Por James Neilson |
Parecería que la costumbre nacional de celebrar elecciones
importantes en octubre o noviembre hace que las campañas duren ocho meses o
más, lo que no sería el caso si el “año electoral” terminara en abril. En tal
caso, se trataría de intervalos hiperpolitizados relativamente breves, como los
que suelen darse en Europa, no de etapas larguísimas en que distintas facciones
presionan cada vez más para conseguir ventajas sin preocuparse demasiado por
las consecuencias para el país en su conjunto.
Como pudo preverse, el torneo político arrancó con
puntualidad el primer día de marzo. No bien llegaron a su fin las vacaciones de
verano, los sindicatos docentes pusieron en marcha su rutinario plan de lucha y
otros decidieron que les convendría iniciar los suyos, asegurando así que la
temporada se iniciara con un estallido de protestas que amenazan con continuar
hasta el 22 de octubre, lo que es una pésima noticia para el gobierno de
Mauricio Macri.
Además de sentirse tentado a reaccionar todos los días ante
las críticas e insultos dirigidos contra su persona, lo que entrañaría el
riesgo de que provocara conflictos aún más graves que los ya anunciados porque
una palabra urticante de su parte brindaría a sus adversarios una excusa para
organizar manifestaciones de repudio, sabe que ver a la Capital Federal
convertida en un hervidero lleno de piqueteros, vecinos legítimamente enojados
por alguno que otro atropello, sindicalistas, camporistas pendencieros e
izquierdistas violentos podría asustar a los inversores en potencia que
quisiera seducir.
No es que falten motivos para protestar. La Argentina es un
país más pobre de lo que muchos suponen en que sectores muy amplios se sienten
injustamente postergados. Uno es el conformado por los docentes. Hace medio
siglo, el escritor francés Pierre Kalfon se mofó de la maestra, aquel
“personaje inefable de la lumpen burguesía argentina”, que por un “salario
irrisorio” intentaba educar a los chicos en las escuelas públicas. Los
estereotipos nos dicen mucho: en la imaginación popular alemana, el maestro
típico es, o era, un clasicista severo; aquí su equivalente es una mujer
“abnegada”.
Virtualmente nada ha cambiado desde que Kalfon escribió su
libro sobre la Argentina. A pesar del presunto consenso de que la educación es
fundamental para el futuro del país, a juzgar por los resultados las reformas
esporádicas que se ensayan suelen ser contraproducentes. Combinan para
frustrarlas la triste realidad económica, ya que nunca hay plata suficiente,
los sindicatos docentes que, como los de otras latitudes, son contrarios a
cualquier medida ideada para discriminar a favor de los maestros más capaces y
en contra de quienes no lo son, ingenieros sociales obsesionados por la
igualdad que quieren librar una guerra santa contra el capitalismo y,
últimamente, la fe de tantos políticos en atajos tecnológicos; apuestan a que
computadoras llenas de jueguitos sirvan para transformar analfabetos reacios a
aprender en buenos ciudadanos.
A esta altura, tanto sindicalistas como Roberto Baradel,
como los muchos maestros que participaron de la imponente manifestación
callejera del lunes pasado entenderán muy bien que sería un auténtico milagro
que su militancia les trajera beneficios concretos. A lo sumo, habrá
contribuido a apurar la migración desde la escuela pública a instituciones
privadas. También serán magras las eventuales ventajas conseguidas por los
afiliados merced a la marcha multitudinaria de la CGT peronista que, presionada
por matones kirchneristas e izquierdistas, ya está planeando los próximos paros
nacionales. Si para complacerlos Macri prohibiera los despidos y optara por el
proteccionismo autárquico, emulando a Cristina que no quería que entrara un
solo clavo foráneo, los jefes sindicales no tardarían en encontrar nuevos
pretextos para reanudar los ataques.
Tendrían que hacerlo; lo mismo que los compañeros docentes,
entienden que su propia figuración depende de su voluntad de sacar provecho del
malestar que sienten los atrapados en una economía nada competitiva, lo que,
creen, los obliga a organizar marchas y paros. Lo lógico sería que todos los
sindicalistas se concentraran en preparar a los afiliados para afrontar los
desafíos enormes que les esperan en un mundo que está cambiando a una velocidad
desconcertante pero, claro está, les es mucho más sencillo fingir creer que las
viejas formas de lucha, por las que sienten nostalgia, serían tan eficaces como
a veces eran en el pasado.
