Lenin arengando a tropas del Ejército Rojo que se dirigían al frente polaco en Moscú, en 1920. A la derecha , viendo a la cámara, está León Trotski. |
Por David Priestland
“¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra!”. Recuerdo vívidamente el
fuerte sonido emitido por los serios soldados en uniforme gris al escuchar el
saludo de su comandante: “¡Felicidades por el 70 aniversario de la Gran
Revolución Socialista de Octubre!”.
Como estudiante de intercambio en Moscú en 1987,
había asistido a la calle Gorky esa fría mañana de noviembre para ver el
desfile militar en su camino hacia la Plaza Roja. Una fila de dignatarios
soviéticos y extranjeros reunidos presidía mientras los jóvenes soldados
rendían tributo en el Mausoleo de Lenin. Este aparentemente impresionante
despliegue buscaba mostrar la perdurable energía revolucionaria del comunismo y
su alcance internacional.
El líder soviético, Mijaíl Gorbachov, habló de un
movimiento vigorizado por los valores de 1917 ante una audiencia de líderes de
izquierda que incluía a Oliver Tambo del Congreso Nacional Africano y a Yasser
Arafat de la Organización para la Liberación de Palestina. Había banderines con
la proclamación del poeta Vladimir Mayakovsky: “¡Lenin vivió, Lenin vive, Lenin
vivirá para siempre!”.
El clamor tenía un dejo de falsedad, pues los
problemas económicos de la URSS eran obvios para todos, en especial para mis
amigos estudiantes rusos, que dependían para comer de las pobremente
aprovisionadas universidades. A pesar de eso, el sistema todavía parecía
tan sólido como el mármol del mausoleo. Igual que la mayoría de los
observadores, yo no habría creído que dos años después el comunismo estaría
derrumbándose, y cuatro después, la misma Unión Soviética habría caído.
Pronto, las opiniones populares sobre 1917
cambiaron del todo: el libre mercado parecía natural e inevitable, mientras que
los comunistas parecían destinados al “basurero de la historia” de León
Trotski. El orden liberal globalizado podría enfrentar desafíos, pero
provenientes del islamismo o el capitalismo de Estado chino, no de un
desacreditado marxismo.
Hoy, cuando se cumple el centenario de la
Revolución de Febrero —precuela del golpe de Estado de los bolcheviques en
noviembre dirigidos por Lenin— la historia ha dado un vuelco de nuevo. China y
Rusia despliegan símbolos de su herencia comunista para fortalecer
nacionalismos antiliberales; en Occidente, la confianza en el capitalismo de
libre mercado no se ha recuperado de la crisis financiera de 2008, y nuevas
fuerzas de la extrema derecha y la izquierda activista rivalizan por la
popularidad.
En Estados Unidos, la fuerza inesperada del
socialista independiente Bernie Sanders en la carrera democrática del año
pasado, y en España las victorias electorales del partido Podemos, dirigido por
un antiguo comunista, son señales de un resurgimiento común de la izquierda. En
el Reino Unido de 2015, el clásico de Marx y Engels, El manifiesto
comunista, fue un éxito de ventas.
Entonces ¿presencié el último hurra al comunismo
ese día en Moscú, o el comunismo remodelado para el siglo XXI está luchando por
nacer?
Hay pistas de una respuesta a esta compleja épica
secular, esta trama llena de comienzos falsos, casi muertes e impredecibles
resurgimientos.
Tomemos como ejemplo la vida de Semyon Kanatchikov.
Hijo de un antiguo siervo, dejó la pobreza rural por un empleo en una fábrica y
la emoción de la modernidad. Vigoroso y sociable, Kanatchikov se propuso
mejorarse a sí mismo con el libro The Self-Teacher of Dance and Good
Manners como guía. Una vez en Moscú, se unió a un círculo de discusión
socialista y, finalmente, al partido bolchevique.
La experiencia de Kanatchikov lo hizo receptivo a
las ideas revolucionarias: una aguda conciencia del abismo entre los ricos y
los pobres, una sensación de que el antiguo orden estaba bloqueando el
surgimiento de uno nuevo y un odio hacia el poder arbitrario. Los comunistas
ofrecían soluciones convincentes y muy claras. A diferencia de los liberales,
defendían la igualdad económica; en contraste con los anarquistas, abrazaban la
industria moderna y la planificación estatal; contrariamente a los socialistas
moderados, argumentaban que el cambio debía provenir de la lucha de clases
revolucionaria.
