Por James Neilson |
La economía argentina está en crisis desde que la gran
depresión mundial de hace casi noventa años puso fin a un orden que la había
beneficiado. En vez de tratar de adaptarse a las nuevas circunstancias, la
clase política en su conjunto optó por aferrarse a la convicción de que el país
es mucho más rico de lo que harían suponer los datos concretos. Andando el
tiempo, el inflacionismo resultante se imprimiría en el ADN nacional.
Los
muchos que le rinden homenaje se asemejan a la rana de la fábula de Esopo que,
para parecer más grande, se hinchó tanto que terminó reventando. Puede que
algunos sospechen que una dosis de realismo no vendría mal, pero con escasas
excepciones se dejan intimidar por el consenso de que sería políticamente
suicida oponerse a lo que para la mayoría es una verdad indiscutible.
No extraña, pues, que Argentina sea el país más
inflacionario del planeta. Aunque otros, entre ellos Grecia, Hungría y
Alemania, han sufrido estallidos aún más espectaculares que los desatados por
los gobernantes locales y en la actualidad Venezuela lo supera por un margen
notable, ha sido cuestión de fenómenos relativamente breves. Aquí los brotes de
inflación suelen durar décadas en que las tasas mensuales se mofan de los
voceros oficiales que, con palabras virtualmente idénticas, nos aseguran que
están por caer a niveles menos alarmantes.
El único gobierno que consiguió frenar la inflación fue el
menemista pero, como sabemos, la convertibilidad implementada por Domingo
Cavallo resultó ser insoportablemente rigurosa para el paciente que, una vez
liberado del chaleco de fuerza, no tardó en volver a las andadas. Parecería que
lo único que aprendió la elite política de aquella experiencia catastrófica fue
que sería inútil soñar con una tasa de inflación equiparable con la
norteamericana. Fue su forma de reconocer que la estabilidad monetaria es
incompatible con la noción de que, por ser la Argentina en verdad un país rico,
no sólo los contrarios al gobierno de turno sino también los oficialistas
tienen forzosamente que hablar y actuar como si realmente lo fuera, gastando
cada vez más dinero recién impreso so pretexto de saldar la deuda social,
estimular el consumo y ayudar a empresas amenazadas por el dumping foráneo.
Salir de la trampa así supuesta no será nada fácil. Hace
poco, el presidente del Banco Central, Federico Sturzenegger, tuiteó que “es
sorprendente la cantidad de defensores que tiene la inflación en nuestro país”.
De más está decir que el duro del equipo económico macrista sabe muy bien que
no tiene derecho a sentirse sorprendido. Aquí, el partido inflacionario es tan
poderoso que a través de los años ha derrotado a una larguísima serie de
ministros de economía y presidentes del Banco Central. Tal y como están las
cosas, Sturzenegger mismo corre peligro de ser la próxima víctima. Si bien
cuenta con el apoyo verbal del presidente Mauricio Macri y otros miembros del
gobierno, se enfrenta con una horda de inflacionistas bien ubicados en el
temible círculo rojo que están más que dispuestos a impedirle parar la
maquinita. Insisten en que sería terrible para el país que el guardián del
valor de la moneda resultara ser un monetarista neoliberal obsesionado por los
números, un sujeto desalmado que no entiende cómo funcionan las cosas. Le
advierten que, sin más plata, la economía no crecerá, el consumo agonizará, los
especuladores harán su agosto y los candidatos de Cambiemos perderán en las
elecciones de octubre.
Es posible que estén en lo cierto. En todas partes, luchar
contra la inflación es considerado “antipopular” porque los decididos a
aplastarla no tienen más opción que la de gastar menos. Por tal motivo, en
otras latitudes los gobiernos se sienten asustados si en el transcurso de un
año los precios suben más de lo que aquí suelen hacer en un solo mes, pero
parecería que, en este ámbito, por lo menos, los argentinos son mucho más
estoicos que los europeos o norteamericanos. En Alemania, cualquier rebrote,
por minúsculo que sea, provoca pánico; en la Argentina, será festejado por los
persuadidos de que “un poco” de inflación podría tener un impacto positivo, ya
que la experiencia les ha enseñado que lo de “río revuelto, ganancia de
pescadores” tiene mucho sentido.
A los sindicalistas, les encanta la inflación: merced a
ella, pueden renegociar los acuerdos alcanzados en paritarias todos los meses,
erigiéndose en interlocutores privilegiados del presidente. Asimismo, a muchos
empresarios les gusta que los consumidores se vean tentados a comprar cosas
antes de que su dinero se transforme en papel mojado. Igualmente entusiastas
son los opositores de inclinaciones populistas, ya que les brinda una excusa
inmejorable para presionar repetidamente al gobierno acusándolo de
insensibilidad social. Aunque pocos se afirman partidarios de la inflación por
principio, muchos están en contra de cualquier medida destinada a combatirla.
