Por James Neilson |
De tomarse al pie de la letra los eslóganes vociferados por
los miles de personas que colmaron la Plaza de Mayo para conmemorar, con un
tufillo de nostalgia, el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, estamos por
ver una repetición del terrorismo mesiánico que brindó a los militares un
pretexto irresistible para apropiarse del poder e intensificar la “guerra
sucia” que ya libraba el tambaleante gobierno peronista contra sus enemigos.
Además de insistir en que “Macri es la dictadura”, insinuando así que sería
legítimo alzarse en armas contra lo que representa, los concurrentes
reivindicaron la lucha contra los gobiernos de Juan Domingo e Isabel Perón de
bandas nada democráticas como Montoneros y el ERP cuyos jefes, hay que decirlo,
tenían mucho más en común con Jorge Rafael Videla y Emilio Massera que con
quienes miraban azorados lo que sucedía en un país convulsionado por la
violencia en que todos los días murieron asesinadas dos, tres o más personas
conocidas en nombre de un proyecto político delirante. Se trata de algo que los
memoriosos profesionales quisieran consignar al olvido.
El “relato” kirchnerista se basa en la noción de que,
después de un intervalo engañoso de casi veinte años, por fin llegó con Néstor
la hora de reanudar la resistencia contra la dictadura militar que, imaginaban
los más entusiastas, se había ocultado en las entrañas de los gobiernos
formalmente democráticos de Raúl Alfonsín, Carlos Menem, Fernando de la Rúa y
Eduardo Duhalde. Aún más que su marido mientras estuvo con nosotros, Cristina
se habituó a atribuir toda manifestación opositora a su gestión a una maniobra
siniestra del Proceso que, daba a entender, había sobrevivido a los esfuerzos
débiles por desmantelarlo y esperaba con impaciencia la oportunidad para
quitarse el disfraz democrático.
Por fantasioso que pareciera tal planteo a ojos de los
demás, contribuyó mucho a enfervorizar a los muchachos y muchachas de La
Cámpora y agrupaciones afines al asegurarles un papel épico en el drama
nacional. Entendían que sería más meritorio combatir, aunque sólo fuera
virtualmente, una dictadura cruel, de lo que sería comprometerse emotivamente,
a cambio de salidas laborales y otros favores, con una facción política
extraordinariamente corrupta que se mostraba incapaz de gobernar al país con un
mínimo de eficiencia.
Huelga decir que los kirchneristas e izquierdistas más duros
se sentirían liberados si el presidente Mauricio Macri se proclamara el
continuador del régimen militar; lo tomarían por una invitación para emprender
una campaña guerrillera urbana y rural en su contra. Los escasos “amigos del
Proceso” que aún hay en el país distan de ser los únicos que quisieran verlo
resurgir.
Sería reconfortante suponer que lo que vimos en el
aniversario del golpe cuyas secuelas pusieron fin al golpismo militar fue sólo
una simulación teatral, ya que, es de esperar, lo último que se han propuesto
los hipotéticos herederos espirituales de los “idealistas” de “la juventud
maravillosa”, que fueron parteros de la dictadura más reciente, es procurar
reeditar sus proezas sanguinarias, pero puede entenderse el malestar que ha
causado en la sociedad el protagonismo creciente de partidarios de la lucha
armada. Nadie ignora que el caldo de cultivo para un rebrote terrorista ya está
y que ciertos militantes están procurando agregarle el ingrediente ideológico
que serviría para que comenzara a desbordarse, lo que podría obligar al
gobierno a tomar medidas que, en opinión de los interesados en destituirlo, lo
aproximarían a la caricatura maligna dibujada por quienes ven en la democracia
una fachada detrás de la cual les esperan sus enemigos mortales.
Por fortuna, a pesar de sus muchas lacras, la Argentina de
2017 no es el país de 1976. Desde aquel entonces, mucho ha cambiado. Aunque en
términos económicos se ha limitado a marcar el paso, en política ha
evolucionado bastante. Las fuerzas armadas ya no constituyen un eventual poder
fáctico y, lo que es más importante, se considera anacrónica la convicción,
compartida por los terroristas, los mandos castrenses de otros tiempos, el Che
Guevara y el gran timonel Mao de que “el poder nace de la boca del fusil”.
Así y todo, no cabe duda de que muchos siguen aferrándose a
pautas que eran vigentes en una etapa que, en retrospectiva, les parece más
sencilla que la actual y por lo tanto se prestaba a las interpretaciones
maniqueas conforme a las cuales los militares y quienes los apoyaban encarnaban
el mal y los terroristas el bien. En cierto modo, los que piensan de tal manera
se asemejan a aquellos ex revolucionarios españoles que, al darse cuenta de que
su proyecto totalitario no podría prosperar en un país que estaba en vías de
democratizarse, decían que “contra Franco estábamos mejor”, pero ellos
comprendían que sería peor que inútil tratar de recrear la España inmanejable
de la primera mitad del siglo pasado.
