Por Pablo Mendelevich |
Es cierto que la impactante concentración del sábado es la
primera de la historia políticamente huérfana, de origen silvestre, oficialista
y exitosa. Pero hay una novedad anterior, ni más ni menos que lo que convenció
a decenas de miles de personas de salir a la calle a defender a un gobierno que
no se los había pedido: los sectores golpistas perdieron la vergüenza.
Según la tradición histórica argentina, desestabilizar a un
gobierno constitucional o pretender su caída -militares aparte- es algo que si
se hace no se dice, a menos que se esté parado afuera del sistema (como en su
momento las guerrillas marxista y peronista, la izquierda radicalizada, ciertos
grupos conspirativos de ultraderecha). Que una corriente del peronismo como el
kirchnerismo, hace apenas seis años conquistadora de la mayoría absoluta del
electorado, hoy quiera conseguir la caída del gobierno constitucional que la
sucedió y dirija buena parte de su acción política hacia ese objetivo en forma
más o menos explícita, es algo inédito. El gobierno de Macri nunca terminó de
reaccionar con firmeza contra esta embestida golpista, extraña paradoja, mucho
más franca que aquellas que en el pasado dieron lugar a reacciones ampulosas de
varios presidentes (incluidos los Kirchner) frente a intrigas crípticas que no
se podían probar.
El discurso oficial de las últimas semanas evitaba
acreditarle a Cristina Kirchner en forma directa una intención golpista acaso
para sostenerla a la vez como potencial oponente electoral. Decía, por un lado,
que ella estaba movida por el progreso de las causas judiciales en su contra, y
por otro, que ella "quiere que fracase el cambio", acusación bifronte
algo confusa. Si bien se insinuaba la existencia de un objetivo
desestabilizador indigno y mezquino atado a las investigaciones judiciales por
la corrupción K, al atribuirle a la ex presidenta una postura conservadora
refractaria al "cambio" la jerarquizaba como una adversaria que, de
manera legítima, se opone a lo que el gobierno considera medular.
Pese a la ambigüedad oficial, la multitud al parecer
entendió el sábado que hay alguien en la Argentina que está poniendo a la
democracia en peligro. Los manifestantes no parecen haber estado pensando que
el problema se plantée a la altura de un Esteche, un Ferraresi o un D'Elía.
Todos los caminos conducen a Cristina Kirchner: el paro nacional apurado por
quienes corrieron del palco al triunvirato cegetista, ATE versión Yasky,
Baradel, Hebe de Bonafini, los organismos de derechos humanos, la
reivindicación provocadora del ERP y Montoneros, los cánticos de La Cámpora, el
discurso peronista impregnado de alusiones al hambre (en consonancia con el
kirchnerismo que habla de hambre planificado), la ciudad sitiada por cortes.
Quizás en forma aislada nada califique como golpista, pero el conjunto, de
aspecto sincronizado, sí. Los piquetes fueron determinantes, porque no son
palabras, no se requiere ninguna destreza en el análisis político para percibir
allí, sobre todo cuando se está de rehén, la quintaesencia de la
obstaculización. Un piquete es un palo en la rueda casi literal.
Siempre movimientista y multifacético, el peronismo en
conjunto mira para el costado, como si las bravatas de su vertiente de origen
santacruceño no existieran. Actúa como si nadie cantara en sus narices (y en
algunos de sus actos compartidos) "Macri, basura, vos sos la
dictadura". Finge no recordar que paros nacionales, huelgas salvajes y
planes de lucha superpuestos precedieron a los desalojos de los presidentes
Frondizi e Illia y a la renuncia anticipada de Alfonsín (adosados, es cierto, a
desmanejos propios, de los cuales tampoco ahora estamos exentos ni lo estuvimos
con los presidentes peronistas).
Sobran antecedentes de climas articulados funcionales a
golpes de estado luego nominados -al menos hasta 1983- por las Fuerzas Armadas.
Gran aporte del revisionismo kirchnerista a la historiografía: su liturgia
exige ahora hablar de golpes cívico militares, chocolate por la noticia. Eso
sí, incluyeron lo cívico para subrayar el papel de cierto empresariado y buena
parte de la Iglesia en 1976, no para recordar cómo ayudó Perón (en su condición
de líder en el exilio) a desgastar a Frondizi, a quien primero le tercerizó los
votos; por qué Perón mismo celebró la caída de Illia, al que calificó de
tremendo corrupto; qué hacía Vandor en la jura de Onganía; qué vínculo amasaron
el gobernador peronista Victorio Calabró y Videla. Más otros cuantos fotogramas
borrosos -o borrados- de la película que siempre se pasa.
El golpismo, como issue, merodea aquí y ahora. Pero si uno
entra a la página del Partido Justicialista se tranquiliza. Casualmente al
reportarse la reunión del Consejo Nacional del martes pasado, dice: "Los
conejeros (se cree que quisieron poner consejeros, pero por lo que sigue bien
podría tratarse de conejeros y de magos) del Justicialismo Nacional
manifestaron que el Peronismo siempre respetó los principios republicanos y
nunca en su historia fue conspirador contra un gobierno democrático, muy por el
contrario, fue el que siempre acudió en las crisis institucionales a colaborar,
de manera democrática, con la solución de los conflictos". Interesante
aclaración. ¿Quién preguntó?
Esto sin haber mencionado hasta aquí el modelo de la caída
de De la Rua, que por algo no tiene nombre: se le dice 2001. No hay consenso
sobre las dosis en las que se mezclaron entonces la impericia del presidente,
la explosión de esa bomba de tiempo que era el uno a uno, la crisis de la
coalición gubernamental, la crisis de representación, la apuesta de importantes
sectores políticos al fracaso y una asonada popular fogoneada por dirigentes
peronistas territoriales entrenados en el arte de desestabilizar. Tantas veces
meneado por los Kirchner en sus arengas profilácticas, el 2001 hoy vuelve
revalidado con ansias de una pronta reedición en las imaginativas mentes del
kirchnerismo residual, que tal vez tengan para después renovadas soluciones
kirchneristas.
Quienes califican al político más votado en las últimas
elecciones -el presidente que debe gobernar hasta 2019- de execrable (con
sinónimos suburbanos), para nada se sienten obligados a explicar qué sería, en
su opinión, una democracia. ¿Venezuela, el telón de fondo donde justo ahora se
proyecta la película que acá nos perdimos?
La resistencia es en las calles, repiten. La describen
genuina, heroica, eterna, mientras torean al gobierno para que la represión que
ellos hace rato vienen denunciando deje de ser holográfica. Hebe de Bonafini,
en cuyo fanatismo jactancioso confluyen el kirchnerismo y la izquierda
radicalizada, gasta los últimos cartuchos de su inmunidad victimológica para
lanzar (caben aquí las dos acepciones del verbo) la novedad revolucionaria de
la hora: "basta de ser democráticos para ser buenitos". Vaya
elocuencia. Cristina se inspira, tuitea frenética, pero sólo se le ocurren
cosas sobre Macri.
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