domingo, 9 de abril de 2017

La vieja corporación peronista, ante un desafío nuevo

Por Jorge Fernández Díaz
Entre los muchos asombros de la semana, tal vez el más grande de todos haya sido ese hito tecnológico: la vieja corporación peronista fue enfrentada por sombras multitudinarias autogobernadas desde la Web y sin referentes políticos, que llenaron plazas y avenidas, le arrebataron el monopolio de la calle, y luego organizaron en las redes sociales exitosas vacunas contra su primera huelga general. 

La culminación simbólica de esa eficaz resistencia cívica sucedió cuando la santísima trinidad de la CGT se sintió obligada a responder las críticas de un cineasta que había liderado la movida digital a miles y miles de kilómetros de distancia, mientras filmaba una serie de ciencia ficción. "Campanella está mirando la película equivocada", ensayó Daer en el atril, frase para la antología de la historia gremial argentina. El grito "Yo no paro" fue tendencia mundial en Twitter, más de cuatro millones de ciudadanos operaron desde tablets y teléfonos inteligentes, y confirmaron así una nueva territorialidad. A esto se agregaron otros acontecimientos de rápida viralización: una patota sindical conducida por un dirigente del PJ bloqueó una estación de servicio de Lomas de Zamora, pero quedó expuesta por una grabación tomada desde un simple celular, y a uno de los triunviros no le quedó entonces más chance que salir a apagar el incendio y pedir disculpas. Un teléfono similar expuso la asamblea del Sindicato de Peones de Taxis y transformó a Omar Viviani en una estrella de los medios y de Internet por su amenaza de "dar vuelta los coches": el tristemente célebre anduvo rogando el perdón y ofreciendo a los jueces realizar conmovedoras tareas comunitarias. La marcha del sábado se hizo "a pesar" del Gobierno, pero lo cierto es que le inyectó una fuerte autoestima sin la que quizá no se hubiera atrevido a despejar la Panamericana y hacer por primera vez efectivo el protocolo antipiquetes. La activa y anónima oposición al paro general no evitó la protesta, pero la licuó; el oficialismo obtuvo ese día un empate valioso, algo equivalente a jugar un partido en la altura y sacar un cero a cero en La Paz.

Los ignotos protagonistas de este verdadero contrataque desafían los saberes de dirigentes y periodistas clásicos, porque no los conduce nadie, porque se autoconvocan con la velocidad del rayo y porque la mayor parte de ellos actúa desde una cierta orfandad partidaria. Los dispositivos tecnológicos iluminan y denuncian las zonas oscuras de la Cosa Nostra y de la prepotencia, y les dan voz a las mayorías silenciosas e independientes. Los manifestantes del 1A son una pequeña metáfora de esos trece millones de personas que votaron por la normalización de la república, aún sin tener en cuenta los altos costos que eso implicaría. También dos o tres millones votaron a Scioli con el mismo sentido, creyendo que era posible enderezar el barco desde las propias entrañas del partido hegemónico. En ese grupo gigantesco, integrado por unos y otros, hay fanáticos y simpatizantes de Cambiemos, pero también resignados, decepcionados, críticos y furiosos. Lo cierto, no obstante, es que coexisten millones de personas cuya aspiración consiste en tener por fin "un país normal", entendiendo por tal un sistema democrático y republicano, con un capitalismo vigoroso que genere empleo y progreso a la manera de las grandes naciones de Occidente. El populismo desdeña esta posibilidad tachando cualquier intento de "neoliberal" y recordando que el Estado de Bienestar de esos países ejemplares se encuentra en crisis. No explica, sin embargo, dónde podemos hallar el maravilloso modelo alternativo: ¿la Venezuela descangallada, la autocracia rusa, el feudo incendiado de Santa Cruz? No les queda ni el Partido Comunista chino, puesto que los herederos de Mao están liderando hoy la globalización.

Para ese enorme conjunto de argentinos modernos, Cambiemos puede ser un instrumento (incluso muy falible y hasta detestable), pero lo que ya no se tolera es que la corporación dominante de la política y el sindicalismo le tienda una vez más la zancadilla a un gobierno no peronista, despliegue su coacción, convierta Buenos Aires en Kosovo y lo obligue a tomarse el helicóptero.

El actor Oscar Martínez, otro de los adherentes notables de la marcha, tiene una frase dura pero lúcida: "El peronismo ya no es un sentimiento. Es un resentimiento". ¿Y qué resienten los restos del movimiento de Perón? Que se rompa por fin la idea de que sólo el peronismo puede gobernar, piedra basal de un anómalo sistema de partido único que hundió a la Argentina en su actual decadencia e inequidad, pero que proporcionó a sus caciques y capitanejos un provechoso modus vivendi: los convirtió de hecho en una casta de magnates que tiembla por la abstinencia del poder, que echa espuma por la boca y que lucha por el statu quo. No hay nada más conservador que un peronista; hoy nadie tiene tantos privilegios que conservar. Si los 24 años de peronismo hubieran significado un avance consistente de la Argentina, si su prometido rol de fuerza democratizadora en lo económico y social se hubiera verdaderamente cumplido, si hubiera sido capaz de mantener su templanza centrista y no se hubiera bandeado a izquierda y derecha, hoy no estaría siendo tan cuestionado por muchos de sus propios seguidores. A la vista de los resultados, con un cuarto de siglo como muestra cabal, el peronismo nos traicionó. Y por primera vez se escucha esta impresión dentro de la mismísima comunidad peronista.

Salvo Cristina Kirchner, la instigadora principal del paro contra Macri, los demás actores son piantavotos: casi todos los talibanes del kirchnerismo, los encapuchados que usan palos y difunden que existen condiciones prerrevolucionarias, y finalmente los burócratas gremiales de lista única que viven en mansiones, se manejan en autos de alta gama con vidrios polarizados y son protegidos por patovicas de armas tomar. Pero esa corporación está compuesta también por empresarios que entran en sus negociados y por otras especies colonizadas por tantos años de justicialismo explícito. Estamos hablando de un entramado económico y cultural, muy amplio y poco escrupuloso. Va un dato ilustrativo: según una reciente encuesta, el 60% de los que quieren volver a votar a la Pasionaria del Calafate cree que ella es corrupta. Y no le importa.

Frente al terrible cerco de marzo y a la repulsa popular que despertó, el Gobierno parece haber recuperado el tono, como si los hombres del Presidente hubieran decidido por fin enfrentar el bullying. Ese cambio fundamental puede verificarse en la arenga del propio jefe de Estado: "O los mafiosos van presos o nos voltean". La aseveración se hace cargo del dramatismo de la hora, pero también de esa hidra mafiosa de mil cabezas que somete y avasalla, y que cubre todos los espacios: desde la policía y la Justicia hasta el sindicalismo, el empresariado y la propia administración pública. Un país trucho y corrupto que se atrinchera y no está dispuesto a modificar sus conductas. Y que disfraza sus lobbies bajo la coartada del nacionalismo o de la sensibilidad social, cuando en verdad se trata solamente de prosaicas batallas por el queso. Gobernar hoy implica entender que esos poderes ocultos y corporativos, prebendarios y extorsionadores no descansarán hasta que la perestroika fracase. También que su derrota o reconversión sólo se podrá conseguir si los argentinos acompañan y si la economía inclusiva realmente triunfa. Algo que está por verse.

© La Nación

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