martes, 4 de abril de 2017

Lo nuevo no es la manifestación silvestre sino el golpismo explícito

Por Pablo Mendelevich
Es cierto que la impactante concentración del sábado es la primera de la historia políticamente huérfana, de origen silvestre, oficialista y exitosa. Pero hay una novedad anterior, ni más ni menos que lo que convenció a decenas de miles de personas de salir a la calle a defender a un gobierno que no se los había pedido: los sectores golpistas perdieron la vergüenza.

Según la tradición histórica argentina, desestabilizar a un gobierno constitucional o pretender su caída -militares aparte- es algo que si se hace no se dice, a menos que se esté parado afuera del sistema (como en su momento las guerrillas marxista y peronista, la izquierda radicalizada, ciertos grupos conspirativos de ultraderecha). Que una corriente del peronismo como el kirchnerismo, hace apenas seis años conquistadora de la mayoría absoluta del electorado, hoy quiera conseguir la caída del gobierno constitucional que la sucedió y dirija buena parte de su acción política hacia ese objetivo en forma más o menos explícita, es algo inédito. El gobierno de Macri nunca terminó de reaccionar con firmeza contra esta embestida golpista, extraña paradoja, mucho más franca que aquellas que en el pasado dieron lugar a reacciones ampulosas de varios presidentes (incluidos los Kirchner) frente a intrigas crípticas que no se podían probar.

El discurso oficial de las últimas semanas evitaba acreditarle a Cristina Kirchner en forma directa una intención golpista acaso para sostenerla a la vez como potencial oponente electoral. Decía, por un lado, que ella estaba movida por el progreso de las causas judiciales en su contra, y por otro, que ella "quiere que fracase el cambio", acusación bifronte algo confusa. Si bien se insinuaba la existencia de un objetivo desestabilizador indigno y mezquino atado a las investigaciones judiciales por la corrupción K, al atribuirle a la ex presidenta una postura conservadora refractaria al "cambio" la jerarquizaba como una adversaria que, de manera legítima, se opone a lo que el gobierno considera medular.

Pese a la ambigüedad oficial, la multitud al parecer entendió el sábado que hay alguien en la Argentina que está poniendo a la democracia en peligro. Los manifestantes no parecen haber estado pensando que el problema se plantée a la altura de un Esteche, un Ferraresi o un D'Elía. Todos los caminos conducen a Cristina Kirchner: el paro nacional apurado por quienes corrieron del palco al triunvirato cegetista, ATE versión Yasky, Baradel, Hebe de Bonafini, los organismos de derechos humanos, la reivindicación provocadora del ERP y Montoneros, los cánticos de La Cámpora, el discurso peronista impregnado de alusiones al hambre (en consonancia con el kirchnerismo que habla de hambre planificado), la ciudad sitiada por cortes. Quizás en forma aislada nada califique como golpista, pero el conjunto, de aspecto sincronizado, sí. Los piquetes fueron determinantes, porque no son palabras, no se requiere ninguna destreza en el análisis político para percibir allí, sobre todo cuando se está de rehén, la quintaesencia de la obstaculización. Un piquete es un palo en la rueda casi literal.

Siempre movimientista y multifacético, el peronismo en conjunto mira para el costado, como si las bravatas de su vertiente de origen santacruceño no existieran. Actúa como si nadie cantara en sus narices (y en algunos de sus actos compartidos) "Macri, basura, vos sos la dictadura". Finge no recordar que paros nacionales, huelgas salvajes y planes de lucha superpuestos precedieron a los desalojos de los presidentes Frondizi e Illia y a la renuncia anticipada de Alfonsín (adosados, es cierto, a desmanejos propios, de los cuales tampoco ahora estamos exentos ni lo estuvimos con los presidentes peronistas).

Sobran antecedentes de climas articulados funcionales a golpes de estado luego nominados -al menos hasta 1983- por las Fuerzas Armadas. Gran aporte del revisionismo kirchnerista a la historiografía: su liturgia exige ahora hablar de golpes cívico militares, chocolate por la noticia. Eso sí, incluyeron lo cívico para subrayar el papel de cierto empresariado y buena parte de la Iglesia en 1976, no para recordar cómo ayudó Perón (en su condición de líder en el exilio) a desgastar a Frondizi, a quien primero le tercerizó los votos; por qué Perón mismo celebró la caída de Illia, al que calificó de tremendo corrupto; qué hacía Vandor en la jura de Onganía; qué vínculo amasaron el gobernador peronista Victorio Calabró y Videla. Más otros cuantos fotogramas borrosos -o borrados- de la película que siempre se pasa.

El golpismo, como issue, merodea aquí y ahora. Pero si uno entra a la página del Partido Justicialista se tranquiliza. Casualmente al reportarse la reunión del Consejo Nacional del martes pasado, dice: "Los conejeros (se cree que quisieron poner consejeros, pero por lo que sigue bien podría tratarse de conejeros y de magos) del Justicialismo Nacional manifestaron que el Peronismo siempre respetó los principios republicanos y nunca en su historia fue conspirador contra un gobierno democrático, muy por el contrario, fue el que siempre acudió en las crisis institucionales a colaborar, de manera democrática, con la solución de los conflictos". Interesante aclaración. ¿Quién preguntó?

Esto sin haber mencionado hasta aquí el modelo de la caída de De la Rua, que por algo no tiene nombre: se le dice 2001. No hay consenso sobre las dosis en las que se mezclaron entonces la impericia del presidente, la explosión de esa bomba de tiempo que era el uno a uno, la crisis de la coalición gubernamental, la crisis de representación, la apuesta de importantes sectores políticos al fracaso y una asonada popular fogoneada por dirigentes peronistas territoriales entrenados en el arte de desestabilizar. Tantas veces meneado por los Kirchner en sus arengas profilácticas, el 2001 hoy vuelve revalidado con ansias de una pronta reedición en las imaginativas mentes del kirchnerismo residual, que tal vez tengan para después renovadas soluciones kirchneristas.

Quienes califican al político más votado en las últimas elecciones -el presidente que debe gobernar hasta 2019- de execrable (con sinónimos suburbanos), para nada se sienten obligados a explicar qué sería, en su opinión, una democracia. ¿Venezuela, el telón de fondo donde justo ahora se proyecta la película que acá nos perdimos?

La resistencia es en las calles, repiten. La describen genuina, heroica, eterna, mientras torean al gobierno para que la represión que ellos hace rato vienen denunciando deje de ser holográfica. Hebe de Bonafini, en cuyo fanatismo jactancioso confluyen el kirchnerismo y la izquierda radicalizada, gasta los últimos cartuchos de su inmunidad victimológica para lanzar (caben aquí las dos acepciones del verbo) la novedad revolucionaria de la hora: "basta de ser democráticos para ser buenitos". Vaya elocuencia. Cristina se inspira, tuitea frenética, pero sólo se le ocurren cosas sobre Macri.

© La Nación

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