Por Nicolás Lucca
(Relato del Presente)
Ahora que se estila tirarnos por la cabeza con cuánto
sabemos de educación, estaría bueno que pusiéramos determinados parámetros a la
hora de opinar. Primero, no está mal que cualquiera opine, de hecho es nuestro
eslogan patriótico y un juramento que hacemos junto con el de la bandera:
Juráis a la Patria, seguir constantemente su bandera y defenderla hasta perder
la vida y, ya que estamos, decir lo que antoje en gana, sin importar si tenéis
alguna remota idea de la materia sobre la que estáis opinando.
Sin embargo, ninguno de nosotros puede zafar de la
interpretación de lo que tengamos para decir. Y eso es algo que en un país en
el que 5 de cada 10 personas no tienen comprensión de texto, es algo a tener en
cuenta. Por ejemplo: si tenés el poder de expresión escrita de un abogado de
Mangeri o de uno de Cristina, sería aconsejable no opinar sobre el nivel
educativo del argentino promedio. Sobre todo porque notamos que la educación ya
era una mierda hace décadas y en todos los niveles.
Luego de años en los que las estadísticas eran estigmas que
hacían sangrar las palmas de los pobres de la Patria a quienes se invisibilizó
de manera supina, blanqueamos el número. Pero el gobierno que partió afirmó que
la pobreza era de la gestión actual. Al no haber registros históricos, la
refutación queda dentro de una pelea imposible de dar: números vs. capricho.
La evaluación general de la educación, en cambio, es más
difícil de someter a la posverdad, ese invento que nos impusieron como palabra
pomposa para resumir lo que en el barrio llamamos “hablemos sin saber, pero con
énfasis”. Convengamos que algo veíamos venir cuando al momento del examen
pulularon en las redes sociales las fotos de las pruebas con leyendas del tipo
“Macri gato”, “evaluame esta” y “vamos a volver”, en un claro ejercicio de no
comprender que no pueden volver a donde nunca estuvieron por el sencillo hecho
de ser menores de edad.
Pero al igual que no es lo mismo saber que en algún momento
moriremos que tener la certeza del día y la hora en que pasaremos a tocar el
arpa, no es igual dar por sentado que la educación argentina es un desastre que
ver el diagnóstico.
El drama de una educación deficiente es que la padecemos
todos. Por cuestión de derechos, todos votamos. Ahora, de ahí a saber qué
votamos y por qué, hay un largo trecho. Parte de la educación cívica consiste
en enseñar a los alumnos a ejercer sus derechos y, en el camino, a quién
reclamar su cumplimiento. Un presidente tiene obligaciones distintas a las de
un gobernador y a las de un intendente. Lo mismo sucede entre un diputado
nacional, uno provincial, un senador, un concejal y un largo listado de
funciones que pocos saben qué se le puede exigir. Cuando un habitante de Isidro
Casanova aplaude al presidente de la Nación por la inauguración del asfaltado
de una avenida, demuestra que no tiene idea de que lo están estafando en la
cara y que sus impuestos nadie sabe a dónde fueron a parar, como así tampoco
sabe qué hizo con el dinero recaudado el señor intendente.
El sistema es perverso. Cuanto más falla la educación, más
inútil resulta la democracia. Al igual que el planteo del árbol que cae en una
isla desierta, si nadie ejerce la democracia, la misma no existe. En la larga
debacle fuimos testigos de cómo una generación mal educada educa peor a sus
vástagos. Hoy atravesamos el punto de la educación mantra, mediante la cual se
repiten conceptos poéticos como “al protestar estamos enseñando a defender
derechos”, algo que implicaría un aplazo en cualquier examen de educación cívica,
instrucción ciudadana, ERSA o cómo sea que se llame hoy en día esa materia en
la que te enseñan las bondades del sistema tripartito del Poder, para qué sirve
cada uno, la diferencia entre legal y legítimo, cómo se puede reclamar la
satisfacción de derechos sin estropear los derechos de los demás, y el sistema
de derechos del hombre, entre los que figuran en igualdad de condiciones el
derecho al salario digno y el derecho a la educación.
