Por Luis Alberto Romero |
Desde el 24 de marzo los días han transcurrido, y
otros sucesos atrajeron nuestra atención, entre ellos la alentadora marcha
ciudadana del 1º de abril. Pero no dejan de resonar las palabras que se
escucharon entonces en la Plaza de Mayo. Ese día, las principales
organizaciones de derechos humanos hicieron oír una voz enconada y sediciosa.
Identificaron sus luchas con las de las organizaciones armadas de la década de
1970, que enumeraron con detallada precisión.
A la vez, condenaron al gobierno
actual, acusado de ser una réplica de la última dictadura, no sólo por su
política económica "neoliberal", sino por reprimir al pueblo. La idea
quedó sintetizada en la consigna que se coreó: "Macri, basura, vos sos la
dictadura". Finalmente, llamaron a luchar hasta derribar al Gobierno, como
lo habrían hecho en 2001.
Aun hoy, es difícil mantener la serenidad ante esas
afirmaciones, que sin duda deben preocuparnos. Este núcleo de las
organizaciones de derechos humanos (ODH) ha completado su periplo y hoy se
enfrenta con la democracia. El final no sorprende, aunque sí asombra su
virulencia.
En el origen, durante los años de la dictadura,
Madres de Plaza de Mayo, con su reclamo por los hijos desaparecidos, encontró
el talón de Aquiles del discurso militar. Un grupo de valerosos militantes, al
principio solitarios, lograron algo extraordinario y maravilloso, en una
sociedad por entonces acostumbrada a la violencia: consagrar los derechos
humanos como valor supremo, y en primer lugar el derecho a la vida, pues nada
justificaba un asesinato.
Sin esa elevada idea no habría sido posible
reconstruir una democracia fundada tanto en la ley como en la ética. El 10 de
diciembre de 1983 fue el momento culminante de este maridaje virtuoso entre
derechos humanos y democracia. Pero también fue el comienzo de un
distanciamiento que, 40 años después de su nacimiento, ha colocado a estas
organizaciones en las antípodas de la democracia, y también de la esencia de
los derechos humanos.
Desde diciembre de 1983 se advirtió que las ODH no
se sentían cómodas en el nuevo contexto democrático. Sin duda les chocó que se
enjuiciara a la vez a los militares y a los jefes guerrilleros. ¿Cuál era su
lugar frente a un gobierno que asumía sus reclamos pero les daba una forma algo
distinta? Comenzó entonces una escisión interna, y surgió una línea
intransigente, que encabezó Hebe de Bonafini, consolidada en los años
siguientes, con la extendida indignación que generaron la ley de obediencia
debida y los indultos.
Su composición fue cambiando. Se sumaron muchos
militantes de los años 70 que en el exilio transmutaron de manera
llamativamente rápida sus antiguas consignas violentas por las de los derechos
humanos. ¿Con cuánta convicción? No mucha. Pero sobre todo se sumaron nuevas
generaciones de jóvenes, crecidos en una democracia llena de frustraciones y
entusiasmados con los relatos heroicos de los 70. Ellos acentuaron el giro
intransigente de las ODH, centrado en el reclamo del juicio a todos los
responsables del terrorismo de Estado.
Había un tono nuevo: no hablaban ya en nombre de
las víctimas del terrorismo de Estado, sino en el de los militantes caídos, los
héroes de una lucha que había que recuperar, porque sólo renovando la violencia
podría completarse el duelo por las pérdidas. El 24 de marzo de 2001, el
reclamo de justicia que se escuchó en la Plaza de Mayo ya sonaba a venganza y a
revancha. El cinismo de unos y el fanatismo de otros habían enturbiado el
otrora cristalino torrente de los derechos humanos.
Néstor Kirchner, un pragmático, descubrió el
potencial de este sentimiento resentido y sumó a las ODH a su multiforme frente
político. El acuerdo entre ambos fue tan amplio como claro, dejando de lado las
turbias cuestiones de intereses. El gobierno hizo lo necesario para reabrir los
juicios de lesa humanidad. Con eso y con algunos gestos banales, como descolgar
el cuadro de Videla, pudo declararse fundador de la política de derechos
humanos. Por su lado, las ODH le aportaron al gobierno la enorme cuota de
legitimidad ganada con sus viejas luchas.
Las ODH y el kirchnerismo coincidieron en un punto:
ambos encarnaban la voz del pueblo, uno y unánime, aquel que en los años 70 se
había expresado a través de los militantes armados y la juventud maravillosa.
Las ODH se reservaban una atribución: dueñas y voceras de la verdad y la
justicia, debían desenmascarar y denunciar a los traidores y someterlos al
tribunal del pueblo. Los "cómplices de la dictadura" denunciados por
las ODH resultaron coincidir, en última instancia, con los "poderes concentrados"
que obstaculizaban la revolución kirchnerista.
Las ODH ejercen una verdadera dictadura verbal.
Nada más tentador para un grupo humano que administrar esa dictadura de la
palabra, amplificada por los medios públicos. Nada más atractivo que utilizarla
para juzgar y condenar al otro, primero a través del insulto y el escrache, y
finalmente a través de una justicia dirigida y controlada. También para
disciplinar a la propia tropa: una palabra admonitoria contiene la amenaza de
expulsión del círculo de los puros, algo que pocos soportarían.
La derrota del kirchnerismo las debilitó. Para
evitar el desbande de su rebaño, las ODH optaron por el retorno a la situación
inicial, en la que se formaron y más cómodas se sintieron. Volvieron a ser las
impugnadoras de la dictadura. ¿Cuál dictadura? La de Macri, sin duda, puesto
que era defensor del "neoliberalismo" y en consecuencia el
continuador de los militares. Macri es Videla, declaró Bonafini. Es inútil
discutirlo: no se basan en la razón, sino en la emoción. Como el credo, son
verdades de fe.
Importa, en cambio, advertir cómo ese discurso
intolerante y divisivo ha asumido abiertamente la reivindicación lisa y llana
de la lucha armada, la pasada y la futura. Las ODH hoy llaman a la guerra santa
y parecen animar a los jóvenes a matar y morir por su causa. Su historia nos
permite entender esta curva, que las llevó de fundamentar la democracia a
llamar a su destrucción. Podemos comprenderlo, pero eso no evita que nos
espantemos.
Nuestra rejuvenecida democracia republicana viene
mostrándose a la altura de sus deberes. No hay vacilaciones en lo que hace al
respeto por la libre expresión, contrastante con la intolerancia de quienes,
renunciando a matices y discrepancias, se han encolumnado detrás de Hebe de
Bonafini. Cabe preguntarse si este irresponsable ejercicio de banal
radicalización afectará el mito de los "pañuelos blancos" que hasta
ahora dio impunidad a Bonafini y sus dichos.
¿Son de temer estas expresiones? ¿Pueden traducirse
en un movimiento político que tenga peso en la vida democrática? Ojalá
pudiéramos decir que no y que la democracia y la república pueden soportar el
desafío. Pero muchas calamidades comenzaron con manifestaciones aún más banales
que éstas. Hay que seguirlas sin perder la calma, pero con mucha atención.
Director de www.jlromero.com.ar
No hay comentarios:
Publicar un comentario