Bob Dylan en Estados Unidos y Víctor Manuel en España, son dos cantautores considerados "poetas". Pero, ¿son en verdad poetas? |
Por David Torres
Una de las peores plagas que me tocó sufrir en
la adolescencia y la juventud fueron los cantautores. Yo, que adoraba el rock
sinfónico, el jazz y la música clásica, entre los cantautores en los setenta y
la Movida en los ochenta pensé qué ser sordo tampoco estaba tan mal. Pero la
Movida, al menos en sus primeros momentos, no pretendía cambiar el mundo ni
transformar la realidad ni denunciar nada, sino sólo pasar un buen rato.
Con
los cantautores, en cambio, no podías discutir porque ellos estaban
comprometidos, tenían conciencia social y toda la pesca -aunque luego te
enterabas de que, en su primer disco, Víctor Manuel le había dedicado
una canción a Franco.
Coartadas ideológicas aparte, el problema era el
modo en que pretendían venderte la moto de que un cantautor es la suma de un
músico y un poeta, cuando la verdad es que al final la suma da más bien de una
resta. Con la concesión del Premio Nobel de Literatura a Bob Dylan la
Academia Sueca ha certificado esa creencia, que podrá discutirse todo lo que
quiera, pero que ya no tiene vuelta de hoja. No tengo ningún reparo en
reconocer que ciertos cantautores (el propio Dylan, Cohen, Silvio,
Serrat, Brassens) son poetas. Sin embargo, convengamos en que en
la inmensa mayoría de sus textos el poema pierde mucha de su gracia si no lo
acompaña la música. A veces no, a veces no pierde mucha: la pierde toda. Otra
cosa muy distinta es la barbaridad puesta en letras de molde sobre que Bob
Dylan es el mayor poeta vivo en lengua inglesa. Esa gente ¿sabe lo que dice?
¿Habrá leído a John Ashbery, a Sharon Olds, a Brian Patten?
Como toda situación es susceptible de empeorar,
tenía que llegar el día en que ciertos cantautores decidieran prescindir de la
guitarra, que buena falta les hace, y lanzarse al ruedo del verso libre, que
para eso es libre y es ruedo. Al fin y al cabo, algunos cantautores llegaron
hasta la música por pura honestidad artística, por la imposibilidad de sostener
el lenguaje en equilibrio sin la ayuda de seis cuerdas. Así Leonard Cohen
publicó varios poemarios antes de acometer la canción y siempre confesó su
devoción por Lorca, entre otros muchos poetas; así Serrat o Ibáñez
musicaron a algunos de los grandes nombres de la lírica española: Machado,
Hernández, Quevedo, Góngora, Alberti, Blas de
Otero.
No obstante, la oleada de marketing poético que
invade librerías y redes sociales tiene, creo yo, bastante poco que ver con
esto. De repente, unos cuantos poetas jóvenes y no tan jóvenes han conseguido
docenas de miles de lectores, dan recitales multitudinarios y algunos -algo
impensable en España- hasta cobran entrada. Muchos de ellos –Marwan es
el ejemplo más claro- son cantautores que han decidido prescindir de la música
y mostrar sus versos al desnudo. Parece que casi se ha cumplido aquella
profecía que le oí a una poetisa en los años noventa: “Llegará un día en que la
poesía llenará estadios de fútbol”.
La plaga todavía no llega a tanto, pero los
versos que yo he leído de estos nuevos valores no andan muy lejos de los
berridos de los forofos en el campo o de las ocurrencias cursis que se
encuentran a menudo en las puertas de los servicios públicos. Personalmente no
tengo ningún problema en que alguien emborrone una cuartilla con renglones en
lugar de usar la puerta de un retrete. Cada uno es muy libre de aporrear el
piano, aunque no tenga ni idea de tocarlo. Pero el argumento democrático, el
hecho de que algo lo disfruten cien mil personas en lugar de una docena, no
significa nada en cuestiones de estética: un cuarteto de Bela-Bartok o
una balada de John Coltrane son intrínsecamente superiores a la última
canción de éxito radiada a los cuatro vientos. De otro modo, McDonald’s y
Burger King serían los mejores restaurantes del mundo.
El otro día paseaba por la Cuesta de Moyano y me
llamó la atención un libraco enorme, un volumen de lujo, quizá el primer tomo
de poesía que yo haya visto editado por la editorial Planeta. Era una colección
de poemas de Mónica Carrillo, la presentadora de televisión que
últimamente ha decidido emprender una carrera de novelista. Se me ocurrió abrir
el libro y no debí hacerlo: daba vergüenza ajena y debería darla también
propia. Todo el mundo puede escribir lo que le dé la gana en su casa, pero
resulta sencillamente penoso que un profesional de la edición haya corregido,
publicado y puesto a la venta tal colección de obviedades, ñoñerías y
ridiculeces. No digamos ya comprarlo y leerlo, no digamos ya compartirlo en
internet, como si semejantes chorradas fuesen epigramas al estilo de Wilde
o sentencias de Pessoa. Son, en el mejor de los casos, cosas que escribe
un chaval cuando todavía no ha leído mucho y todavía no sabe lo que es un
poema, los bocetos de un aspirante a pintor cuando ni siquiera ha aprendido a
dibujar, los ejercicios de digitación de un estudiante en el primer año de
sumergirse en el teclado.
Sin embargo, la poesía tenía que hacerse
rentable también, como la música, como la novela; llegó el momento de fichar a
estrellas del pop y a caretos televisivos para vender cientos de miles de
poemas. Es la poesía pop, que no es exactamente poesía popular, sino comercial.
Es decir, todo lo contrario. No se veía nada igual desde que Piero Manzoni
empaquetó su mierda en unas cuantas latas y empezó a venderlas con una
advertencia que también era un poema: “Mierda de artista”.
Muchos de estos juglares superventas se
enorgullecen de practicar una poesía clara, sencilla, transparente, que llega a
todo el mundo. Como si fuera sencillo hacer un poema sencillo, como si no fuese
igual de complicado que escribir una novela, como si estuviese tirado escribir
como escribieron en su día, por ejemplo, Lope de Vega, Wislawa
Szymborska o Ángel González. Algunos critican a poetas oscuros,
barrocos, herméticos, difíciles, casi imposibles de leer. Góngora, John
Ashbery, por citar dos ya citados; Lezama Lima, Wallace Stevens,
para que sean cuatro. Sin embargo, lo malo de la poesía que ellos practican no
es que no se entienda nada: es que se entiende todo demasiado bien.
©
Cuarto Poder (España)
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