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miércoles, 5 de abril de 2017

A calles tétricas, festín pagano

Por Javier Marías
Es extraño cómo perviven algunas costumbres de la infancia, mientras que otras se olvidan para siempre. Para parte de mi generación, de la anterior y de la siguiente, la horrorosa Semana Santa tiene un lado divertido y festivo cuyo origen, sin embargo, se remonta a uno de los rasgos más siniestros de aquélla. 

Hoy cuesta creerlo, pero durante todo el católico-franquismo, la Iglesia logró arrancarle al régimen no pocas imposiciones para el conjunto de la ciudadanía.

De niño y adolescente odiaba esa época con todas mis fuerzas: no era sólo que las calles –exactamente igual que ahora– se vieran tomadas impune y abusivamente por tétricas procesiones de encapuchados, enlutadas señoras ceñudas, penitentes descalzos que se azotaban los lomos y ominosas trompetas y tambores, como si los zombies más atroces se apoderaran del espacio público, o quizá el Ku-Klux-Klan con libertad plena para sus aquelarres crematorios. Era que durante ocho interminables jornadas –o eran diez, desde el llamado Viernes de Dolores hasta el Domingo de Resurrección que ponía fin a la pesadilla–, la radio y la televisión tenían prohibidas las canciones “alegres”, es decir, casi todas las canciones; los cines se veían obligados a interrumpir sus programaciones normales y a proyectar películas “piadosas”, por lo general sórdidas y soporíferas; en los hogares católicos (y el de mis padres lo era, sin la menor exageración, por suerte), a los niños se nos reprendía si cantábamos o silbábamos –en aquellos tiempos se cantaba y silbaba mucho, y por eso los españoles sabían entonar y no hacer gallos, a diferencia de hoy: la educación musical abandonada como la de la Filosofía y la Literatura–. “No debéis mostrar alegría”, nos regañaban las abuelas, “porque estos son días de luto y de gran lamento”. No entendíamos que se lamentara por decreto una imprecisa leyenda con veinte siglos de retraso. ¿Teníamos que estar tristes por eso críos de nueve o diez años, tendentes al contento? Ni un cine desobedecía: supongo que los multaban o cerraban si alguno se atrevía a exhibir un western, o una bélica o de risa, no digamos una comedia como Con faldas y a lo loco, que la Iglesia consideraba obscena.

Los niños temíamos aquella eternidad de capirotes malignos, de efigies feas y tenebrosas, aquella celebración malsana (¿cuántas procesiones diarias?, ¿cuántas sigue habiendo en 2017?) de remotas truculencias. No nos engañemos: aquellas Semanas Santas se parecían enormemente a los territorios hoy controlados por el Daesh o por los talibanes, en los que todo está vedado: la alegría, la música, el tabaco, el alcohol, la risa, el fútbol, el baile, la cara afeitada, un centímetro de piel descubierta, todo. Al menos aquí no se latigaba ni degollaba al infractor. Pero el espíritu era similar.

Sin embargo, había un resquicio. Entre las películas “piadosas” se aceptaban las bíblicas y las que sucedían en tiempos de Cristo, con mayor o menor presencia de lo religioso. Lo cual significaba, en la práctica, que se proyectaban masivamente “las de romanos”, como entonces se las conocía (el término peplum se popularizó más tarde). Y como algunas de las de aquella época eran excelentes, y principalmente de aventuras, los niños nos refugiábamos en ellas y así huíamos de MolokaiMarcelino pan y vino y Fray Escoba, que nos resultaban tostoníferas.

Nos acostumbramos a ver cada año, en estas fechas, Ben-Hur y Quo Vadis, Barrabás y Los diez mandamientos, Rey de Reyes y La túnica sagrada, Espartaco y La caída del Imperio Romano, de las que tanto copió Gladiator hace ya decenio y medio. Pues bien, conozco a bastantes personas, entre ellas la por mí más querida, que, cuando llega la Semana Santa todavía insoportable en las calles, se las prometen muy felices ante la perspectiva de ponerse en DVD –otra vez– todas esas películas. O de pillarlas en televisión, pues no son pocos los canales que se apuntan a esa costumbre o nostalgia y vuelven a programarlas. Es como si las fechas nos dieran licencia para atracarnos de películas “de romanos”, algo que no solemos permitirnos en otoño, invierno o verano. La vieja imposición de la infancia –mejor dicho, el viejo resquicio por el que respirábamos– se convierte en patente de corso para abandonarnos sin mala conciencia a un festín de bajas pasiones e inauditas crueldades de la antigüedad más vistosa. Ahora tocan las carreras de cuadrigas, los combates de gladiadores y los envenenamientos en palacio, toca ver al malvado Frank Thring interpretando a Herodes, al despiadado Ustinov a Nerón y al histriónico Christopher Plummer a Cómodo. A Jack Palance con sus escalofriantes risotadas silenciosas y a Stephen Boyd o Messala con sus turbios odios y amores. Las apariciones del Cristo o de San Juan Bautista o la Magdalena son aburridos paréntesis que pagamos con gusto. Hemos heredado eso: licencia para sumergirnos en el incomparable mundo romano ficticio. Lo pagano en su apogeo.

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