Por razones políticas y sociales comprensibles, Macri apostó
al gradualismo con la esperanza de domesticar el monstruo sin verse constreñido
a hacer nada feo, pero parecería que últimamente ha llegado a la conclusión de
que sería un error intentar convivir con una tasa que, según las pautas
internacionales, sigue siendo muy pero muy alta. Con todo, si bien Macri da la
impresión de estar pensando en asumir una postura menos permisiva frente al
viejo enemigo, aún es reacio a reducir drásticamente el gasto público. Por el
contrario, sigue aumentándolo, lo que ha podido hacer gracias a inyecciones de
dinero procedente del exterior.
No es necesario ser un energúmeno neoliberal para entender
que la modalidad elegida por el gobierno sólo funcionaría si el país se viera
inundado por aquel tsunami de inversiones que los macristas más optimistas
habían previsto antes de encontrarse en el poder pero que, para su desconcierto,
aún no se ha materializado. Macri insiste en que no hay ningún plan B, al
parecer por suponer que uno sería una versión levemente modificada del
kirchnerista, es decir, del venezolano, pero lo que tienen en mente muchos
críticos de la gestión de los seis o siete ministros del área económica es algo
muy distinto. Creen que a menos que reduzcan drásticamente el gasto público, el
país caerá en uno de sus periódicas crisis terminales. ¿Exageran? Esperaremos
que sí.
Ya es evidente que el error más grave cometido por los
macristas fue no aprovechar las primeras semanas del nuevo gobierno para
denunciar de manera apropiada el desastre que le dejaron los kirchneristas,
acaso por suponer que no sería de su interés asustar a los inversores en
potencia diciéndoles que el país estaba al borde del colapso. Sea como fuere,
si bien es habitual que un nuevo gobierno lamente haber recibido “un país en
llamas”, en su caso tenía motivos de sobra para decirlo. Pero ya es tarde, de
suerte que, al darse cuenta, más de un año después, de las dimensiones de la
tarea que han emprendido, los macristas rezan para que los resultados de las
elecciones legislativas no dependan del comportamiento de la economía sino del
contraste entre su propio respeto por los valores republicanos y el desprecio
que sienten por tales nimiedades los kirchneristas y sus aliados. Sólo así
podría ser racional la presunta decisión de tomar en serio el desafío planteado
por la inflación a seis meses de un torneo electoral clave.
La inflación crónica ha contribuido enormemente a la
depauperación de millones de familias. Lo ha hecho no sólo al devorar sus
magros ingresos sino también al hacer virtualmente imposible que los gobiernos
piensen en el mediano plazo, para no hablar del largo. Para muchos políticos,
sindicalistas y empresarios, en cambio, el mito de que la Argentina es rica por
antonomasia ha sido sumamente útil, de ahí su negativa a cuestionarlo. Entre
otras cosas, sirve para justificar ingresos y un nivel de vida que acaso no
llamarían la atención en países desarrollados pero que, en uno en que la
inmensa mayoría vive por debajo de la línea de pobreza estadounidense, son
claramente desproporcionados. También pueden manifestarse indignados toda vez
que se les recuerda que, según el INDEC, aproximadamente la tercera parte de la
población apenas consigue lo necesario para subsistir; lo atribuyen a la mala
voluntad del Gobierno, o la malignidad del mundo, para entonces reclamar
soluciones inmediatas.
Algunos macristas, encabezados por su jefe, dicen que lo que
el país precisa es una “revolución cultural”. No se equivocan, pero para que
una sirviera para algo tendría que ayudar a difundir la conciencia de que hoy
en día la riqueza relativa de una sociedad depende mucho más de los aportes de
cada uno de sus integrantes que de la disponibilidad de recursos naturales, por
abundantes que estos sean; un Silicon Valley como el californiano en que creció
la industria informática que se basa sólo en la inteligencia humana valdría
muchísimo más que una provincia llena de Vacas Muertas. Puede que una minoría
lo comprenda y, lo que es más importante, que actúe en consecuencia, pero en
esta materia como en tantas otras, la mayor parte de la clase dirigente
nacional sigue siendo facilista y, huelga decirlo, cuenta con el respaldo del
grueso de los perjudicados por la larga resistencia populista a cualquier
esfuerzo por desmantelar el anticuado orden corporativista que fue
perfeccionado por Perón.
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