Por Jorge Fernández Díaz |
El comandante, vestido con su impecable uniforme
militar, observaba en Beirut las prácticas de sus subordinados mientras un
asistente lo protegía de la llovizna con un paraguas. Perspicaz como pocos,
después de haber apostado por el golpe y creer que a lo sumo Videla sería como
Lanusse, el comandante Mario Eduardo Firmenich tenía por seguro ahora que la
dictadura más oscura de nuestra historia se estaba viniendo abajo: las masas
sólo esperaban un chispazo para alzarse contra el régimen; es por eso que durante
el Mundial del 78 ordenó a sus agentes que realizaran audaces interferencias
televisivas en territorio argentino: un video grabado donde el comandante se
dirigía a los desposeídos llamándolos a la acción con la marchita de fondo. Que
los desposeídos miraban con irritación o indiferencia.
También, por eso, estaba
preparando la Contraofensiva, desastrosa operación según la cual la conducción
del Ejército Montonero se quedaba en la confortable retaguardia y disponía que
cientos de militantes salvados por un pelo de las torturas y la ejecución
regresaran a la boca del lobo: venían a hacer la revolución inminente, cuando
en realidad los estaban mandando al matadero. La imagen de ese comandante
detestado por Perón y protegido por el paraguas de un asistente que parodiaba a
Rucci, pinta una cultura.
Pensé mucho en esas imágenes surgidas de Fuimos
soldados, otro inquietante libro del historiador Marcelo Larraquy, al
repasar en detalle el documento leído en Plaza de Mayo, y luego de escuchar los
elogios a la gesta montonera que añadió Oscar Parrilli en nombre de su patrona,
para que no hubiera equívoco alguno. El kirchnerismo, finalmente, bajó el
cuadro de Videla y subió el cuadro de Firmenich. Fue un hito histórico:
organismos humanitarios reivindicando organizaciones armadas que sacralizaron
el crimen político y conspiraron contra la democracia. Organismos ecuménicos
asumiendo su nuevo rol partidario y explicando implícitamente que ERP y
Montoneros tenían razón. "Con el cráneo de Aramburu vamos a hacer un cenicero;
para que apaguen sus puchos, los comandantes montoneros", se oye en la
niebla de la memoria. "Oy, oy, oy, qué contento que estoy; aquí están los
montoneros que mataron a Mor Roig". Narcisismo revolucionario, elitismo
militar, sanguinolento folklore, imaginería heroica y martirio: esas son las
palabras con las que describía aquel fenómeno el ensayista Pablo Giussani.
Alrededor de 1980 los organismos de derechos
humanos le pidieron a la conducción que cesaran los tardíos atentados porque
entorpecían el reclamo compasivo y universal por los desaparecidos. Los
"combatientes" perdieron entonces su condición de tales y se
transformaron en meros "militantes". Había que dejar sin el mínimo de
sus argumentos falaces a quienes perpetraban el plan sistemático de aniquilación,
a los terroristas de Estado. Y por más que se trató de una abyecta cacería, no
convenía en esos momentos recordarle a la opinión pública que muchas de las
víctimas se consideraban "soldados" de guerrillas que se
autodenominaban "ejércitos", algo que de ninguna manera hubiera
exculpado a sus siniestros perseguidores ilegales.
La batalla contra el silencio y la "historia
oficial" de los dictadores fue una epopeya cívica cuya principal arma
resultó ser la verdad: nombres, datos, testigos, peritajes, trabajo científico.
El magnífico triunfo de la Justicia, al cabo de tantos años, permitió que se
edificara, sin embargo, una nueva "historia oficial", que niega la
verdad de la aritmética, como si 8500 fuera menos grave que 30.000, cuando
alrededor de 900 casos le bastaron a Strassera para acusar a las tres primeras
juntas militares. Y como si una manipulación estadística no pudiera ser
revisada por la historiografía profesional sin el riesgo del insulto, que viene
bajo la etiqueta de "negacionista" o de "apologista de los dos
demonios". Hay, por supuesto, un nefasto aunque felizmente minoritario
negacionismo en el país, que de vez en cuando sale a flote. También hay un
grosero negacionismo acerca de los crímenes de lesa humanidad que se cometieron
durante el gobierno justicialista; como si los 900 desaparecidos registrados en
la Conadep y los 1500 ejecutados bajo esa luctuosa era de Perón e Isabel fueran
vidas de segundo orden. Para no entrar en colisión con el peronismo ni con los
sindicatos ni con el General, para no perder, en fin, la franquicia ganadora,
muchos setentistas que combatieron al líder y pasaron a la clandestinidad bajo
su administración, abandonaron después a sus propios muertos en el olvido y
propiciaron así la impunidad de sus homicidas. El asunto (la represión ilegal
justicialista) es aludido con ligereza en el documento de marras: nadie quiere
meterse ni con el Movimiento ni con su columna vertebral. Pero tenía razón
Lenin: "Los hechos son testarudos".
El llamado a despreciar la democracia (esa cosa de
"buenitos") y a homenajear a las organizaciones terroristas
(imaginemos lo que sería reivindicar hoy en España los
"ajusticiamientos" de ETA) se combina con una alucinada puesta en
escena según la cual Mauricio Macri es directamente la dictadura, a pesar de
que fue votado por casi 13 millones de ciudadanos. La jugada es un verdadero
dislate porque asimila capitalismo con dictadura, de modo que cualquier atisbo
de un sistema republicano con una economía abierta a la globalización es
automáticamente considerado dictatorial y aberrante. Con ese criterio,
Australia, Canadá y Francia también son la dictadura. La falacia es, no
obstante, más perezosa con el neoliberalismo de Menem y Cavallo: el primero fue
el jefe político de los Kirchner (aun después de la privatización salvaje y los
indultos) y el segundo fue su amigo y socio electoral. Y el Consenso de
Washington se llevó a cabo bajo el sello del PJ: mejor no detenerse en esa
estación, vamos sin escalas de Martínez de Hoz a Macri como si fueran lo mismo,
y digamos que las actuales políticas no son en todo caso errores, sino "el
hambre planificado". ¿Es posible concebir, a esta altura del conocimiento
humano, que un dirigente tenga como propósito consciente hambrear al pueblo que
debe votarlo? Idéntico infantilismo cunde en otras acusaciones: reducción de
derechos laborales (no se han verificado todavía), apertura indiscriminada de
las importaciones (los guarismos demuestran que es apócrifa y que seguimos
siendo el tercer país más cerrado del planeta), la destrucción de la industria
nacional (deteriorada por el estancamiento de los últimos cinco años), el
aumento de la deuda externa (único recurso para no producir una sangría en la
administración pública insustentable que legó Cristina), alineamiento con el
FMI (hasta los países más progresistas de la región aceptan su auditoría), la
persecución política (a Milagro Sala la detuvo la Justicia; a la Pasionaria del
Calafate y a su troupe le come los talones el Código Penal), la represión
(hasta los propios votantes de Cambiemos le recriminan a Balcarce 50 su mano
fofa con los piquetes y la inseguridad) y el hostigamiento a los pueblos
originarios (pobre el cacique Félix Díaz, eterna víctima qom de La Cámpora). El
documento no se olvida de defender a Maduro, y nos recuerda, por consiguiente,
la catástrofe de Venezuela, todavía meca ideológica de quienes reivindican la
lucha armada y llaman a resistir como sea a la "dictadura macrista".
Esperemos que si pierden las elecciones de octubre no pasen a la clandestinidad.
Que sigan eligiendo una vez más la farsa a la tragedia.
© La Nación
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