Por Pablo Mendelevich |
Lilita Carrió tenía que dar cuenta de su decisión de subir a
escena en la provincia de Buenos Aires o hacerlo en la Capital.
Ella abrió el
domingo, por fin, la temporada de definiciones electorales, algo que se espera
que hagan en cascada, próximamente, otras figuras estelares de la política que
también deshojan la margarita, como Sergio Massa o Cristina Kirchner.
No hubo un acto, un mitin como se decía antes, menos un
comunicado o una conferencia de prensa en sede partidaria (que por otra parte
nadie sabría adónde queda). Para anunciar que resolvió descartarse como
candidata en la provincia (una próxima entrega aportará precisiones sobre la
probable candidatura porteña), Carrió escogió el escenario político del
momento, aquel donde el mismísimo Presidente había sido apostrofado por no ver
-supuestamente- la realidad, la mesa de Mirtha Legrand. Mesa apodada por la
conductora con el aumentativo del mueble vistas las taquilleras intercalaciones
que allí se repiten de actores, periodistas, humoristas, vedettes, familiares
de víctimas de la inseguridad y otros rubros, además del político, puestos a
satisfacer los diversos apetitos del público con la garantía de que nadie
hablará en difícil, nadie aburrirá con peroratas solemnes y habrá un aliviador
rocío intermitente de frivolidad.
La telepolítica, se sabe, incluye un creciente cruce de
reglas y ámbitos con el mundo de la farándula y es un fenómeno mundial, pero en
la Argentina no debería ser apreciada al margen del individualismo explícito
que caracteriza a la política. Cierto o no, los políticos dicen, traslucen,
sugieren, que evalúan sus pasos como asuntos estrictamente personales, igual
que como un actor organiza su carrera. Si hay instituciones mediadoras no se
las ve. Los dirigentes de las primeras ligas sólo conjugan verbos en la primera
persona del singular.
A diferencia de las flores, que animan todas las primaveras,
los partidos políticos argentinos brotan en otoño cada dos años. Aparecen en la
estación electoral, impostan protagonismo y vuelven enseguida -acaso la misma
noche de los comicios- a encapullarse. Después ni siquiera interrumpen el
estado vegetativo para rendir cuentas más o menos creíbles sobre lo que
gastaron en las campañas, como lo exige la ley. Eso es algo de lo que se ocupa
de manera formal el apoderado, poderoso firmante la noche de inscripción de
candidaturas que el resto del año suele tener la autoridad de un sereno.
Desde luego, hay matices. Los radicales, por ejemplo,
conservan algo de la costumbre de agitarse en comités. Pero es evidente que
ningún sistema de partidos es eje de la democracia argentina como lo pretende
la Constitución Nacional. De manera pomposa el artículo 38° los llama
"instituciones fundamentales" de la democracia.
Fuera de temporada, mientras no hay trámites decisivos para
hacer en su nombre, a los partidos los sustituye algo denominado
"espacios". Un concepto gelatinoso que la Justicia Electoral
desconoce por completo, porque no figura en ninguna ley. Es todo bien
argentino: la ley va por un lado, la realidad por otra. Nada más sintomático
que la política, arte que practican quienes guían a la Nación. Los partidos
políticos se han convertido en un requisito legal en sí mismos, una formalidad
de cartón para anotar candidaturas, listas, alianzas, para gestionar los
subsidios del Estado destinados a solventar una parte de los gastos electorales
(incluidas las inextinguibles boletas de papel), pero no funcionan, en general,
como instituciones que administran el conflicto político, su razón de ser, ni
son ámbitos donde se dirime la promoción de dirigentes con métodos
meritocráticos.
Más aun, es bien sabido que hasta hay un mercadeo de
partidos, sellos de goma que se alquilan para cumplir con las imposiciones
legales. Muchos votantes, si se les preguntara, no estarían en condiciones de
decir a qué partido votaron. Tan arraigado está el hábito de hablar de nombres
propios.
Una noticia de estos días da cuenta, sin embargo, de un
partido que ya eligió a sus candidatos para las elecciones legislativas. Lo
hizo en un congreso, del que según la información oficial participaron 348
delegados de todas las provincias y de la Capital. Lo curioso es que se trata
del partido más antisistema de cuantos tienen representación parlamentaria, el
Partido Obrero. Mundo del revés: por lo menos en la apariencia el trotskismo
que corta calles y autopistas con militantes encapuchados tiene un coeficiente
de organicidad partidaria -y el consiguiente menor individualismo dirigencial-
superior al promedio.
Sea con mesa chica o mesa grande el PRO exhibe cierto
funcionamiento orgánico. Por lo menos el liderazgo interno de Mauricio Macri no
responde en forma tan acabada al verticalismo personalista que caracteriza al
frente de Massa o, más aun, al de Cristina Kirchner. Sin embargo, la falta de
organicidad de la coalición gobernante que el PRO encabeza está todos los días
en los diarios. Hasta es dable preguntarse qué sería de la cohesión oficialista
si no fuera por el acecho desestabilizador, sistemático, ilimitado, del
kirchenrismo. Las tiranteces de Lilita Carrió con Macri por el tema Lorenzetti
o las quejas de los radicales de que se enteran de las decisiones oficiales por
los medios muestran como mínimo que los miembros de la coalición no tienen un
mecanismo para administrar las diferencias, aparte de su buena voluntad. Sin ir
más lejos, Macri tuiteó ayer que respalda a Carrió en cuanto a las denuncias
judiciales "que le han hecho" porque conoce su honradez y su calidad
moral. Pero eso no cambia el hecho de que un miembro fundamental de la
coalición gobernante (Carrió, posicionada individualmente como controladora de la
calidad de la República) quiere derribar al presidente de la Corte Suprema
contra la opinión de Macri. No parece un tema ornamental. ¿Se resolverá en una
mesa de discusión o mediante un enfrentamiento público que según la propia
Carrió pone en juego su candidatura porteña?
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