domingo, 2 de abril de 2017

Entre la memoria y el olvido

Por James Neilson
De tomarse al pie de la letra los eslóganes vociferados por los miles de personas que colmaron la Plaza de Mayo para conmemorar, con un tufillo de nostalgia, el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, estamos por ver una repetición del terrorismo mesiánico que brindó a los militares un pretexto irresistible para apropiarse del poder e intensificar la “guerra sucia” que ya libraba el tambaleante gobierno peronista contra sus enemigos. 

Además de insistir en que “Macri es la dictadura”, insinuando así que sería legítimo alzarse en armas contra lo que representa, los concurrentes reivindicaron la lucha contra los gobiernos de Juan Domingo e Isabel Perón de bandas nada democráticas como Montoneros y el ERP cuyos jefes, hay que decirlo, tenían mucho más en común con Jorge Rafael Videla y Emilio Massera que con quienes miraban azorados lo que sucedía en un país convulsionado por la violencia en que todos los días murieron asesinadas dos, tres o más personas conocidas en nombre de un proyecto político delirante. Se trata de algo que los memoriosos profesionales quisieran consignar al olvido.

El “relato” kirchnerista se basa en la noción de que, después de un intervalo engañoso de casi veinte años, por fin llegó con Néstor la hora de reanudar la resistencia contra la dictadura militar que, imaginaban los más entusiastas, se había ocultado en las entrañas de los gobiernos formalmente democráticos de Raúl Alfonsín, Carlos Menem, Fernando de la Rúa y Eduardo Duhalde. Aún más que su marido mientras estuvo con nosotros, Cristina se habituó a atribuir toda manifestación opositora a su gestión a una maniobra siniestra del Proceso que, daba a entender, había sobrevivido a los esfuerzos débiles por desmantelarlo y esperaba con impaciencia la oportunidad para quitarse el disfraz democrático.

Por fantasioso que pareciera tal planteo a ojos de los demás, contribuyó mucho a enfervorizar a los muchachos y muchachas de La Cámpora y agrupaciones afines al asegurarles un papel épico en el drama nacional. Entendían que sería más meritorio combatir, aunque sólo fuera virtualmente, una dictadura cruel, de lo que sería comprometerse emotivamente, a cambio de salidas laborales y otros favores, con una facción política extraordinariamente corrupta que se mostraba incapaz de gobernar al país con un mínimo de eficiencia.

Huelga decir que los kirchneristas e izquierdistas más duros se sentirían liberados si el presidente Mauricio Macri se proclamara el continuador del régimen militar; lo tomarían por una invitación para emprender una campaña guerrillera urbana y rural en su contra. Los escasos “amigos del Proceso” que aún hay en el país distan de ser los únicos que quisieran verlo resurgir.

Sería reconfortante suponer que lo que vimos en el aniversario del golpe cuyas secuelas pusieron fin al golpismo militar fue sólo una simulación teatral, ya que, es de esperar, lo último que se han propuesto los hipotéticos herederos espirituales de los “idealistas” de “la juventud maravillosa”, que fueron parteros de la dictadura más reciente, es procurar reeditar sus proezas sanguinarias, pero puede entenderse el malestar que ha causado en la sociedad el protagonismo creciente de partidarios de la lucha armada. Nadie ignora que el caldo de cultivo para un rebrote terrorista ya está y que ciertos militantes están procurando agregarle el ingrediente ideológico que serviría para que comenzara a desbordarse, lo que podría obligar al gobierno a tomar medidas que, en opinión de los interesados en destituirlo, lo aproximarían a la caricatura maligna dibujada por quienes ven en la democracia una fachada detrás de la cual les esperan sus enemigos mortales.

Por fortuna, a pesar de sus muchas lacras, la Argentina de 2017 no es el país de 1976. Desde aquel entonces, mucho ha cambiado. Aunque en términos económicos se ha limitado a marcar el paso, en política ha evolucionado bastante. Las fuerzas armadas ya no constituyen un eventual poder fáctico y, lo que es más importante, se considera anacrónica la convicción, compartida por los terroristas, los mandos castrenses de otros tiempos, el Che Guevara y el gran timonel Mao de que “el poder nace de la boca del fusil”.

Así y todo, no cabe duda de que muchos siguen aferrándose a pautas que eran vigentes en una etapa que, en retrospectiva, les parece más sencilla que la actual y por lo tanto se prestaba a las interpretaciones maniqueas conforme a las cuales los militares y quienes los apoyaban encarnaban el mal y los terroristas el bien. En cierto modo, los que piensan de tal manera se asemejan a aquellos ex revolucionarios españoles que, al darse cuenta de que su proyecto totalitario no podría prosperar en un país que estaba en vías de democratizarse, decían que “contra Franco estábamos mejor”, pero ellos comprendían que sería peor que inútil tratar de recrear la España inmanejable de la primera mitad del siglo pasado.

