Por Guillermo Piro |
Alguien debería tomarse el trabajo de recopilar esos
diálogos, esas apariciones fugaces en la literatura que tienen tanta realidad
como lo irreal, que consiguieron filtrarse, entrar, de modo que muchos creen
saber cuál es su lugar, cuando su lugar es sólo la imaginación o el engaño, que
vendría a ser lo mismo. Al mismo tiempo, esos elementos extraños sirven de
proba probante para algo tan pueril como saber si nos están engañando –no tan
pueril en realidad.
Si alguien asegura haber leído en El Quijote aquello de
“Ladran, Sancho, señal que cabalgamos”, estará confirmando que nos miente,
porque lo primero –o lo segundo– que sorprende a cualquier lector es justamente
la ausencia flagrante de esa expresión. Lo mismo courre con “Elemental, mi
querido Watson”, algo jamás puesto en boca de Sherlock Holmes por Arthur Conan
Doyle. Una novela y la personalidad de su protagonista resultan mucho más ricas
que la imagen que se instaló y quedo cristalizada de ellas: se dice que a
Pinocho la nariz le crece cada vez que miente. Lo cierto es que, en el libro,
la nariz le crece a Pinocho cuatro veces, y no siempre por mentir. La primera
“erección” de Pinocho tiene lugar apenas Geppetto se la talla; la segunda, ante
la olla pintada en la pared de su casa; la tercera, en presencia del Hada; la
cuarta, ante un pobre viejo que le informa sobre la suerte del niño accidentado
en la playa. Es cierto, la nariz le crece por mentir en el segundo caso, pero
en el segundo caso se trata menos de un niño que miente que de un niño
aterrado: de haber sobrevivido a un ahorcamiento se encuentra de golpe en una cama
extraña ante una niña de cabellos azules con serios problemas de afectividad.
Que Pinocho mienta en esas circunstancias demuestra el completo control de sus
emociones y, sobre todo, una valentía extrema: cualquier otro en su lugar
preferiría volver al cadalso. Pero hay más: son expresiones que como caballos
de Troya entran subrepticiamente en la ciudad, o sea en nosotros y en nuestra
confianza, para dominar nuestra imaginación y someterla. El caballo de Troya,
ya que lo mencionamos.
Muchos aseguran haber leído en La Ilíada el pasaje que
describe el modo en que los aqueos consiguen entrar a la ciudadela troyana,
cuya invención se atribuye a Ulises y su construcción a Epeo, que no era ni
carpintero ni maestro mayor de obras, sino un simple soldado. José Edmundo
Clemente se detiene en esto en Historia de la soledad, un libro publicado en
1969 en la Argentina por Siglo XXI. Clemente se tomó el trabajo de consultar el
diccionario Espasa, y parece ser que hasta el abultado diccionario cae en la
alucinación popular de describir la hazana ocurriendo en La Ilíada. Es gracioso
ver en algunas ediciones al caballo ausente soberano de las tapas, demostrando
que ni siquiera los editores leen las cosas que publican. Clemente invita a comprobar que no hay
caballo leyendo los XXIV cantos del poema homérico. Hay, en cambio, breves
alusiones en La Odisea, que dicen poco de los soldados callados dentro del
incómodo caballo. El aedo de la corte de Alcinoo, Demódoco de Corcira, lo
menciona al pasar en el canto VIII, cuando canta delante de Ulises episodios de
la Guerra de Troya. ¿Cómo es posible entonces que un pasaje presente en una
obra llegue a representar con tanta fidelidad a una obra en la que ese pasaje
está ausente? Clemente dice que en su opinión esa es la metáfora más alta y
valedera de la mitología.
Clemente se tomó el trabajo de contar: “Tres veces se
menciona en La Odisea el famoso caballo, con menos de 46 versos en total en un
poema de 12.110”. Es hermoso cuando en una discusión alguien habla con
semejante precisión.
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