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miércoles, 5 de abril de 2017

Los zapatos de Carrère

Por Guillermo Piro
Hay una escena de Los Soprano que es imposible que quien la haya visto no recuerde. Bastaría decir pocas palabras, “la escena de la gorrita de golf”, para que estas personas sepan de qué estoy hablando. El héroe de la serie, Tony Soprano,  está cenando en un restaurante junto a su amigo Artie Bucco. Artie habla y Tony presta atención a un comensal que está sentado en el otro extremo hablando con una muchacha y que lleva puesta una gorra de béisbol. 

La cosa inquieta a Tony y se lo comenta a Artie. “Míralo a ése, ¿cómo puede llevar gorra en un buen restaurante como éste?” Artie está de acuerdo: es inadmisible, se han perdido los viejos valores. Tony quiere hablar de otra cosa, pero su atención vuelve a dirigirse al cretino con la gorra puesta. Tony se pone de pie y se dirige al sujeto y lo conmina: “Sácate la gorra”, a lo que el sujeto replica “¿Cómo dice?” Es lo que preguntaría cualquiera que no supiera quién es Tony Soprano, así que nadie lo culpa por eso, pero Tony agrega: “Aquí no venden panchos”,  y ahora sí el sujeto dice una estupidez inclasificable, algo así como “La gorra es mía y me la pongo donde quiero”, y esta vez Tony se limita a mirarlo, hasta que el tipo de la gorra accede a sacársela. Tony saluda y vuelve a su mesa.

Recordé esta escena el lunes cuando supe que el domingo pasado Emmanuel Carrère estuvo en el Teatro Parenti de Milán presentando la traducción italiana de su nueva novela, Propizio è avere ove recarsi, o sea Es propicio tener a dónde ir, frase que parece salida del I Ching y que precisamente salió del I Ching. La presentación consistió en una conversación del autor con el escritor Andrea Bajani y la traductora Sonia Folin. Las presentaciones de libros tienen carácter universal, no difieren mucho una presentación en Nueva York y una en Johannesburgo, del mismo modo que son universales los textos de contratapa, que parecen estar escritos siempre, en todo el mundo, por la misma persona. Es de creer que en algún momento los italianos se dignarán a hablar de la novela, porque hasta ahora lo que atrajo absolutamente su atención fueron los zapatos que llevaba puestos Carrère: un calzado completamente inadecuado para la ocasión, algo que en Italia se conoce con el nombre de clarks, y por extensión, los símil clarks, que nosotros conocemos con el más autóctono de “botitas de gamuza”, o más sencillamente “botita”, que no necesariamente debe ser de gamuza sino que puede ser también de cuero. Al parecer sólo la empresa británica Clarks es la que sigue fabricando esa porquería, pero hay imitaciones por todos lados. Y aunque aquí no suele ser un calzado que llame mucho la atención, en Italia es de uso prácticamente exclusivo de los ancianos sin ambiciones ni vanidades, que los compran para estar cómodos en casa –porque hasta los ancianos sin ambiciones ni vanidades se cuidan de usar esos zapatos en la calle.

Los italianos en general, pero los milaneses en particular, no se visten de cualquier modo. Una amiga de visita en Milán me dice: “Milán es una ciudad bastante fea, gris. Pero vi mucha gente muy emperifollada. Eso sí que es algo que no heredó la Argentina, donde todo el mundo se viste como el orto. Acá hasta en el pueblo más perdido se visten bien”. Es verdad: un mecánico de motos milanés se viste mejor que el gerente de un banco porteño o el director de un diario. Y no se trata de recursos: se trata de una relación distinta con la belleza. Porque quien se viste bien es solidario con el mundo que lo rodea. Pero también consigo mismo. Si Carrère no hubiese llevado esos zapatos horripilantes es probable que el domingo pasado, en Milán, los que asistieron al Teatro Parenti hubiesen podido prestar atención a lo que decía.

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