En la práctica, estos ideales eran difíciles de
combinar. Un Estado muy poderoso tendía a suprimir el crecimiento mientras
permitía el ascenso de nuevas élites, y la violencia de la Revolución traía
consigo la caza periódica de “enemigos”. Kanatchikov también se convirtió en
una víctima. Aunque se le habían otorgado nombramientos prestigiosos después de
la Revolución, su relación con Trostki, el archirrival de Stalin, tuvo como
consecuencia su degradación en 1926.
Para entonces, la apariencia del comunismo era
sombría. Las primeras flamas de la Revolución en Europa Central después de la
Primera Guerra Mundial se habían extinguido. La URSS se encontró aislada, y los
partidos comunistas de otros lugares eran pequeños y problemáticos. La
modernidad forjada en Estados Unidos en los años veinte fue descaradamente
consumista, no comunista.
Sin embargo, las fallas del liberalismo pronto
llegaron al rescate del comunismo. La caída de la Bolsa en 1929 y la depresión
económica que le siguió hicieron que las ideas socialistas de la igualdad y la
planeación estatal se vieran como una atractiva alternativa a la mano invisible
del mercado. La militancia comunista también surgió como una de las pocas
fuerzas políticas listas para resistir la amenaza del fascismo.
Incluso el nada prometedor terreno de Estados
Unidos, incompatible con el colectivismo y el socialismo ateo, se convirtió en
tierra fértil. Apoyados en el abandono por parte de Moscú en 1935 de su
doctrina sectaria a favor de una política de asistencia a los “frentes
populares”, los comunistas estadounidenses hicieron causa común con los
izquierdistas moderados en contra del fascismo. Al Richmond, un periodista de
Nueva York que trabajaba en The Daily Worker, evocaba el nuevo optimismo
mientras él y sus colegas pasaban las noches en un restaurante italiano
brindando por “la vida como era entonces, por esa época, sus portentos y
esperanzas, seguros de nuestras respuestas al ritmo de esos tiempos, pues en él
escuchábamos nuestro propio latir”.
Ese optimismo era compartido por un grupo selecto.
Víctima de las purgas de Stalin, Semyon Kanatchikov murió en un gulag en 1940.
Muchos estaban dispuestos a pasar por alto el
terror de Stalin en aras de la unidad antifascista. Sin embargo, la segunda ola
del comunismo a fines de los años treinta y principios de los cuarenta no
sobrevivió por mucho la derrota del fascismo. Al intensificarse la Guerra Fría,
la identificación del comunismo con el imperio soviético en Europa del Este
comprometió su afirmación de ser liberador. En Europa occidental, un
capitalismo regulado y reformado, alentado por Estados Unidos, proporcionaba
estándares de vida más altos y Estados que brindaban seguridad social. Las
economías planificadas que tenían sentido en tiempos de guerra eran menos aptas
para la paz.
No obstante, mientras el comunismo decaía en el
norte del mundo, en el sur crecía. Ahí, las promesas comunistas de una rápida
modernización dirigida por el Estado captaron la imaginación de muchos
nacionalistas anticoloniales. Fue aquí donde se expandió una tercera ola roja,
que arrancó en Asia del Este en los años cuarenta y en el sur poscolonial a
partir de finales de los sesenta.
Para Geng Changsuo, un chino que visitó una granja
colectiva modelo en Ucrania en 1925 —tres años después de que la guerrilla
comunista de Mao Zedong entrara a Pekín— el legado de 1917 todavía era potente.
Al sobrio dirigente campesino de Wugong, una aldea a unos 193 kilómetros al sur
de Pekín, el viaje lo transformó. De vuelta a su hogar, se rasuró la barba y el
bigote, donó su ropa occidental y se convirtió en un predicador de la colectivización
agrícola y el milagroso tractor.