Desgraciadamente para los macristas, parecería que el país
ha regresado a su versión particular de la normalidad que se caracteriza por la
negativa a abandonar el modelo corporativista que fue consolidado por Juan
Domingo Perón. Dicho modelo tiene raíces muy profundas; se remontan a los días
del imperio español. Asimismo, si bien no le gustan para nada los resultados,
lo defiende la Iglesia Católica. Esperaban Macri y sus colaboradores que una
mayoría sustancial, alarmada por lo hecho por los kirchneristas y, más aún, por
la catástrofe a un tiempo grotesca y trágica que está sufriendo Venezuela,
coincidiría en que ha llegado la hora de reemplazarlo por otro un tanto menos
arcaico, pero subestimaban la tenacidad de los comprometidos con el orden ya
tradicional.
Para los miembros del elenco político estable, los jefes
sindicales vitalicios y empresarios que siempre requieren algunos años más de
proteccionismo para hacerse competitivos, el que según las pautas
internacionales la Argentina haya protagonizado uno de los fracasos colectivos
más asombrosos de la historia dista de ser un desastre. Su propio nivel de vida
no es llamativamente inferior a aquel de sus homólogos de Estados Unidos,
Europa o el Japón. Es por lo tanto natural que sientan cierto escepticismo cuando
oyen hablar a los oficialistas de las reformas ambiciosas que tienen en mente y
que les impresionen mucho más los costos inmediatos de los cambios propuestos
por los voceros gubernamentales que los beneficios eventuales.
Los líderes de Cambiemos rezan para que tales beneficios
empiecen a hacerse sentir muy pronto. Temen que, caso contrario, se difunda la
sensación de que, una vez más, un proyecto modernizador a primera vista
promisoria ha resultado ser estéril, lo que les impediría anotarse el triunfo
electoral vaticinado por el Presidente y sus adláteres. Aunque conforme a
muchos economistas, entre ellos los integrantes más conspicuos del equipo que
acompañó a Daniel Scioli en la carrera presidencial de 2015, los brotes verdes
están apareciendo y, luego de cuatro años de letargo, la economía está
creciendo nuevamente, la realidad estadística es una cosa y la percibida por la
mayoría es otra. Por lo demás, es habitual que las voces de los quejosos sean
mucho más altas que las de quienes se suponen satisfechos, lo que significa que
la recuperación que algunos han detectado, si es auténtica, tendría que ser
bastante fuerte para que tuviera un impacto positivo en el estado de ánimo
popular.
Con la excepción de los kirchneristas y ciertas sectas
izquierdistas de mentalidad decimonónica, las agrupaciones opositoras no
plantean alternativas genuinas al proyecto macrista. Algunos detalles aparte,
Sergio Massa, Juan Manuel Urtubey, Miguel Pichetto y otros pesos pesados del
peronismo presentable son partidarios del rumbo elegido por entender que sería
peor que inútil seguir por el reivindicado por generaciones de populistas. Con
todo, puesto que ser oficialista ya no les supondrá ganancias, critican al
Gobierno por la torpeza que le atribuyen, por todos aquellos “errores no
forzados” que a su juicio comete a diario por no comprender muy bien cómo
funcionan las cosas en el país. Aunque la estrategia que han elegido a menudo
parece mezquina o, como dice Macri, “oportunista”, andando el tiempo podría
brindarles los resultados esperados.
Mal que bien, en democracia la política es así. Un gobierno
cuyo poder no se basa en su adhesión a una ideología determinada sino en su
hipotética capacidad para llevar a cabo un programa consensuado, no puede
permitirse brindar una impresión, por arbitraria que fuera, de ineptitud
serial.
Los más resueltos a socavar al Gobierno son, cuando no, los
kirchneristas. Es poco probable que aún estén sinceramente convencidos de los
méritos de los esquemas que improvisaban en el transcurso de la década más dos
años que ganaron. Todos salvo los más fantasiosos entenderán que el poder que
supieron acumular se debió al carisma, para muchos incomprensible, de Cristina.
A pesar de todo lo ocurrido a partir de su salida malhumorada de la Casa
Rosada, de la evidencia abrumadora de que ella y sus cómplices saquearon
sistemáticamente al país, la señora ha conservado el apoyo de millones en el
conurbano bonaerense y otros lugares depauperados por el populismo clientelar.
En la Argentina y otros países de cultura política similar, lo de que “es la
economía, estúpido”, sólo puede aplicarse a los estratos superiores de la clase
media, ya que para los pobres de verdad, los mitos que se forman en torno de
ciertos personajes importan más que el dinero. No lo entenderán muchos
macristas, pero dar algunos mendrugos a la clientela puede ser más que
suficiente como para asegurarse la lealtad de los que dependen de la supuesta
benevolencia de quienes logran vincularse emotivamente con ellos.
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