Por Tzvetan Todorov |
¿Qué es el moralismo? Es la lección moral dictada a los
otros, de la cual quien dicta la lección se siente orgulloso. Ser moralista no
quiere decir en absoluto ser moral.
El individuo moral somete su propia vida a
los criterios del bien y el mal, que rebasan sus satisfacciones o placeres.
El individuo moralista somete a tales criterios la vida de
los que lo rodean; saca su virtud únicamente de la denuncia de sus vicios. Pues
el moralista no pierde su tiempo en elogiar el bien, ni en los otros, ni
siquiera en él mismo; el beneficio indirecto -que
él extrae de su postura, la de denunciador
del mal en general- le basta. Siempre ha sido así: aquel que delataba a la mujer adúltera
para la venganza de los otros gozaba secretamente de su propia superioridad. El
moralista se parece, entonces, a aquel a quien se llama algunas veces el
fariseo, si se pone el acento menos en su ocasional hipocresía, o en su
formalismo, que en su tendencia a juzgar a su prójimo con severidad. El
moralista vive en la buena conciencia, está animado de lo que se llama en
inglés self-righteousness; como complemento de ello, vigila meticulosamente las
faltas de los otros.
El moralismo convertido en fuerza política se moldea en las
tradiciones culturales de cada país y se reviste, por lo tanto, de formas
diversas. En la Europa latina y católica, se ve la tara del moralismo en otra
parte (lo cual es en sí una forma de moralismo), sobre todo en los vecinos del
norte, germánicos o protestantes: se trata, en el sentido peyorativo, del
"espíritu puritano". En nuestros días, los europeos reunidos
constatan, entre divertidos y consternados, que este espíritu puritano reina
todavía en los Estados Unidos, y sea cual fuere la obediencia política de sus
portadores: la izquierda convertida a lo "políticamente correcto" no
es menos moralista que la derecha conservadora que abruma al presidente del
país por sus locuras conyugales y por la dificultad que experimenta para
confesarlas en la plaza pública.
Francia posee, sin embargo, su propio moralismo, y es el que
me interesa en este momento. Este moralismo tiene una historia compleja, pues
los principios morales a los cuales se refiere han evolucionado en el curso del
tiempo. En efecto, el moralismo tiene necesidad de apelar a los valores
aceptados poco más o menos por todos. Es bien sabido que, hasta una cierta
época, estos valores eran definidos por la iglesia católica; el moralismo
tenía, pues, una base religiosa. En la Francia posrevolucionaria se afirmó
progresivamente otro conjunto de valores, republicanos y laicos, encarnados en
quien instituyó la Tercera República, emblema de abnegación y de lealtad. Al no
poder la iglesia cristiana pretender jugar el papel de directora de conciencia,
y en agonía el espíritu laico por esta misma razón, es a un nuevo conjunto de
valores a lo que se refiere el moralismo de ahora.
A diferencia del moralismo cristiano, este último está
claramente marcado en la izquierda. El mal absoluto, del cual todo moralista
tiene necesidad para poder arrojar el oprobio sobre los que, a sus ojos, no se
han alejado bastante de él, es tomado aquí de la historia reciente, con el
nazismo como su punto culminante; se deja entonces designar por medio de
términos como fascismo, racismo, antisemitismo. Por el hecho de que se quiere
de izquierda, el moralista no pone en el mismo plano crímenes nazis y crímenes
comunistas. La palabra "genocidio" no es nunca aplicada a las
masacres perpetradas en Rusia, en China o en Camboya; el moralista exigirá el
castigo de Pinochet, responsable de una dictadura sangrienta, nunca el de
Castro. Hoy, la ideología fascista y los regímenes que la han encarnado son, de
hecho, condenados por todos; es obvio entonces que la persona que puede ser
sospechosa de connivencia con ellos o con sus avatares más recientes merece ser
puesta en la picota. Su denunciador, como revancha, puede enorgullecerse de
cumplir un trabajo de salubridad pública.
En nuestros días, los participantes directos de las
fechorías nazis son cada vez menos, aunque los últimos procesos por crímenes
contra la humanidad le hayan dado ocasión a los nuevos moralistas para dar
pruebas de mucho heroísmo retrospectivo. Queda siempre la posibilidad de volver
a examinar el pasado y de mostrar que los personajes tenidos habitualmente en
gran estima se habían comprometido en realidad, de cerca o de lejos, con los
poderes fascistas; de practicar, por lo tanto, una especie de delación póstuma.
Por otra parte, el reciente recrudecimiento de los movimientos de extrema
derecha, asimilados para la ocasión con el hitlerismo, ha permitido
reactualizar estas acusaciones; la peor sospecha que hoy se puede lanzar sobre
alguien es la de "hacerle el juego al Frente Nacional".