La China revolucionaria solo afianzó la
determinación de Washington de contener al comunismo. Sin embargo, mientras
Estados Unidos peleaba su desastrosa guerra en Vietnam, una nueva generación de
nacionalistas marxistas surgió en el sur, atacando al “neoimperialismo” que
creían que sus mayores, los socialistas moderados, habían tolerado. La
Conferencia Tricontinental de La Habana en 1966, patrocinada por Cuba y a la
que asistieron socialistas africanos, latinoamericanos y asiáticos, introdujo
una nueva ola de revoluciones. Para 1980, los Estados marxistas-leninistas se
extendían de Afganistán a Angola, pasando por Yemen del Sur y Somalia.
Occidente también fue testigo de un renacimiento
marxista en los años sesenta, pero sus estudiantes radicales estaban en última
instancia más comprometidos con la autonomía individual, la democracia en la
vida diaria y el cosmopolitismo que con la disciplina leninista, la lucha de
clases y el poder del Estado. La carrera del alborotador estudiante alemán
Joschka Fischer es un ejemplo impactante: miembro de un grupo llamado Lucha
Revolucionaria que trató de inspirar una revuelta comunista entre los
trabajadores de la industria automotriz, luego se convirtió en el líder del
Partido Verde Alemán.
El surgimiento a partir de los últimos años de la
década de los setenta de un orden dirigido por Estados Unidos y dominado por
mercados globales, seguido por la caída del comunismo soviético a finales de
los ochenta, provocó una crisis entre la izquierda radical de todas partes.
Fischer, como muchos otros estudiantes de los sesenta, se adaptó al nuevo
mundo: como ministro alemán del Exterior, apoyó el bombardeo de Estados Unidos
en 1999 a Kósovo (contra las fuerzas del antiguo líder comunista serbio
Slobodan Milosevic) y respaldó los recortes a la seguridad social en Alemania
en 2003.
En el sur, el Fondo Monetario Internacional obligó
a los países poscomunistas endeudados a hacer reformas al mercado, y algunas
antiguas élites comunistas se convirtieron rápidamente al neoliberalismo. Ahora
solo queda un puñado de Estados comunistas de nombre: Corea del Norte y
Cuba, y los más capitalistas como China, Vietnam y Laos.
Hoy en día, cuando ha transcurrido más de un cuarto
de siglo desde la caída de la URSS, ¿es posible una cuarta reencarnación del
comunismo?
Un importante obstáculo es la división posterior a
los años sesenta entre una vieja izquierda que da prioridad a la igualdad
económica, y los herederos de Fischer, que subrayan los valores cosmopolitas,
las políticas de género y la multiculturalidad. Además, defender los intereses
de los desposeídos a escala global parece una tarea casi imposible. La crisis
de 2008 solo intensificó el dilema de la izquierda, creando una oportunidad
para que nacionalistas radicales como Donald Trump y Marine Le Pen exploten el
enojo en contra de la desigualdad económica en el norte mundial.
Estamos en el comienzo de un periodo de grandes
cambios económicos y turbulencia social. Ante la falla del altamente injusto y
tecnológico capitalismo para brindar suficientes empleos decentemente pagados,
los jóvenes pueden adoptar una agenda económica más radical. Una nueva
izquierda podría entonces tener éxito uniendo a los fracasados, tanto obreros
como profesionales, en el entorno del nuevo orden económico. Ya estamos viendo
exigencias de un Estado que redistribuya más.
Ideas como el salario base universal, con el que
los Países Bajos y Finlandia están experimentando, están más cerca del espíritu
de la visión de Marx de la capacidad del comunismo de satisfacer los deseos de
todos: “De cada uno según su capacidad, a cada uno según su necesidad”.
Esto está muy lejos de la Plaza Roja en 1987, y aún
más lejos de la toma del Palacio de Invierno de San Petersburgo en 1917. No
habrá un retorno al comunismo de los planes quinquenales y el Gulag. Sin
embargo, si hay algo que esta turbulenta historia nos enseña, es que “los
últimos hurras” pueden ser tan ilusorios como el “fin de una ideología”
predicho en los años cincuenta o el “fin de la historia” de Francis Fukuyama en
1989.
Lenin ya no vive, los viejos comunistas podrán
estar muertos, pero el sentido de injusticia que los animó está más vivo que
nunca.
© The New
York Times / Agensur.info con la debida autorización
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