Marcos Aguinis, escritor y médico psiquiatra. |
Por Ernesto Tenembaum
Además de ser un renombrado escritor, Marcos Aguinis es
médico psiquiatra. Seguramente, si uno de sus pacientes apareciera en su
consultorio y le planteara, en tono angustioso, que los piquetes representan
"la invasión de un ejército extranjero", Aguinis se preguntaría qué
le ocurre a ese cerebro que obtiene una conclusión tan extraña: síntoma de qué
patología es esa evidente exageración.
Sin embargo, fue el mismo Aguinis, una persona sofisticada,
de larga experiencia política, quien sostuvo, esta semana, semejante desmesura.
Aguinis es una persona respetada en muchos círculos. Tal vez su reacción, por
eso mismo, sea un síntoma de cierta patología social que ahoga en estos años el
debate público argentino.
No es difícil darse cuenta si hay o no democracia en un
país. Si el Parlamento funciona con libertad, es decir, a veces aprueba y a
veces rechaza la voluntad del ejecutivo, si la Justicia reacciona de tal manera
que solo un recorte muy delirante puede describirla como sometida al Ejecutivo,
si existe libertad de prensa, si la existencia de presos políticos no es
habitual, si hay elecciones periódicas cuyo resultado es aceptado por ganadores
y perdedores, si no hay exiliados, si hay alternancia en la mayoría de los
cargos, es probable que estemos hablando de un país democrático. Eso ocurre en
la Argentina.
¿Qué es lo que hace que, en ese contexto, decenas de miles
de personas, en actos públicos, coreen “Macri,
basura, vos sos la dictadura”?
Cualquiera que haya vivido en una dictadura sabe, definitivamente, que Macri no
es un dictador. ¿Cuál es el mecanismo psicológico que lleva a tantas personas
hacia una conclusión que, definitivamente, no pasa la prueba de la realidad?
En sus 33 años de vida, la democracia argentina sobrevivió a
desafíos terribles: sublevaciones militares, atentados terroristas, el
sangriento copamiento de un cuartel, brotes hiperinflacionarios, la peor crisis
económica de la historia, el acortamiento de mandato de un presidente, la fuga
en helicóptero de otro, saqueos, huelgas policiales. Los desafíos que enfrenta
en estos días son los propios de un país en tensión -huelgas, manifestaciones,
algunos cortes de calle- en medio de un proceso de empobrecimiento que lleva
varios años. No hay poder militar vigente, no hay guerra fría, la oposición no
logra articularse, no hay gobiernos militares en la región, no hay escasez de
dólares, la inflación es alta pero incomparable con otros momentos de la
historia democrática. Si ante desafíos mucho mayores, la democracia y la
libertad sobrevivieron, ¿qué es lo que lleva a decenas de miles de personas a
defender algo que difícilmente esté en riesgo? ¿Qué es lo que hizo creer a
otros tantos, cuando gobernaba Cristina Kirchner, que sucedía lo mismo?
Cuando se repiten esos fenómenos extraños, donde decenas de
miles de personas se acercan a la crisis de angustia por algo que no ocurre -ejércitos extranjeros, golpes de
estado en marcha, dictadores- es natural
preguntarse por qué razón
el análisis político
no recurre habitualmente a las herramientas que provee la psicología. Quizá si lo hiciera, podríamos entender algo más de lo que
ha pasado en estos años en la Argentina. Parece abrumadora la evidencia de que
algo muy extraño ocurre. Juan Perón se pasó 17 años en el exilio. Isabel estuvo
detenida durante cinco años y luego fue expulsada del país. Raúl Alfonsín se
retiró antes de tiempo. Fernando de la Rua renunció a los dos años de asumir y
debió enfrentar un juicio oral por un hecho de corrupción. Carlos Menem fue
preso. Otras personas con mucho poder, como Diego Armando Maradona, Rubén
Beraja, los hermanos Rohm, Ernestina Herrera de Noble, Domingo Cavallo, también
estuvieron entre rejas. Si no existiera una relación estrecha entre política y
psicopatología, nadie tomaría en serio a Cristina cuando afirma que fue la más
perseguida de la historia Es ridículo victimizarse así por dos procesamientos.
Pero ella lo dice. Y decenas de miles lo creen. Vienen por Cristina, vienen por
la democracia, pintan en las paredes.
En una democracia siempre hay tensiones. Los opositores
quieren debilitar al Gobierno. Los sindicatos protestan. La prensa muchas veces
cuestiona en términos salvajes. Son los fastidiosos problemas de la libertad:
todo el mundo hace lo que le parece. En el medio, siempre, hay conspiradores,
pescadores. Es la vida. Para enfrentarlos, quizá convenga gobernar con tino.