Así, en el extremo final de una serie de eventos
desafortunados, se construye un ascensor hacia el infierno cívico: mientras te
dicen que vienen por tus derechos, te quitaron la educación con la que podías
diferenciar qué es un derecho y qué un beneficio.
Y es que ese es un punto jodido: confundir una conquista con
un otorgamiento y los beneficios con derechos. Cuando Eva Duarte de Perón
afirmó que “donde existe una necesidad nace un derecho” convertimos la máxima
de una mujer preparada para la actuación en una frase de cabecera digna de
Wiinston Churchill. Estimados: no siempre que hay una necesidad nace un
derecho. Puedo tener la necesidad de armar una orgía con quince señoritas, que
no se convierte en derecho. Si fuera un cocainómano, nadie pone en duda que el
Estado no tiene por qué brindarme acceso a la merluza. Todavía.
Voy al supermercado de la esquina, me acerco a la caja con
un paquete de galletitas y un jugo. Me olvidé la billetera, pero me dejan
llevarme los productos de todas maneras, con tal que lo pague en la próxima
visita. Voy nuevamente, paso con galletitas y un jugo y exijo que me dejen
salir sin pagar. El primer caso es un beneficio. El segundo, la imposición de
un supuesto derecho adquirido.
Nuestra hermosa Constitución contempla derechos que en buena
parte son de una aplicación absolutamente subjetiva: ¿Quién define cuáles son
los parámetros de “una vivienda digna”? ¿Y la “protección integral de la
familia” que tanto han utilizado para frenar cualquier medida abortista o de
igualdad civil de las distintas opciones sexuales? Al presentar favores como derechos
hacen del Estado un ente superior. Ya no es Dios el que nos cuida, sólo que al
Olimpo de la Casa Rosada sí nos atrevemos a reclamarle.
El caso de la vivienda digna es uno de los puntos que
permite explicar el embrollo de la manera más sencilla. El concepto contemplado
en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre protege contra los
desalojos, los desahucios y las arbitrariedades. O sea: tres casos en los que
se puede recurrir al Estado para que los solucione en caso de no ser
respetados. En cuanto al acceso a la vivienda, sólo se hace referencia a la
igualdad de condiciones. Si partimos de la base de que la vivienda es una
propiedad, no hay forma de concebir que es gratuita: alguien pagó por ella. No
hay legislación en el mundo que contemple la entrega de viviendas a título
gratuito como una obligación del Estado. En caso de que así sucediera, es un
beneficio. El derecho es a que no te la quiten, que te garanticen la igualdad
de acceso, no a que te la regalen, del mismo modo que el derecho a la vida es a
que no te maten, no a que te concedan la vida, y el derecho a la libertad es a
que no te priven de ella, nunca a que te obliguen a ser libre. El
asistencialismo sin contrapartida va en contra del concepto de “dignidad” que
se pretende reclamar en el caso de la vivienda. Siempre es preferible que el
subsidio derive en una obligación, aunque el beneficiario (ups, beneficio) se
convierta en deudor: nadie dimensionará nunca el valor de integrar una sociedad
si no entiende la relación deuda-igualdad de beneficio para un nuevo
necesitado.
Los ejemplos se extienden hasta el infinito: la libertad de
movimiento es un derecho, el transporte público es un servicio, la información
es un derecho, los medios de comunicación estatales un servicio, el acceso a la
luz, el gas y el agua es un derecho, los servicios públicos son… bueno, eso:
servicios. Un servicio gratuito es un beneficio, un favor. Y ningún favor es
obligatorio.
Enciclopedia de párrafos aparte merece la mezcla que se ha
hecho con eso de los derechos obligatorios, como el ejercicio del derecho a
votar bajo pena de multa, o la obligación impuesta por el Estado para que una
persona ejerza su derecho a la identidad aunque no quiera.