La contaminación por el "fascismo" se persigue sea
cual fuere el número de etapas por las que haya que pasar para establecer la
conexión, y puede cumplirse sin saberlo el interesado: sus declaraciones de
intención son tenidas por nulas y no ocurridas. Para ilustrar estas modalidades
de la persecución moralista, se podría recordar el caso de Gilles Perrault,
bien conocido por sus compromisos de extrema izquierda, culpable sin embargo de
no haber denunciado con vigor suficiente a dos ex simpatizantes de los
negacionistas: Perrault se situó aquí en el cuarto grado con relación al crimen
original, y no está menos salpicado por el horror de éste. O también, el de los
críticos de arte, Jean Clair, Jean-Philipp Domecq, Benoit Duteurtre, que se
atrevieron a criticar el arte de vanguardia, pesadamente subvencionado por el
Estado: Hitler estaba contra las vanguardias artísticas, por lo tanto todos sus
críticos son criptohitlerianos. Algunos de ellos fueron además
"desenmascarados" al publicar en la revista Krisis, que reivindica
los valores de la derecha. O el caso de Taguieff, uno de los mejores analistas
del racismo y de la extrema derecha en Francia: su conocimiento íntimo del
asunto terminó por hacerlo sospechoso y, además, cometió también el error de
participar en debates contradictorios con autores que se declaran abiertamente
de derecha y de prestarse al juego peligroso del diálogo. O el de Alain
Brossat, acusado de negacionismo y, por qué no, de antisemitismo, por haber
criticado la política del Estado de Israel en relación con los palestinos...
El discurso de los nuevos moralistas posee procedimientos
retóricos y argumentativos. Su cita favorita proviene de Brecht: "Siempre
es fecundo el vientre de donde surge la Bestia", testimonio de que su
compromiso neoantifascista se inscribe en una larga tradición. Por la misma
razón, emplean de buena gana términos como "lucha",
"resistencia", "vigilancia", apropiándose así de los restos
del espíritu revolucionario, por otra parte en trance de quedarse desheredado
en la actualidad. Las deducciones toman a menudo en este caso la forma de un
sofisma por contiguuml;idad, del que se infiere la identidad de dos sujetos a
partir de un atributo común: X es publicado por la editorial que ha publicado
igualmente a Y, el cual puede ser sospechoso de simpatías por la extrema
derecha (el racismo, el antisemitismo), entonces X... La información principal
es con frecuencia presupuesta en lugar de ser planteada, de manera que no se
presta ni a la verificación ni a la invalidación: más bien que "X es un
nazi (un esbirro de Vichy, un partidario de Le Pen)", se dirá "La
duda subsiste: ¿X era colaboracionista?"
El procedimiento más común, y de alguna manera fundador, es
empero el del tercero excluido: todos los que no son antifascistas como
nosotros pueden ser sospechosos de complacencia con el fascismo. Tal era ya,
según se sabe, la táctica de los comunistas en los años treinta, que les
permitía camuflarse de nobles antifascistas. Su consecuencia es la demonización
sistemática del adversario: todo contacto con el mal es de inmediato juzgado
como máxima, y prolongado al conjunto del cuerpo en cuestión (el Frente
Nacional y fascista de un extremo a otro). La única actitud apropiada ante
semejante enemigo sería la guerra (civil); todo intento de introducir matices
es una traición.
El nuevo moralismo no está oficialmente ligado con el Estado
ni las instituciones; sus presas no corren el riesgo, como antes, de ser
perseguidas por la Inquisición, ni de caer en prisión, ni de ver quemados sus
libros. Es en los medios de comunicación donde se ejerce, antes que nada, el
nuevo moralismo, incluso si en ocasiones puede alcanzar las salas de audiencia
de la justicia o tomar la forma de un libro. Pero no hay que subestimar el
poder de los medios de comunicación: un individuo acusado de complicidad (se
preferirá decir: de colaboración) con el mal tendrá bastantes dificultades para
defenderse, de lavarse de las acusaciones que se apoyan en los valores
unánimemente aprobados. Como dice Taguieff: "en el espacio público de la
democracia moderna, la condena a muerte social se logra por medio de la máxima
difusión del acta de acusación"; es por eso que la posición del periodista
le conviene idealmente al nuevo moralista. Acusación vale aquí como
condenación, y no se debilita en absoluto por la publicación, tres semanas más
tarde, de una rectificación o de la carta de un lector disonante. La denuncia
pública se transforma en señal de que la caza de brujas ha comenzado. El
ostracismo social, los estigmas de la sospecha no son menos eficaces que las
antiguas formas de represión, aun si son menos brutales.
