Por Jorge Fernández Díaz |
Entre los muchos asombros de la semana, tal vez el
más grande de todos haya sido ese hito tecnológico: la vieja corporación
peronista fue enfrentada por sombras multitudinarias autogobernadas desde la
Web y sin referentes políticos, que llenaron plazas y avenidas, le arrebataron
el monopolio de la calle, y luego organizaron en las redes sociales exitosas
vacunas contra su primera huelga general.
La culminación simbólica de esa
eficaz resistencia cívica sucedió cuando la santísima trinidad de la CGT se sintió
obligada a responder las críticas de un cineasta que había liderado la movida
digital a miles y miles de kilómetros de distancia, mientras filmaba una serie
de ciencia ficción. "Campanella está mirando la película equivocada",
ensayó Daer en el atril, frase para la antología de la historia gremial
argentina. El grito "Yo no paro" fue tendencia mundial en Twitter,
más de cuatro millones de ciudadanos operaron desde tablets y teléfonos
inteligentes, y confirmaron así una nueva territorialidad. A esto se agregaron
otros acontecimientos de rápida viralización: una patota sindical conducida por
un dirigente del PJ bloqueó una estación de servicio de Lomas de Zamora, pero
quedó expuesta por una grabación tomada desde un simple celular, y a uno de los
triunviros no le quedó entonces más chance que salir a apagar el incendio y
pedir disculpas. Un teléfono similar expuso la asamblea del Sindicato de Peones
de Taxis y transformó a Omar Viviani en una estrella de los medios y de
Internet por su amenaza de "dar vuelta los coches": el tristemente
célebre anduvo rogando el perdón y ofreciendo a los jueces realizar
conmovedoras tareas comunitarias. La marcha del sábado se hizo "a
pesar" del Gobierno, pero lo cierto es que le inyectó una fuerte
autoestima sin la que quizá no se hubiera atrevido a despejar la Panamericana y
hacer por primera vez efectivo el protocolo antipiquetes. La activa y anónima
oposición al paro general no evitó la protesta, pero la licuó; el oficialismo
obtuvo ese día un empate valioso, algo equivalente a jugar un partido en la
altura y sacar un cero a cero en La Paz.
Los ignotos protagonistas de este verdadero
contrataque desafían los saberes de dirigentes y periodistas clásicos, porque
no los conduce nadie, porque se autoconvocan con la velocidad del rayo y porque
la mayor parte de ellos actúa desde una cierta orfandad partidaria. Los
dispositivos tecnológicos iluminan y denuncian las zonas oscuras de la Cosa
Nostra y de la prepotencia, y les dan voz a las mayorías silenciosas e
independientes. Los manifestantes del 1A son una pequeña metáfora de esos trece
millones de personas que votaron por la normalización de la república, aún sin
tener en cuenta los altos costos que eso implicaría. También dos o tres
millones votaron a Scioli con el mismo sentido, creyendo que era posible
enderezar el barco desde las propias entrañas del partido hegemónico. En ese
grupo gigantesco, integrado por unos y otros, hay fanáticos y simpatizantes de
Cambiemos, pero también resignados, decepcionados, críticos y furiosos. Lo cierto,
no obstante, es que coexisten millones de personas cuya aspiración consiste en
tener por fin "un país normal", entendiendo por tal un sistema
democrático y republicano, con un capitalismo vigoroso que genere empleo y
progreso a la manera de las grandes naciones de Occidente. El populismo desdeña
esta posibilidad tachando cualquier intento de "neoliberal" y
recordando que el Estado de Bienestar de esos países ejemplares se encuentra en
crisis. No explica, sin embargo, dónde podemos hallar el maravilloso modelo
alternativo: ¿la Venezuela descangallada, la autocracia rusa, el feudo
incendiado de Santa Cruz? No les queda ni el Partido Comunista chino, puesto
que los herederos de Mao están liderando hoy la globalización.
Para ese enorme conjunto de argentinos modernos,
Cambiemos puede ser un instrumento (incluso muy falible y hasta detestable),
pero lo que ya no se tolera es que la corporación dominante de la política y el
sindicalismo le tienda una vez más la zancadilla a un gobierno no peronista,
despliegue su coacción, convierta Buenos Aires en Kosovo y lo obligue a tomarse
el helicóptero.
El actor Oscar Martínez, otro de los adherentes
notables de la marcha, tiene una frase dura pero lúcida: "El peronismo ya
no es un sentimiento. Es un resentimiento". ¿Y qué resienten los restos
del movimiento de Perón? Que se rompa por fin la idea de que sólo el peronismo
puede gobernar, piedra basal de un anómalo sistema de partido único que hundió
a la Argentina en su actual decadencia e inequidad, pero que proporcionó a sus
caciques y capitanejos un provechoso modus vivendi: los convirtió
de hecho en una casta de magnates que tiembla por la abstinencia del poder, que
echa espuma por la boca y que lucha por el statu quo. No hay nada más
conservador que un peronista; hoy nadie tiene tantos privilegios que conservar.
Si los 24 años de peronismo hubieran significado un avance consistente de la
Argentina, si su prometido rol de fuerza democratizadora en lo económico y
social se hubiera verdaderamente cumplido, si hubiera sido capaz de mantener su
templanza centrista y no se hubiera bandeado a izquierda y derecha, hoy no
estaría siendo tan cuestionado por muchos de sus propios seguidores. A la vista
de los resultados, con un cuarto de siglo como muestra cabal, el peronismo nos
traicionó. Y por primera vez se escucha esta impresión dentro de la mismísima
comunidad peronista.
Salvo Cristina Kirchner, la instigadora principal
del paro contra Macri, los demás actores son piantavotos: casi todos los
talibanes del kirchnerismo, los encapuchados que usan palos y difunden que
existen condiciones prerrevolucionarias, y finalmente los burócratas gremiales
de lista única que viven en mansiones, se manejan en autos de alta gama con
vidrios polarizados y son protegidos por patovicas de armas tomar. Pero esa
corporación está compuesta también por empresarios que entran en sus negociados
y por otras especies colonizadas por tantos años de justicialismo explícito.
Estamos hablando de un entramado económico y cultural, muy amplio y poco escrupuloso.
Va un dato ilustrativo: según una reciente encuesta, el 60% de los que quieren
volver a votar a la Pasionaria del Calafate cree que ella es corrupta. Y no le
importa.
Frente al terrible cerco de marzo y a la repulsa
popular que despertó, el Gobierno parece haber recuperado el tono, como si los
hombres del Presidente hubieran decidido por fin enfrentar el bullying.
Ese cambio fundamental puede verificarse en la arenga del propio jefe de
Estado: "O los mafiosos van presos o nos voltean". La aseveración se
hace cargo del dramatismo de la hora, pero también de esa hidra mafiosa de mil
cabezas que somete y avasalla, y que cubre todos los espacios: desde la policía
y la Justicia hasta el sindicalismo, el empresariado y la propia administración
pública. Un país trucho y corrupto que se atrinchera y no está dispuesto a
modificar sus conductas. Y que disfraza sus lobbies bajo la coartada del
nacionalismo o de la sensibilidad social, cuando en verdad se trata solamente
de prosaicas batallas por el queso. Gobernar hoy implica entender que esos
poderes ocultos y corporativos, prebendarios y extorsionadores no descansarán
hasta que la perestroika fracase. También que su derrota o reconversión sólo se
podrá conseguir si los argentinos acompañan y si la economía inclusiva
realmente triunfa. Algo que está por verse.
© La Nación
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