Por ahora cuando menos, los tentados por el sueño de una lucha armada contra un statu quo que para ellos es asfixiante parecen más interesados en las vicisitudes de la “batalla cultural” que en buscar soluciones concretas para los problemas del país. Será por tal razón que, como miembros de una secta religiosa muy dogmática que no permite que nadie se aleje un solo milímetro de los textos sagrados, los resueltos a mantener viva lo que llaman “la memoria”, han hecho de un número un artículo de fe. Desde su punto de vista, es propio de herejes viles señalar que, según la Conadep y todas las investigaciones posteriores, hubo menos de 10.000 desaparecidos, no los 30.000 de la versión militante.

Es tan fuerte su apego al guarismo sacrosanto que por sus propias razones confeccionaron los deseosos de subrayar el horror de un baño de sangre que no sólo era ilegal sino también innecesario, ya que en 1976 la guerrilla no estaba en condiciones de tomar el poder para entonces emular a sus equivalentes genocidas de otros países, que muy pocos se atreven a cuestionarlo. Funcionarios y simpatizantes del gobierno macrista que, como es natural, no quieren correr el riesgo de verse acusados de estar a favor de la dictadura –la auténtica, se entiende, no la fantasmal que denuncian Cristina y sus secuaces más exaltados–, pero son reacios a cohonestar lo que saben fue un invento propagandístico, se han acostumbrado a distinguir entre lo que suponen es la verdad genuina y lo que dicen es otra verdad, una simbólica o emblemática que ninguna persona decente trataría como una mentira porque, dicen, merece respeto.

Tampoco les parece aconsejable a los macristas criticar a los movimientos locales de derechos humanos, dominados como están por izquierdistas y, últimamente, kirchneristas, por concentrarse casi exclusivamente en los crímenes que fueron perpetrados por los militares y sus auxiliares “de derecha” entre marzo de 1976 y diciembre de 1983. A los militantes mismos no les gusta demasiado cuestionar lo hecho por los escuadrones de la muerte que fueron avalados por el general Perón, mientras que lo que vino después del Proceso no les motiva mucho interés. Con todo, felizmente para quienes han logrado atrincherarse en tales entidades, la politización a menudo grosera de un tema que en principio debería ser apolítico cuenta con la aquiescencia del grueso de la ciudadanía. Por lo demás, es merced a la decisión colectiva de dar por descontado que virtualmente todas las violaciones graves ocurrieron antes del regreso de la democracia que políticos, diplomáticos, funcionarios y otros pueden congratularse hablando de liderazgo mundial en la materia de la Argentina.

En algunas partes del mundo, aún habrá organizaciones no gubernamentales influyentes que se niegan a discriminar según sus propias preferencias ideológicas entre victimarios y víctimas de la violencia politizada, pero la verdad es que son cada vez menos. Muerta la Unión Soviética, en el mundo occidental los comunistas y sus compañeros de ruta se transformaron pronto en paladines de los derechos humanos por entender que abrazar una causa que antes habían creído era intrínsecamente reaccionaria les permitiría continuar embistiendo contra los gobiernos de sus países respectivos.

Pues bien: para que muchos miles de jóvenes inteligentes crean que la violencia extrema puede justificarse, como fue el caso en la Argentina de medio siglo atrás, es suficiente ofrecerles una ideología convincente, lo que, por desgracia, no suele ser muy difícil. Hasta hace poco, docenas de bandas terroristas, entre ellas el ERP, se inspiraban en distintas variantes del comunismo, pero las desarmaron el hundimiento del “socialismo real” en la Unión Soviética y la conversión de China en un país capitalista sui géneris. Su lugar ha sido tomado por el islamismo, cuyo atractivo principal para muchos musulmanes criados en el Occidente y conversos no es teológico sino la posibilidad de encontrar una muerte heroica participando de una guerra santa.

Es por tal motivo que debería preocuparnos la voluntad de tantos de reivindicar la lucha armada, de persuadirse de que asesinar, cometer atentados y secuestrar eran propios de idealistas nobles. A menos que tengamos mucha suerte, algunos podrían convencerse de que, por ser a su juicio tan atroz el gobierno de Macri, las circunstancias no les dejan más alternativa que la de pensar en cómo derrocarlo por los medios que fueran.

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