Por Manuel Vicent |
Realmente la Transición no terminará mientras los huesos de
Franco y los de José Antonio permanezcan en ese panteón faraónico, pretencioso
y macabro del Valle de los Caídos. Un chiste anodino pronunciado en un programa
de televisión sobre la enorme cruz hortera de Cuelgamuros ha levantado una
estúpida polvareda en los medios y ha movido los posos de la justicia, lo que
demuestra que ese monumento funerario, aunque lleno de goteras, está cargado
todavía de una energía maléfica y sigue siendo el símbolo de la división
ideológica de los españoles.
Gran parte de la derecha lo tiene como recuerdo sagrado; la
izquierda lo odia profundamente por su cruel significado de la tragedia
colectiva de la Guerra Civil y las nuevas generaciones, que no conocieron al
tirano ni saben cómo se las gastaba, comienzan a tomarlo como objeto de chanza
y escarnio solo porque mola jugar a zaherirlo y a este paso acabará convertido
en una putrefacta ruina histórica a merced de todas las bestialidades propias
del estercolero de las redes sociales.
Los socialistas durante sus Gobiernos con mayoría absoluta
no tuvieron el coraje de levantar los huesos del dictador para entregarlos a la
familia, pero ese deber corresponde cumplirlo a la derecha porque solo así las
heridas de la guerra quedarían en verdad cicatrizadas.
El dictador tiene bien merecida una sepultura privada, esta
vez realmente cristiana, para que duerma el eterno olvido lejos de esa cruz que
no es sino una proyección de su impotencia, una forma ostentosa del complejo de
castración, según algunos psicoanalistas.
Hoy es la fiesta de la resurrección. La primera lección que
uno debe aprender de este día es a salir del propio sepulcro, aunque cada uno
resucita como puede.
Algunos lo hacen discretamente de madrugada sin que se
entere nadie. Así debería sacar la derecha a Franco de la tumba.
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