Por ahora cuando menos, los tentados por el sueño de una
lucha armada contra un statu quo que para ellos es asfixiante parecen más
interesados en las vicisitudes de la “batalla cultural” que en buscar
soluciones concretas para los problemas del país. Será por tal razón que, como
miembros de una secta religiosa muy dogmática que no permite que nadie se aleje
un solo milímetro de los textos sagrados, los resueltos a mantener viva lo que
llaman “la memoria”, han hecho de un número un artículo de fe. Desde su punto
de vista, es propio de herejes viles señalar que, según la Conadep y todas las
investigaciones posteriores, hubo menos de 10.000 desaparecidos, no los 30.000
de la versión militante.
Es tan fuerte su apego al guarismo sacrosanto que por sus
propias razones confeccionaron los deseosos de subrayar el horror de un baño de
sangre que no sólo era ilegal sino también innecesario, ya que en 1976 la
guerrilla no estaba en condiciones de tomar el poder para entonces emular a sus
equivalentes genocidas de otros países, que muy pocos se atreven a
cuestionarlo. Funcionarios y simpatizantes del gobierno macrista que, como es
natural, no quieren correr el riesgo de verse acusados de estar a favor de la
dictadura –la auténtica, se entiende, no la fantasmal que denuncian Cristina y
sus secuaces más exaltados–, pero son reacios a cohonestar lo que saben fue un
invento propagandístico, se han acostumbrado a distinguir entre lo que suponen
es la verdad genuina y lo que dicen es otra verdad, una simbólica o emblemática
que ninguna persona decente trataría como una mentira porque, dicen, merece
respeto.
Tampoco les parece aconsejable a los macristas criticar a
los movimientos locales de derechos humanos, dominados como están por
izquierdistas y, últimamente, kirchneristas, por concentrarse casi
exclusivamente en los crímenes que fueron perpetrados por los militares y sus
auxiliares “de derecha” entre marzo de 1976 y diciembre de 1983. A los
militantes mismos no les gusta demasiado cuestionar lo hecho por los
escuadrones de la muerte que fueron avalados por el general Perón, mientras que
lo que vino después del Proceso no les motiva mucho interés. Con todo,
felizmente para quienes han logrado atrincherarse en tales entidades, la
politización a menudo grosera de un tema que en principio debería ser apolítico
cuenta con la aquiescencia del grueso de la ciudadanía. Por lo demás, es merced
a la decisión colectiva de dar por descontado que virtualmente todas las
violaciones graves ocurrieron antes del regreso de la democracia que políticos,
diplomáticos, funcionarios y otros pueden congratularse hablando de liderazgo
mundial en la materia de la Argentina.
En algunas partes del mundo, aún habrá organizaciones no
gubernamentales influyentes que se niegan a discriminar según sus propias
preferencias ideológicas entre victimarios y víctimas de la violencia
politizada, pero la verdad es que son cada vez menos. Muerta la Unión
Soviética, en el mundo occidental los comunistas y sus compañeros de ruta se
transformaron pronto en paladines de los derechos humanos por entender que
abrazar una causa que antes habían creído era intrínsecamente reaccionaria les
permitiría continuar embistiendo contra los gobiernos de sus países
respectivos.
Pues bien: para que muchos miles de jóvenes inteligentes
crean que la violencia extrema puede justificarse, como fue el caso en la
Argentina de medio siglo atrás, es suficiente ofrecerles una ideología
convincente, lo que, por desgracia, no suele ser muy difícil. Hasta hace poco,
docenas de bandas terroristas, entre ellas el ERP, se inspiraban en distintas
variantes del comunismo, pero las desarmaron el hundimiento del “socialismo
real” en la Unión Soviética y la conversión de China en un país capitalista sui
géneris. Su lugar ha sido tomado por el islamismo, cuyo atractivo principal
para muchos musulmanes criados en el Occidente y conversos no es teológico sino
la posibilidad de encontrar una muerte heroica participando de una guerra
santa.
Es por tal motivo que debería preocuparnos la voluntad de
tantos de reivindicar la lucha armada, de persuadirse de que asesinar, cometer
atentados y secuestrar eran propios de idealistas nobles. A menos que tengamos
mucha suerte, algunos podrían convencerse de que, por ser a su juicio tan atroz
el gobierno de Macri, las circunstancias no les dejan más alternativa que la de
pensar en cómo derrocarlo por los medios que fueran.
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