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domingo, 23 de abril de 2017

La gran ilusión

Por James Neilson
La economía argentina está en crisis desde que la gran depresión mundial de hace casi noventa años puso fin a un orden que la había beneficiado. En vez de tratar de adaptarse a las nuevas circunstancias, la clase política en su conjunto optó por aferrarse a la convicción de que el país es mucho más rico de lo que harían suponer los datos concretos. Andando el tiempo, el inflacionismo resultante se imprimiría en el ADN nacional. 

Los muchos que le rinden homenaje se asemejan a la rana de la fábula de Esopo que, para parecer más grande, se hinchó tanto que terminó reventando. Puede que algunos sospechen que una dosis de realismo no vendría mal, pero con escasas excepciones se dejan intimidar por el consenso de que sería políticamente suicida oponerse a lo que para la mayoría es una verdad indiscutible.

No extraña, pues, que Argentina sea el país más inflacionario del planeta. Aunque otros, entre ellos Grecia, Hungría y Alemania, han sufrido estallidos aún más espectaculares que los desatados por los gobernantes locales y en la actualidad Venezuela lo supera por un margen notable, ha sido cuestión de fenómenos relativamente breves. Aquí los brotes de inflación suelen durar décadas en que las tasas mensuales se mofan de los voceros oficiales que, con palabras virtualmente idénticas, nos aseguran que están por caer a niveles menos alarmantes.

El único gobierno que consiguió frenar la inflación fue el menemista pero, como sabemos, la convertibilidad implementada por Domingo Cavallo resultó ser insoportablemente rigurosa para el paciente que, una vez liberado del chaleco de fuerza, no tardó en volver a las andadas. Parecería que lo único que aprendió la elite política de aquella experiencia catastrófica fue que sería inútil soñar con una tasa de inflación equiparable con la norteamericana. Fue su forma de reconocer que la estabilidad monetaria es incompatible con la noción de que, por ser la Argentina en verdad un país rico, no sólo los contrarios al gobierno de turno sino también los oficialistas tienen forzosamente que hablar y actuar como si realmente lo fuera, gastando cada vez más dinero recién impreso so pretexto de saldar la deuda social, estimular el consumo y ayudar a empresas amenazadas por el dumping foráneo.

Salir de la trampa así supuesta no será nada fácil. Hace poco, el presidente del Banco Central, Federico Sturzenegger, tuiteó que “es sorprendente la cantidad de defensores que tiene la inflación en nuestro país”. De más está decir que el duro del equipo económico macrista sabe muy bien que no tiene derecho a sentirse sorprendido. Aquí, el partido inflacionario es tan poderoso que a través de los años ha derrotado a una larguísima serie de ministros de economía y presidentes del Banco Central. Tal y como están las cosas, Sturzenegger mismo corre peligro de ser la próxima víctima. Si bien cuenta con el apoyo verbal del presidente Mauricio Macri y otros miembros del gobierno, se enfrenta con una horda de inflacionistas bien ubicados en el temible círculo rojo que están más que dispuestos a impedirle parar la maquinita. Insisten en que sería terrible para el país que el guardián del valor de la moneda resultara ser un monetarista neoliberal obsesionado por los números, un sujeto desalmado que no entiende cómo funcionan las cosas. Le advierten que, sin más plata, la economía no crecerá, el consumo agonizará, los especuladores harán su agosto y los candidatos de Cambiemos perderán en las elecciones de octubre.

Es posible que estén en lo cierto. En todas partes, luchar contra la inflación es considerado “antipopular” porque los decididos a aplastarla no tienen más opción que la de gastar menos. Por tal motivo, en otras latitudes los gobiernos se sienten asustados si en el transcurso de un año los precios suben más de lo que aquí suelen hacer en un solo mes, pero parecería que, en este ámbito, por lo menos, los argentinos son mucho más estoicos que los europeos o norteamericanos. En Alemania, cualquier rebrote, por minúsculo que sea, provoca pánico; en la Argentina, será festejado por los persuadidos de que “un poco” de inflación podría tener un impacto positivo, ya que la experiencia les ha enseñado que lo de “río revuelto, ganancia de pescadores” tiene mucho sentido.

A los sindicalistas, les encanta la inflación: merced a ella, pueden renegociar los acuerdos alcanzados en paritarias todos los meses, erigiéndose en interlocutores privilegiados del presidente. Asimismo, a muchos empresarios les gusta que los consumidores se vean tentados a comprar cosas antes de que su dinero se transforme en papel mojado. Igualmente entusiastas son los opositores de inclinaciones populistas, ya que les brinda una excusa inmejorable para presionar repetidamente al gobierno acusándolo de insensibilidad social. Aunque pocos se afirman partidarios de la inflación por principio, muchos están en contra de cualquier medida destinada a combatirla.

