Por Carlos Ares (*) |
El síntoma de la época es el miedo. A veces se manifiesta
como ataque de pánico. Las causas, según los expertos, no están muy claras.
¿Cuánto tendrá que ver el estado de ansiedad general de la sociedad en la que
nos criamos? Somos víctimas indefensas en una película que parece ser siempre
de terror. Aun en los días de aparente calma, en las calles se percibe cierta
ansiedad. Como si algo imprevisto y terrible fuera a suceder, a derrumbarse, a
abrirse bajo nuestros pies. Un manotazo, un ataque solapado, un navajazo.
Algo siniestro que nos encontrará indefensos y a merced del
mal si no regresamos pronto a casa y se enciende la luz en el umbral, miramos a
ambos lados antes de entrar y nos bajan a abrir o logramos cerrar a tiempo la
reja. Una sombra furtiva vela la mirada sobre el porvenir y amenaza con su
negra premonición los sentimientos y las ambiciones más modestas. El tiempo
pasa y el tictac de la bomba no se detiene. Quedamos a la espera de un nuevo
estallido de desgracias.
Nos asusta sólo imaginar que otra vida es posible. Nos vemos
ahí, tratando de salir, de seguir. Confiamos en que amanece, respiramos,
contentos de andar, y allá vamos. Adelantamos un pie, o una palabra, como para
iniciar un camino, como para tratar de hacernos entender, con la idea de
avanzar, y ahí, cuando vas a dar el siguiente paso, los huesos grises de las
manos descarnadas de un cadáver político como Aníbal Fernández salen del ataúd
y te retienen por el tobillo.
En el espejo sindical, de doble fondo, los fantasmas de
dirigentes millonarios que llevan más de veinte años en el poder agitan la
sábana y avivan el fuego de la hoguera. La banda de zombies –De Vido, Boudou,
Báez, Kirchner, Milani– que creías heridos de muerte por los argumentos
incontestables del latrocinio, filmado y documentado, trepa las escaleras de
los tribunales y denuncia una persecución judicial. Al caer la noche, mientras
las corporaciones empresariales sobrevuelan como vampiros los negocios de donde
puedan seguir chupando sangre humana, las narcorratas salen a consumir pibes.
Las voces de ultratumba de la política, del ultrapasado, las
que han hecho sus mejores negocios con los más pobres –falsificando remedios
oncológicos, estafando con las obras sociales de los sindicatos, haciendo
clientelismo con los planes sociales, asociándose con narcos y policías,
gobernando sus feudos, desatendiendo a los desnutridos, encubriendo robos y
crímenes–, las tenebrosas voces de los delincuentes más probados y declarados
te comen el oído. Vienen a decirte que no, que olvides, que la corrupción es
inevitable, que la política es traición, que las mafias son ya parte del
sistema, que nada será posible. Con una sonrisa malévola, amenazan como barras
bravas –“Vamos a volver/ a volver”–.
¿A volver adónde? ¿A
volver a qué? ¿A mentir? ¿A censurar, prohibir, perseguir “vendepatrias”,
judíos, gorilas? ¿A los montoneros, a Firmenich y Perdía vestidos de militares,
saludándose como militares, actuando como idiotas, mandando pibes a la muerte?
¿A la Triple A? ¿A Isabel? ¿A López Rega? ¿A “que vuelva Carlos”? ¿A Menem? ¿A
Scioli? ¿A Guillermo Moreno? ¿A Boudou? ¿ A Kunkel? ¿A José López? ¿A recuperar
los bolsos? ¿A voltear gobiernos si no ganan las elecciones?
Se le ven los costurones al monstruo. El filo de la lata le
cortó las manos y los brazos de Jaime, Báez y De Vido. Le han amputado y
reemplazado miembros y memoria. ¿Esa maceta de pierna es de ella? ¿La cara que
asusta es de Diana Conti? ¿La sonrisa siniestra es de Massa? Aun así, atado al
pasado como un matambre, con implantes y frentes “para la liberación”,
electrificado por una corriente siempre nacional y popular, algún doctor
Frankenstein intentará “renovarlo” para ponerlo de pie.
Bienaventurados los que ya no le temen. Los que saben que es
sólo un espantapájaros. Ellos podrán ser protagonistas de otra película, donde
el coraje le pueda al miedo. Una que termine con los ladrones en la cárcel.
(*) Periodista
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