ni las encerronas, ni los
encapuchados se inspiran en la democracia, aunque invoquen sus fundamentos: los
derechos. En estos días de confusión conceptual se reclaman legítimos derechos,
como la libertad de expresión y a la protesta, incitando al odio, a la
violencia, lo que invalida la misma idea democrática porque imponen la
extorsión del miedo.
Una concepción que niega a los otros sus derechos; los que
reducen la democracia a las elecciones, paradójicamente desconocen la
legitimidad y la autoridad que surgen de las urnas.
Si el terrorismo de Estado vivificó la idea democrática, la
prepotencia política de la década pasada ha revalorizado la participación
ciudadana. Aspectos novedosos que no pueden ser analizados con categorías y
acciones de los tiempos autoritarios. El que se siga creyendo que la política
se dirime en las calles es la confesión de ese atraso cultural político que no
termina de incorporar la idea democrática.
No son marchas ni movilizaciones las que faltan en nuestra
historia contemporánea, dominada por las interrupciones de la vida democrática,
que las justificaron. Sin embargo, las marchas revolucionarias de la década del
setenta desembocaron en la pesadilla totalitaria del terrorismo de Estado y nos
impulsaron en el sentido contrario, la reivindicación de la República y los
derechos individuales. Aun cuando en nuestro país el lenguaje de los derechos
humanos fue distorsionado por su utilización partidaria, debemos restituirles
el sentido humanitario original con el que nacieron de las cenizas de las
dictaduras. La mejor garantía de respeto a los derechos es que seamos capaces
de tener instituciones que los garanticen y una cultura de respeto a la
pluralidad democrática.
Si es válida la definición de que el progreso moral radica
en el aumento de nuestra capacidad para tornar irrelevantes las diferencias,
los argentinos, en estos días, hemos dado un paso gigantesco, ya que al contrariar
las imposiciones de los que gritan más fuerte o invocan representaciones
dudosas, hemos contribuido, también, a disminuir la crueldad que sobrevive en
el espacio público, donde campean los agravios, las descalificaciones
personales y las amenazas. Una muestra más de que la condena a la dictadura no
significa que se tengan necesariamente convicciones democráticas. Entre
nosotros, se constata también lo que observa el canadiense Michael Ignatieff,
un defensor de los derechos humanos: “Con frecuencia, grupos no gubernamentales
afirman que representan los intereses humanitarios y los derechos humanos con
mayor efectividad que los gobiernos y no siempre son más representativos ni
transparentes que los gobiernos electos”.
Con dolor hemos visto cómo algunas organizaciones utilizan
el discurso universal de los derechos pero, en realidad, defienden intereses
grupales o personales. Y con su práctica pública niegan la filosofía humanista
universal que surgió para defender de la prepotencia del Estado tanto a los
débiles como a los poderosos. Pero, también, de la propia violencia.
De modo que para reclamar por la falta de pan y el trabajo
necesitamos instituciones y gobernantes que garanticen ampliamente las
libertades democráticas, especialmente el derecho a expresarnos. Una libertad
que no puede ser utilizada para incitar al odio y a la violencia, tal como
advierte el Pacto de San José de Costa Rica, la Biblia de los derechos humanos
en el continente americano.
La pobreza se combate con derechos ciudadanos, no con el
clientelismo que hace de los pobres rehenes electorales. La democracia es el
único sistema que legitima el conflicto, ya que la libertad pone en movimiento
intereses y derechos. La condición del entendimiento y el diálogo es que la
democracia sea un ideal común y todos hablemos el mismo lenguaje de respeto y
tolerancia. Al final ésa es la verdadera grieta.
(*) Periodista y escritora
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