Podría decirse que las prácticas de los nuevos moralistas no
suscitan forzosamente la admiración, pero que no obstante son necesarias, en la
medida en que permiten contener y combatir un mal todavía más grande. Pero tal
argumento no resiste el examen. Se puede partir de esta simple constatación:
desde que los moralistas hacen estragos, la extrema derecha no ha dejado de
consolidarse y reforzar sus posiciones; el fracaso de esta estrategia es
patente. La razón de su ineficacia está en su maximalismo: a fuerza de
calumniar al enemigo, produce un cuadro que no se parece ya al modelo y no
resulta, por lo tanto, creíble. Por detestable que sea su ideología, el Frente
Nacional no es ni un resurgimiento del nazismo, ni una organización terrorista;
es el portador de reivindicaciones múltiples, entre las cuales algunas merecen
menos desprecio que otras.
Se puede preguntar, por añadidura, si el debilitamiento de
este enemigo es realmente el fin de los moralistas. Todo ocurre como si una
cierta prensa de izquierda hiciera todo lo que puede para afirmar la
importancia de la extrema derecha, asegurándose de la cobertura detallada de
sus menores gestos. ¿Quién habría oído hablar jamás de los oscuros escritos
negacionistas sin la constante publicidad que les garantizan sus denunciadores?
Éstos exigen hoy que los negacionistas sean perseguidos por crímenes contra la
humanidad, puesto que los criminales originales ya han sido juzgados: ¿no es un
honor insigne? Y es que, si desapareciera el peligro "neofascista" o
"neonazi", ya no habría necesidad de combatientes
"neoantifascistas". Así como la izquierda en su conjunto tiene
interés en que el Frente Nacional se mantenga y sea relativamente fuerte, para
legitimar sus posiciones y debilitar a la derecha; así los moralistas tienen
interés en que la extrema derecha siga viva; ellos contribuyen a su manera.
Y lo que es más, como esto ocurre a menudo cuando el mundo
está dividido en dos bloques mutuamente excluyentes y forzosamente simétricos,
el remedio no siempre es mejor que la enfermedad. El extremismo antiextremista
es, a pesar de todo, un extremismo. "A Le Pen una bala, al fin una
ráfaga" es una consigna neoantifascista que no tiene nada que envidiarle,
en su radicalismo, al mal que combate. En nombre de la lucha contra la
exclusión, se excluye de buena gana a quienes no piensan como nosotros. Ahora
bien, para combatir eficazmente a la extrema derecha, no basta lanzarle
invectivas; más vale conocer sus ideas y sus argumentos, y refutarlos con
otros, que sean mejores. Lo cual, por lo demás, no bastará para liquidarla,
pues sus ideas no son más que una de las razones que atraen hacia ella a los
electores; otras son la necesidad de identidad colectiva, de seguridad
personal, de protesta radical.
¿Quiere eso decir, por lo tanto, que la simetría es
perfecta, que el antirracismo es tan culpable como el racismo, que los
neoantifascistas no valen más que los neofascistas? No, pues eso sería comparar
lo incomparable. Los actos racistas se multiplican todos los días y sus
víctimas los sufren en su cuerpo y en su dignidad. Los desbordamientos
neoantirracistas son una forma de discurso con el que sufre la reputación de
unos cuantos individuos. ¿Quién se atrevería a comparar a los verdugos de las
cámaras de gas con los antinegacionistas demasiado celosos? Pero es un hecho
que, en principio, esta forma de combate fortalece al adversario en lugar de
debilitarlo y que, al mismo tiempo, atrofia el debate público antes que
vivificarlo.
En verdad, en materia de elecciones existenciales o
políticas, el tercero no está habitualmente excluido, ni siquiera el cuarto,
incluso el quinto... No se está obligado a elegir entre simpatizar con los
asesinos o lanzar gritos de alegría cuando reciben la inyección mortal. Lo
contrario de un mal no es forzosamente un bien; puede ser otro mal. Es posible
estar en desacuerdo con los nuevos moralistas, sin por ello convertirse en
antisemita, negacionista, xenófobo, racista, fascista o lepenista. ¿No estoy
entonces en trance de unirme a la familia moralista por el hecho mismo de que
me excluyo de ella y de que la condeno? Semejante conclusión tendría como
corolario la renuncia a toda crítica de la vida pública. Sobre todo, no hay
ninguna razón para asimilar la estigmatización pública de las personas con el
examen crítico de una opinión o de una ideología; se pueden condenar las ideas
o los actos sin jamás postular que sus agentes se reduzcan a ellos por entero.
Un precepto para el próximo siglo podría ser: comenzar por
combatir, no el mal (en los otros) en nombre del bien (que nosotros
detentamos), sino la confianza de quienes pretenden saber siempre dónde se
hallan el bien y el mal; no al diablo sino -en
principio- a los maniqueos.
Traducción de David
Huerta
© Letras Libres /
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