Editar ese movimiento tan natural, unir cuatro o cinco elementos, y concluir
que se viene un golpe de estado es un tanto forzado. ¿Qué tiene que ver una
rebelión de sectores rurales, un paro de la CGT o de los docentes o una tapa de
un diario con un golpe de Estado?
Sin embargo, los presidentes, unos y otros, apelan a ese
argumento. ¿Lo creen? ¿Agitan los fantasmas de una sociedad para conseguir
apoyo? En cualquier caso, quiere decir que o ellos o mucha otra gente cree en
el delirio del golpe inminente que, por otra parte, nadie hace demasiado
esfuerzo en demostrar. Es que los delirios no se demuestran, su existencia es
notoria e indiscutible: los enfermos son los que dudan, los que no ven lo que
nosotros vemos. Delicias de los paranoicos; empiezan odiando a quienes los
persiguen y luego a quienes dudan de que esa persecución exista.
Uno de los mecanismos habituales para deformar la percepción
de los fenómenos consiste en confundir la parte con el todo. Un kirchnerista
que perciba cualquier marcha de disidentes como una avanzada golpista estará
bien dispuesto a confirmar su prejuicio cuando le muestren la participación de
Cecilia Pando en ella. Y confundirá toda la marcha con ese detalle. Al mismo
tiempo, ignorará que del lado de los suyos está César Milani. Un antikirchnerista
convencido de que las marchas contra el Gobierno están integradas por vagos y
choripaneros estará dispuesto a pensar que las manifestaciones con decenas de
miles de docentes son, en realidad, una escenografía, un armado, y consumirá
ávido las imágenes de una persona que reparte guardapolvos para que algunos
militantes se disfracen. Para unos, Pando es el símbolo de una marcha. Para
otros, lo es Bonafini o el helicóptero de cartón del 24 de marzo. Se utilizan
detalles para construir una realidad conforme a los prejuicios.
Eso alimenta una percepción demoníaca del otro, del
adversario, al que generalmente se desconoce. Cada manifestante cree que su
marcha es más justa, más linda, más grande, más noble que la que va en sentido
contrario. Macri sostiene que las marchas que lo cuestionan se explican por los
colectivos y los choripanes, como antes el jefe de Gabinete de Cristina
sostenía que los cacerolazos estaban compuestas por personas a las que les
interesa más lo que ocurre en Miami que en La Matanza, y que no pisan el césped
de la Plaza de Mayo. Es obvio, y basta mirar los resultados electorales para
concluir que millones de personas distintas entre sí han elegido libremente a
Macri o a Cristina.
En otra época, en los recreos de las escuelas, se cantaba:
"De aquí para allá, son todos maricones...". Con esa homofobia,
crecieron varias generaciones. Sigmund Freud llamaba a ese mecanismo "el
narcisismo de la pequeña diferencia", y lo usaba para explicar el racismo:
el desprecio por las diferencia con los demás sirve para afirmar la propia
identidad en estadios infantiles del desarrollo psíquico. Aguinis sabe sobre
esto. Pensar que todos los que apoyan a Macri son oligarcas o a Cristina
mercenarios que se venden por una vianda, ofende la inteligencia. Prueben
cuestionar esos lugares comunes en las redes sociales, y verán aparecer a
cientos de cruzados dispuestos a defenderlos con una agresividad, otra vez, muy
llamativa.
Clarín es un monopolio. Cristina nunca va a dejar el poder.
Los piqueteros son un ejército extranjero. Una caricatura es una amenaza
mafiosa. Macri es un dictador. Cristina es nazi. Los macristas son todos
oligarcas que quieren reinstalar la dictadura militar. Si no ganaba Macri,
íbamos directo a Venezuela. Cristina es la mujer más perseguida de la historia.
El debate argentino está cruzado por afirmaciones exóticas. A los presidentes
les conviene azuzar estos fantasmas, porque prefieren que la sociedad debata
sobre ellos en lugar de observar cómo están gobernando, sobre todo, si como ocurrió
en el caso de Cristina y ocurre en el de Macri, lo hacen con dudosos resultado.
Es un juego útil en el corto plazo. Sirve para ganar tiempo.
Por más locos que haya, tarde o temprano la realidad se impone, el telón se
descorre y a cada uno se lo aprueba o rechaza por lo que uno es, y no por los
fantasmas que construye a su alrededor. En el medio, los líderes -que son
diferentes en muchas cosas y parecidos en otras acentúan la patología en
beneficio propio, o participan de ella. Es difícil saber en qué medida ocurre
una cosa o la otra, aunque unos sean más hábiles para disimular la enfermedad.
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