Por Fernando Savater |
¿Han padecido
ustedes alguna vez a esos fastidiosos predicadores —disculpen el pleonasmo— que
atribuyen las deficiencias espirituales de nuestra época, su escasez de alma,
ah, oh, al abuso de Internet o a la fijación con los smartphones? Pues consuélense, lamentos semejantes se
han oído en todas las épocas, acusando a diversos y sucesivos inventos: la
imprenta, la máquina de vapor, la bicicleta, la radio de galena, el
ferrocarril, el bidet, la electricidad, la píldora anticonceptiva, la olla a
presión...
¡Platón reprochó a la escritura la pérdida de memoria de los
humanos, nobles guerreros han asegurado que desde que aparecieron las armas de
fuego se acabó el coraje viril en el campo de batalla y Pol Pot fusilaba a los
que llevaban gafas por reconocerlos como intelectuales contumaces!
Es curioso que
todos prefieran creer que son los avances tecnológicos los que corrompen al
espíritu humano (como si fueran otra cosa que una de sus realizaciones más
características) y disipan las virtudes, en lugar de aceptar que son nuestros
tenaces vicios espirituales los que acaban pervirtiendo los inventos más
beneficiosos.
Los peores son esos
beatos que pretenden alejar a los niños de las tecnotentaciones en vez de
enseñarles a convertirlas en oportunidades geniales.
Contra ellos, el
ejemplo admirable de Roman, un niño inglés de cuatro años. Su madre sufrió un
desvanecimiento grave y él activó el móvil con la huella del dedo de la mujer,
llamó a Siri para pedir una ambulancia y luego a la policía para informar de lo
ocurrido y de su dirección. ¡Salvada! Dicen que Roman es un héroe porque
conservó la serenidad donde muchos la hubiéramos perdido, tomó la decisión eficaz
y la puso en práctica con tino.
Pero además es un
héroe moderno, técnico, literalmente progresista. Gracias, Roman el bien
llamado...
© El País (España)
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