Por Gabriela Pousa |
Cuando una sociedad está sumida en una crisis
cultural y moral como la nuestra, toda marcha terminará inevitablemente con
incidentes. Desde hace unos cuantos años se han desvirtuado las más
nobles causas que acunaba la sociedad, al margen de cuestiones políticas
propiamente dichas.
Toda ocasión es aprovechada para confirmar aquello
que salta a simple vista: el pus aflora por los cuatro costados. Tristemente,
gran parte del pueblo cree que el problema de la Argentina es la economía
porque vio menguar su calidad de vida, o porque se dificulta llegar a fin de
mes sin sobresaltos.
Lo cierto e inequívoco es que el problema
fundamental de los argentinos hoy excede el marco meramente crematístico, y
desciende de la superficie para terminar pudriendo las raíces. Así, todo el
árbol entra en peligro. Cuando el mal se limitaba a unas pocas ramas
bastaba con una poda mejor o peor hecha que salvaba a la planta.
Actualmente, no hay poda que libere a la sociedad
del mal que acecha. Ya no alcanza con un redentor ministro de Economía
que establezca un tipo de cambio fijo, que imponga una tablita, establezca por
decreto la convertibilidad de la moneda, modifique la denominación del billete
o que enuncie – con bombos y platillos- un plan Austral, otoño o Primavera.
Aunque nos hablen con el corazón seguiremos escuchando
con el bolsillo o peor aún, ensordeciendo y callando. El invierno es demasiado
largo para pasarlo sin sobresaltos.
Y es que la crisis argentina es mucho más
grave que aquellas otras con las que hemos crecido. Quién más, quién
menos ha escuchado desde que era chico que el país atraviesa un mal momento en
su economía. La emergencia económica dejó de ser tal para ser perenne como la
sal.
Aquello que agrava las cosas es que es
muchísimo más sencillo resolver un desorden económico que un caos cultural. De
allí que los conflictos que hoy nos sacuden con mayor o menor desparpajo sean
casi secundarios. Estamos convirtiendo en tema, asuntos nimios al lado
del verdadero problema.
Cuando un pueblo ha dejado corromper su
vocabulario, su lengua, cuando regaló sus tradiciones o las canjeó por fines de
semana largos, cuando votó un vestido negro y la puesta en escena de un funeral
porque había cuotas para plasmas y paquetes baratos para viajar, difícil es
redimirla.
Al actual gobierno no sólo le toca bailar con la
más fea sino también con la más mala. El trabajo a realizar demandará
años, décadas. Esto no debería desesperanzar por cuanto una sociedad madura o
que se precie de tal, debiera pensar en los próximos 20 ó 30 años más que en la
coyuntura de lo banal.
Ahora bien, ¿está el pueblo y la dirigencia
argentina dispuestos a trabajar por un futuro que quizás no va a presenciar? En
esa respuesta radica la clave para saber si podremos remontar esta anomia
generalizada, este engendro de “derechos para todos” que no son
sino un avasallamiento de libertades individuales, este andar mancomunados
marchando por lo que parece justo porque suena “políticamente correcto” y
nada más.
Si no se abandona la actitud de rebaño difícilmente
el país recupere lo más básico: la cordura. El sentido común ha sido
socializado, intelectos comunistas bregan por causas aparentemente buenas pero
usurpadas por intereses sectarios y poco sanos. Los docentes
parando, las mujeres golpeadas, los pobres aumentando, los marginados hacinados
no son sino emergentes de una destrucción moral que se ha construido a base de
falacias, eufemismos, y de vender una cultura de lo gratuito cuyo costo hoy es
monumental.
Estamos como estamos porque obramos como obramos, o
porque dejamos obrar sin alzar la voz cuando se debía alzar. Hoy la peste nos
ha alcanzado. No hay aspirina que valga, no hay magia que redima, ni
predestinado que desde el poder de turno pueda modificar lo que debe ser
modificado por y en cada uno de los ciudadanos.
“La caridad bien entendida empieza por casa”. La
reestructuración de la moral y la limpieza de raíces también. Desde luego que
gravita importancia la destrucción de jerarquías en lo institucional, pero no
menos grave es la falta de jerarquías en el hogar. No hay democracia
familiar, ni siquiera la hay en lo social. No debería haberla aunque suene
políticamente incorrecto sostenerlo.
La democracia es un concepto de la política. Su irrupción
en otros planos ha llevado al caos. En este trance, los paros por mejores
salarios, los reclamos por trabajo se viven como si fuesen legítimos cuando en
rigor son engaños. Engaños fútiles porque de nada sirve arreglar un gajo de la
planta o podarle una rama que se ha secado si las raíces están rodeadas de
malezas o arvenses agresivas.
“Lo que el árbol tiene de florido vive de lo que
tiene sepultado”, olvidar ese verso es profano.
Hoy las banderas más puras están manchadas, si se
desconoce esa realidad por dura que sea de aceptar, estamos condenados a vivir
lo que hemos vivido tantas veces en el pasado: caos y más caos.
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