De todos los libros leídos y debates vividos sobre
cuestiones doctrinarias, siempre me llamó la atención la despersonalización con
la que se habla del “legislador”, como si fueran seres superiores y lo más
lúcido de nuestro ámbito académico. Entiendo que sea preferible no prestar
atención a quienes fueron esos legisladores de la reforma constituyente de 1994
porque repasar algunos nombres nos sacarían el curro de analizar cualquier
cosa: Eduardo Barcesat, Antonio Bussi, Cristina y Néstor Kirchner, Aníbal
Ibarra, Palito Ortega, Evangelina Salazar, Pino Solanas, Aldo Rico y Eugenio
Zaffaroni. En aquella ocasión, mientras lo único que importaba era conseguir
una reelección y después vemos qué hacemos, se impuso la necesidad de
contemplar los derechos sociales. El tema es que fueron planteados de tal
manera que en vez de proteger las libertades personales y políticas, nos
entregaron una lista de buenos deseos navideños de personas que parecieran no
conocer que los regalos de los Reyes Magos los pagan los padres.
Un buen punto de partida sería cambiar nuestras
motivaciones. Ya probamos por décadas esto de poner guita para ayudar, cuando
el altruismo no está en los genes del ser humano y hasta el cristianismo lo
tiene asumido: ayudamos para no quedarnos afuera del reino de los cielos. A
esta altura, el único mecanismo que podría justificar que sigamos pagando por
lo que no es nuestro es el egoísmo: igualar al otro para que no me cague la
vida a mediano plazo, y para que mis hijos paguen menos a largo plazo. No será
un pensamiento muy papafrancisco que digamos, pero estaría siendo hora de poner
un poco de coherencia, algo que no les es dado a los que prometen el paraíso
para los pobres y al mismo tiempo los quieren dejar afuera al exigir que los
saquemos de la pobreza.
El problema histórico de los gobiernos de toda la Patria
Enorme es que han preferido encargarse de la generalidad que de los individuos
que conforman una sociedad. Es lo popular por sobre lo singular, el refugio de
la identificación en la masa por encima del riesgo del pensamiento propio. Es
la homogeneización que empareja para abajo para no dejar a nadie afuera, por
sobre la aceptación de las individualidades que enriquecen a los distintos con
sus diferencias.
En toda esta confusión generalizada, no quiero dejar afuera
lo que nos toca a los que laburamos en los medios. Dos cositas: pauta y
libertad de expresión. La pauta gubernamental no es un derecho, es un
beneficio. Y si bien la exigencia de un beneficio no corresponde, tampoco
corresponde llamarle pauta gubernamental: si la empresa se va a la quiebra si
no recibe pauta, no es pauta, es un subsidio. Y a partir de ahí, no hay
objetividad para hablar de políticas de subsidios, como quedó demostrado en los
últimos años.
En cuanto a la libertad de expresión, el caso más palpable
es el de lo que quedó de Revista Barcelona y el juicio que les inició –y ganó–
Cecilia Pando. No existe ningún atentado contra la libertad de expresión si no
hubo censura. Lo siento por los colegas, pero dos más dos son cuatro. Es poco
serio acusar un atentado a la libertad de expresión en la misma semana en la
que pedimos a los gritos que algún fiscal tomara cartas en el asunto por la
declaración de Omar Viviani. Si entendiéramos que la libertad es tan libre que
uno es responsable de sus propias consecuencias, el mundo sería un lugar muy
distinto en el que se reemplazaría a las víctimas aniñadas por adultos
responsables de sus actos. Sos libre de hacer lo que quieras y sos libre de
privarte de hacer lo que me daña. Cualquiera de las opciones tiene sus
consecuencias, algo de lo que sólo quedan exceptuados los niños de verdad, no
los que creen que el Estado es un padre condescendiente.
Ejercer la libertad sin bancarse las consecuencias no es un
derecho: es un privilegio.
Y de privilegios estamos hasta las tetas.
Mercoledí. Quiero ver de qué nos disfrazamos el día que
quienes sólo cumplen obligaciones en silencio se animen a reclamar sus derechos
del mismo modo que lo hacen los que sólo exigen beneficios sin cumplir
obligaciones.
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