Por razones políticas y sociales comprensibles, Macri apostó al gradualismo con la esperanza de domesticar el monstruo sin verse constreñido a hacer nada feo, pero parecería que últimamente ha llegado a la conclusión de que sería un error intentar convivir con una tasa que, según las pautas internacionales, sigue siendo muy pero muy alta. Con todo, si bien Macri da la impresión de estar pensando en asumir una postura menos permisiva frente al viejo enemigo, aún es reacio a reducir drásticamente el gasto público. Por el contrario, sigue aumentándolo, lo que ha podido hacer gracias a inyecciones de dinero procedente del exterior.

No es necesario ser un energúmeno neoliberal para entender que la modalidad elegida por el gobierno sólo funcionaría si el país se viera inundado por aquel tsunami de inversiones que los macristas más optimistas habían previsto antes de encontrarse en el poder pero que, para su desconcierto, aún no se ha materializado. Macri insiste en que no hay ningún plan B, al parecer por suponer que uno sería una versión levemente modificada del kirchnerista, es decir, del venezolano, pero lo que tienen en mente muchos críticos de la gestión de los seis o siete ministros del área económica es algo muy distinto. Creen que a menos que reduzcan drásticamente el gasto público, el país caerá en uno de sus periódicas crisis terminales. ¿Exageran? Esperaremos que sí.

Ya es evidente que el error más grave cometido por los macristas fue no aprovechar las primeras semanas del nuevo gobierno para denunciar de manera apropiada el desastre que le dejaron los kirchneristas, acaso por suponer que no sería de su interés asustar a los inversores en potencia diciéndoles que el país estaba al borde del colapso. Sea como fuere, si bien es habitual que un nuevo gobierno lamente haber recibido “un país en llamas”, en su caso tenía motivos de sobra para decirlo. Pero ya es tarde, de suerte que, al darse cuenta, más de un año después, de las dimensiones de la tarea que han emprendido, los macristas rezan para que los resultados de las elecciones legislativas no dependan del comportamiento de la economía sino del contraste entre su propio respeto por los valores republicanos y el desprecio que sienten por tales nimiedades los kirchneristas y sus aliados. Sólo así podría ser racional la presunta decisión de tomar en serio el desafío planteado por la inflación a seis meses de un torneo electoral clave.

La inflación crónica ha contribuido enormemente a la depauperación de millones de familias. Lo ha hecho no sólo al devorar sus magros ingresos sino también al hacer virtualmente imposible que los gobiernos piensen en el mediano plazo, para no hablar del largo. Para muchos políticos, sindicalistas y empresarios, en cambio, el mito de que la Argentina es rica por antonomasia ha sido sumamente útil, de ahí su negativa a cuestionarlo. Entre otras cosas, sirve para justificar ingresos y un nivel de vida que acaso no llamarían la atención en países desarrollados pero que, en uno en que la inmensa mayoría vive por debajo de la línea de pobreza estadounidense, son claramente desproporcionados. También pueden manifestarse indignados toda vez que se les recuerda que, según el INDEC, aproximadamente la tercera parte de la población apenas consigue lo necesario para subsistir; lo atribuyen a la mala voluntad del Gobierno, o la malignidad del mundo, para entonces reclamar soluciones inmediatas.

Algunos macristas, encabezados por su jefe, dicen que lo que el país precisa es una “revolución cultural”. No se equivocan, pero para que una sirviera para algo tendría que ayudar a difundir la conciencia de que hoy en día la riqueza relativa de una sociedad depende mucho más de los aportes de cada uno de sus integrantes que de la disponibilidad de recursos naturales, por abundantes que estos sean; un Silicon Valley como el californiano en que creció la industria informática que se basa sólo en la inteligencia humana valdría muchísimo más que una provincia llena de Vacas Muertas. Puede que una minoría lo comprenda y, lo que es más importante, que actúe en consecuencia, pero en esta materia como en tantas otras, la mayor parte de la clase dirigente nacional sigue siendo facilista y, huelga decirlo, cuenta con el respaldo del grueso de los perjudicados por la larga resistencia populista a cualquier esfuerzo por desmantelar el anticuado orden corporativista que fue perfeccionado por Perón.

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