Por Jorge Fernández Díaz |
El alcalde recordó en la Gran Sala de Conciertos aquella
tormenta voraz: llovía sobre Buenos Aires, el arroyo Maldonado se había
desbordado y Rodríguez Larreta avanzaba con el agua hasta la cintura mientras
oía los insultos de un vecino a quien la corriente le había arrebatado el auto.
No hizo falta explicar mucho; el gabinete nacional ampliado que se daba cita el
jueves en la Ballena Azul del CCK captó de inmediato el mensaje motivacional: a
pesar de los insultos y el escepticismo, seguimos adelante, construimos una
gran obra y Juan B. Justo nunca más se inundó.
La parábola, sin embargo, revela
el lugar exacto en el que el oficialismo se percibe: bajo un diluvio de
críticas, en medio de una tempestad y con el agua todavía lejos del cuello,
pero rozándole el ombligo. Es que, como señaló esta semana el escritor Juan
José Millás: "Las cosas no van bien, como dice el Gobierno. Ni mal, como
digo yo. Van bien y mal a la vez". No se refería a la Argentina sino a
España, pero el concepto sirve para describir un momento dual y ambiguo. Que
tuvo su perfecta condensación cuando la diputada kirchnerista María Cristina
Britez interrumpió al presidente constitucional en pleno discurso para
entregarle una bolsa de yerba, asegurarle que mentía acerca de la recuperación
de las economías regionales y denunciar que vivía en una "realidad
virtual". La legisladora pertenece a La Cámpora, que durante años calló
vergonzosamente las crisis regionales provocadas por Kicillof y que participó
con alegría en la delirante realidad paralela creada por Cristina Kirchner. Esa
hipocresía no borra, sin embargo, algo que le compete a Cambiemos: algunas
economías regionales se recuperaron, pero otras permanecen bajo la dramática
línea de flotación.
Un ocurrente ciudadano dijo estos días en Twitter que los
peronistas te incendian la casa y luego se presentan a venderte un seguro
contra incendios. La autoridad moral de los críticos es muy baja, pero eso no
implica que algunos de sus señalamientos no sean ciertos. Y esa doble verdad
atraviesa y explica hoy casi todo el teatro político. La presurosa adhesión a
la ofensiva sindical por parte de Osvaldo Cornide llama a risa y a tristeza.
Hombre de relaciones vidriosas con la dictadura, compañero de tenis de Menem y
luego cómplice entusiasta del mismo kirchnerismo que estancó la economía y
quebró el Estado, hace unos meses se despellejaba las manos aplaudiendo la ley
Pyme que anunció Macri y ahora corre presuroso a plegarse a los caciques que
intentan desestabilizarlo.
Nada de todas estas picardías y pecados invalidan, no
obstante, el hecho de que se cerraron en quince meses más de seis mil
comercios, que muchas pymes están sufriendo y que el mercado interno se
encuentra resentido. Aunque es falso que la apertura de importaciones sea
indiscriminada; en 2016 entraron un 7% menos de productos importados que
durante el último año de Cristina y un 25% menos que en 2011. Algo que de paso
llama a una pregunta fatal: ¿cómo puede ser que el Gobierno permita que le
instalen en la opinión pública la idea contraria? La misma indolencia habilitó
que se cristalizara la sensación de que gobiernan para los ricos.
Asiste mucha razón a los industriales que alertan sobre el
atraso cambiario; de lo que no hablan tanto es de cómo se arreglaría ese
desperfecto: con una megadevaluación que licuaría los salarios y tendría un
fuerte efecto inflacionario. El peronismo lanza diagnósticos apocalípticos
sobre la performance económica, pero los dos referentes de Scioli son
optimistas y auguran prosperidad: Mario Blejer dijo que las correcciones
encaradas se debían hacer y que "la Argentina va a estar en condiciones
extremadamente favorables", y Miguel Bein coincidió con Dujovne al afirmar
que la recesión se terminó y según sus cálculos, el PBI está creciendo a un
ritmo anual del 4%. De haber ganado el Frente para la Victoria, ninguno de los
dos habría sugerido rehuir la baja del déficit heredado (medida contractiva) ni
las políticas expansivas para despertar el consumo del letargo, dos asuntos que
son contradictorios pero que al parecer deben forzosamente coexistir. Es decir,
que en principio, el peronismo no estaba dispuesto a bombear dinero de manera
irresponsable para ganar las elecciones de medio término, poniéndose al borde
de un colapso puntual o por entregas, como aconsejaría el manual populista.
La complejidad y el doble discurso signan una coyuntura
difícil. Los triunviros que organizan la movilización del martes son los mismos
que participaron durante todo el año de la mesa de diálogo con funcionarios y
hombres de negocios. Los guerreros de hoy se mostraban allí pacifistas
comprensivos de las dificultades, y eso que aquellos meses eran los peores. Es
significativo que recién comiencen las hostilidades cuando las variables de
inversión pública y privada, exportaciones y consumo estén mejorando por la
baja de la inflación, la reactivación de Brasil, el impulso de la construcción
y el empuje de la agroindustria: a pesar de las dificultades visibles, se
registraron 85.000 nuevos trabajos en blanco.
Un dirigente cegetista se encontró los otros días con un
ministro y le preguntó cómo estaba. El ministro no ocultó su amargura por la
marcha. "No te calentés por esa boludez", le respondió el
gremialista, campechano. Venden en privado que es una catarsis para contentar a
las bases, curarse contra la presión de los clasistas, contener a las
organizaciones sociales y ordenar al peronismo, que no tiene líder ni rumbo.
Los CEO tienden a creerles a sus simpáticos interlocutores, a quienes les
regalaron lo que Cristina les retaceaba: millonarias sumas por las deudas de
las obras sociales y triunfos relevantes en el plano legislativo. Algo similar
hicieron con las organizaciones sociales. Macri les otorgó a esos dos sectores
algo que el gobierno kirchnerista no llegó a concederles, y además les puso la
oreja, los sentó en las grandes discusiones y los trató con gran deferencia.
"Has confiado la oveja al lobo", le decía Terencio a un ingenuo.
El senador Mario Negri sacó algunas cuentas el martes por la
noche en Olivos: en 24 años de gobiernos peronistas, la CGT hizo 12 paros
nacionales, y en ocho años de administraciones radicales, lanzó 22. A Raúl
Alfonsín tardaron nueve meses en plantarle una huelga general; a Fernando De la
Rúa le dieron sólo sesenta días de tregua, y a Carlos Menem le armaron una
protesta recién a los 40 meses de gestión, en un período donde ya se veían
todos los hilos de la privatización a mansalva y otras malarias del Consenso de
Washington. A Néstor no le hicieron un solo paro, puesto que, como todo el mundo
sabe, vivíamos en el paraíso terrenal. A Cristina, la primera medida de fuerza
la golpeó recién en 2012, y sólo una parte de las centrales obreras se
atrevieron a semejante herejía.
Es por eso que discutir hoy en términos de izquierda o
derecha es igual que hablar de marxismo durante la época de unitarios y
federales. La hegemonía populista nos trajo hasta este fracaso rotundo, y aún
no sabemos si Macri será un vagón más de la decadencia o logrará constituirse
en una locomotora del progreso. Le dará esta semana una sonora bofetada en la
calle la misma fuerza que trabajó activamente para fundir el país. La
inactividad docente y la rebelión del fútbol tampoco dejarán de dañarlo. El
Presidente está en puente Pacífico, con el agua hasta la cintura y llueven
peronistas en casco. Veremos si se cumple el determinismo histórico de su
alcalde.
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