Salvajada. Mientras los jugadores de Independiente, Talleres y Belgrano daban un mensaje de paz, en las tribunas los silbaban. (Foto: Télam) |
Por Hugo Asch
“El fanatismo es a la
superstición lo que el delirio es a la fiebre, lo que la rabia a la cólera. El
que tiene visiones, toma sus sueños por realidad y su imaginación como
profecía. Es un fanático de enormes esperanzas, pronto podrá matar por amor de
Dios.
Voltaire (1694-1778);
de “Fanatismo”, incluido en su “Diccionario filosófico” (1764).
El 3 de agosto de 1983 fui testigo del fusilamiento más
lento de la historia. En su tribuna de la Bombonera, La 12 perfeccionaba su
puntería lanzando bengalas marinas, esas estelas luminosas que brillan en el
cielo oscuro en caso de emergencia. Una voló sobre los palcos y desapareció;
otra dibujó un arco cerrado y se clavó en el césped mientras salían los
equipos; dos se estrellaron contra los escalones vacíos de la tercera bandeja.
La multitud de Racing que se apretujaba abajo festejaba tanto tiro fallido.
“¡Óóóleee…!, se burlaban.
La última, finalmente, dio en el blanco. El partido había
empezado cuando la bengala, lenta y fatal, viajó de tribuna a tribuna, hasta
impactar en aquel mar humano. Como una piedra que cae en un espejo de agua, se
produjo un movimiento circular y algo quedó en el centro, inmóvil. Levanté mis
binoculares. La imagen era dantesca. “Le sale fuego de la cabeza”, dije con un
hilo de voz. Mi vecino de platea me arrebató los lentes. “¿Qué fuego? Se
abrieron para que pueda respirar, ¿no ves cómo están?”, se entregó, manso y
tranquilo, al enorme poder de la negación.
El partido seguía mientras se llevaban el cuerpo. Terminó 2
a 2. A la salida, como un autómata, caminé hasta el centro. Supe, por la tapa
de Crónica, que la bengala se había clavado en el cuello de Roberto Basile, 25
años, empleado bancario. Años después, la frase involuntariamente poética de un
hincha que le pedía un tema sobre ellos –“Flaco, ¡todo lo hacemos por amor a
los colores!”–, inspiró a Spinetta, que transformó la tragedia en arte.
“Adentro queda un cuerpo/ la bengala perdida se le posó/ allí donde se dice gol
(…) Por un color/ sólo por un color/ no somos tan malos/ ya la cancha/ estalla/
en nada”, dice en su La bengala perdida, una bellísima canción.
Esa Argentina posdictadura, tan idealista, llena de ilusión
o naif, ya no existe. Así como en 1951 un descarnado Theodor Adorno escribía en
su Crítica, cultura y sociedad: “Es imposible escribir poesía después de
Auschwitz”; este tiempo cruel y de vuelo corto no deja espacio para la
metáfora. Las cosas se hacen a lo bestia, sin anestesia.
Emanuel Balbo era uno más en la previa del clásico cordobés.
Todos de Belgrano, ni uno de Talleres. Nadie se preocupa ya por eso. La
incapacidad del Estado para garantizar la seguridad del público visitante está
impuesta y aceptada. Sin embargo, la violencia crece y se profundiza con los
barras y sus feroces internas por la caja, y conflictos que parecen copiados
del teatro del absurdo de Ionesco o Jarry.
La víctima reconoce al hombre que mató a su hermano. La
manera en que el increpado se defiende refleja con escalofriante exactitud el
estado de las cosas. “¡Este culiao es de Talleres!”, lo señaló. No hizo falta
nada más. Balbo fue golpeado y pateado desde lo alto de la tribuna hasta la
última boca de acceso. Allí lo arrojaron al vacío. Su cabeza se destrozó al
chocar contra el cemento.
Las viejas fotos muestran a Basile muerto, con la bengala
clavada en el cuello, rodeado de hinchas aterrorizados. Se hace difícil
encontrar la misma expresión en los testigos de la fría ejecución de Balbo, en
tanto “infiltrado” del enemigo. Una mujer de anteojos, asustada, cubre sus
mejillas con las palmas de sus manos. Dos abren la boca. El resto, réplicas de
Meursault, el extranjero de Camus, observa sin emoción. Alguno frunce el ceño.
Varios sonríen. Un padre, impávido, mira la escena con su hijito en brazos. Los
que lo empujan estallan de furia y goce. Ninguno es barra y eso es lo que más
perturba. Son gente común, anestesiada. El problema de un “otro” no los roza.
¿Por qué pasa lo que pasa? ¿Por qué lo que llaman grieta y
tanto se parece a la lógica amigo-enemigo de Carl Schmitt –(1888-1985),
filósofo político, nazi y teórico de la realpolitik– lo ha invadido todo,
idiotizando mentes y almas?
Como dice Voltaire y Dylan canta, con dolorosa ironía, el
fanatismo y el odio se profundizan siempre “con Dios de nuestro lado”. Un
fanático no duda, y en tanto indudable, su mente se estanca en la viscosa
posverdad, la repetición del mensaje deseado –cierto o no–, que niega al
diferente y lo culpa de todo mal.
¿Qué sucedió cuando los planteles de Independiente y
Talleres, junto al de Belgrano, se juntaron en el estadio cordobés para dar un
mensaje de unión y tolerancia? Hubo silbidos y el canto de guerra contra el
rival-enemigo: “¡Vos sos de la B…!”. Una salvajada.
Pero hubo más. En cuanto se supo que Belgrano deberá jugar
como local sin público y fuera de Córdoba hasta que definan la sanción –que
será dura, con quita de puntos–, una lluvia de insultos, amenazas y fotos de
armas saturó el celular de Chiqui Tapia, el presidente de AFA. Enfurecida, una
estudiante de periodismo había hecho público su número en un foro de internet.
Ay.
A partir de la profunda crisis de representatividad del
sistema de partidos políticos, muchos –demasiados–, huérfanos de
identificación, adoptaron la bandera tribal de su club como único estandarte.
Hoy no abundan los que serían capaces de dar su vida por una idea. Pero sobran
los que, ciegos, salen a matar o morir por los colores. Así estamos.
En este contexto, mientras los barras sigan al frente de sus
rentables pymes multiservicio, impunes y asociados al poder –punteros
políticos, dirigentes, policías, dirigentes, funcionarios– no habrá manera de
combatir ese sistema perverso y violento con un mínimo de seriedad.
¿Demasiado pesimista? Sí, tal vez. Aunque a decir verdad,
compatriotas, un pesimista no es otra cosa que un optimista con información.
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