Por Arturo Pérez-Reverte |
Hace tiempo que los libros de texto escolares en
España se han convertido en interesante territorio donde espigar lo que nos
espera. O lo que vamos teniendo ya. Un observador superficial deduciría que
todo responde al plan maquiavélico de un profesor Moriarty que se proponga
convertirnos, de aquí a una generación, en un país de imbéciles analfabetos;
aunque, eso sí, rigurosa y políticamente correctos. Pero no creo que haya
plan. Ojalá tuviéramos uno. Se trata, en realidad, de simple contagio colectivo
e inexorable, propio de un país como el nuestro, donde cuando se celebre el Día
del Orgullo Gilipollas no vamos a caber todos en la calle.
El último hallazgo acabo de hacerlo en un texto
escolar de 5º de Primaria. Tras la triple pregunta ¿Cuál era la religión en los reinos de los reyes católicos? ¿Qué
les sucedió a los judíos y musulmanes en esta época? ¿Qué era el Tribunal de la
Inquisición?, cuestión absolutamente lógica y que con buenos
profesores se presta a útiles debates sobre momentos decisivos –para bien y
para mal– en la historia de España, figura, bajo el epígrafe Educación Cívica,
otra doble pregunta de carga envenenada:¿Crees que los Reyes Católicos
eran tolerantes? ¿Qué opinas sobre que se obligue a las personas a practicar
una religión?
La respuesta a esa simpleza no puede ser más que
una: los Reyes Católicos no eran tolerantes ni por el forro, y es malo que se
obligue a nadie a practicar una religión, como hicieron ellos y sus sucesores.
Faltaría más. La misma forma de plantear la pregunta conduce, inevitablemente,
a esa respuesta simple, que en realidad no lo es tanto. De ahí lo peligroso del
asunto. Su carga envenenada.
Vistos desde aquí, por supuesto, los Reyes
Católicos no eran tolerantes en absoluto. Lo que eran es una mujer, Isabel de
Castilla, y un hombre, Fernando de Aragón –reino que incluía el condado de
Barcelona, entre otras cosas–, cuyo matrimonio unió a dos extraordinarios
personajes de Estado que, con decisión política y visión de futuro,
consiguieron la unidad de España al conquistar el reino musulmán de Granada.
Los dos eran inteligentes y poderosos –los más poderosos de su tiempo en
Europa–, pero desde luego no eran tolerantes. No podían serlo, como no lo fue
ninguno de sus coetáneos, ni el papa de Roma, ni los reyes de Francia o
Inglaterra, ni el sultán de Turquía, ni nadie con mando en plaza. La
tolerancia, como la entendemos hoy, estaba reñida con el poder, con las
nacionalidades que se empezaban a afirmar –la española fue de las primeras– y
con la guerra y la violencia, instrumento habitual de relación entre
comunidades, territorios, pueblos, estados y religiones. Con tolerancia no se
habría construido España, como tampoco ninguno de los países hoy conocidos. Y
en el siglo XV, la religión era fundamental a la hora de establecer todo eso.
Sin unidad religiosa era imposible establecer unidades políticas; y esa cruda
realidad aún daría pie a muchas guerras y atrocidades en los siglos siguientes:
guerras de religión que ensangrentarían Europa y muchos otros lugares.
Desde luego que la respuesta es no. Desde una
mirada actual, tolerantes no fueron los Reyes Católicos, ni antes de ellos los
cruzados, ni Saladino, ni los reinos hispanos, ni Almanzor, ni lo serían
después Carlos V, Felipe II, Lutero, Calvino, Napoleón, Robespierre, Lenin, ni
nadie que haya pretendido consolidar su poder y vencer a sus enemigos. Ni en
Atapuerca lo eran. La Historia de la Humanidad, entre otras cosas, está hecha
de intolerancias. Y atribuir ese rasgo a unos reyes decisivos para España sin
situar el asunto en el contexto real de su tiempo, supone una
irresponsabilidad. Significa echar, sobre nuestras siempre maltrechas espaldas
históricas, falsas responsabilidades y complejos perniciosos y estúpidos.
Nuestro pasado fue tan crudo, triste, fascinante y
admirable como el de cualquier otro país. Transcurrió en un mundo en el que
todos jugaban con las mismas reglas, o ausencia de ellas. Juzgar a sus actores
con ojos del presente es una injusticia y un error, sobre todo en esta España
que vive mucho de lo oído y poco de lo leído. Aplicar la mirada ética de hoy a
los hechos de entonces no sirve sino para que los jóvenes renieguen de una
historia que no es mejor ni peor que en otros países o naciones. Así que no
mezclemos churras con merinas. Preguntemos a un joven estudiante si un neonazi,
un maltratador de mujeres o un yihadista son tolerantes, y situemos a los Reyes
Católicos en el contexto que les corresponde. El deber de un sistema educativo
es conseguir que la historia, el pasado, la memoria, se estudien para
comprenderlos. No para condenarlos desde la simpleza y la ignorancia.
© XL
Semanal
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