Del silencio cómplice
a la acción combativa, el historial reciente de los sindicatos complica la
legitimidad
de los reclamos.
Por Nicolás Lucca
Que el juez federal Claudio Bonadio citó a Cristina para
opacar la marcha de la Confederación General del Trabajo, que en la CGT ya
sabían de la fecha y la armaron el mismo día para que Cristina no se cuelgue de
las tetas de los compañeros. La teoría del huevo y la gallina también aplica a
esta jornada tristemente célebre. Y digo tristemente porque los motivos que
llevaron a la huelga muestran una vez más que todos somos pasibles de ser
utilizados con fines políticos.
Desde el gobierno afirman que la movilización obedece a
motivos políticos. No hay dinero que pueda pagar tanta sabiduría. Lo cierto es
que, más allá de cualquier tipo de consideración sesuda, nadie entiende de
dónde salieron los manifestantes al mediodía de un día hábil si no hubo huelga
general y en la marcha eran todos trabajadores sindicalizados. Del mismo modo,
da para pensar a quién notificaron de una huelga de facto los trabajadores de
la sanidad, que dejaron muchos hospitales con un servicio mínimo de guardia.
Dependiendo de a quién se le preguntase entre los
manifestantes, los motivos de la marcha variaron entre la exigencia del cierre
a las importaciones que vienen a eliminar puestos de trabajo –porque cazar en
el zoológico es un derecho adquirido por el empresariado que sólo produce si tiene
clientela cautiva– o porque “el gobierno tomó el camino económico que no
compartimos”, como si eso no fuera una verdad tan obvia como que para eso
fueron votados.
Que el gobierno haya tomado un camino económico distinto es
una obviedad que excede a si nos gusta o no: es lo que se votó en octubre de
2015 y ratificó en noviembre del mismo año. Que la respuesta a ese cambio de
rumbo surgido de las urnas sea el uso de la fuerza de sindicalistas afiliados a
partidos políticos que quedaron en orsai, interpela por igual a la voluntad
democrática argentina y al discurso infantiloide del gobierno nacional cuando
repite una y otra vez que quieren unir al país y que todo se hace “juntos”. Por
un lado, el gobierno tiene que hacer lo que deba o crea conveniente hacer.
Insistir en el discurso de la unidad como herramienta de gobierno sólo tiene
dos explicaciones: o son hipócritas o creen que pueden convencer a quienes
querrían colgarlos en un cadalso montado en la Plaza de Mayo. Prefiero
convencerme en que se trata de la primera opción: al menos tienen instinto de
supervivencia.
La falta de voluntad democrática de los que no se encuentran
en el poder no es una afirmación caprichosa. Sólo así puede entenderse que
entre las personas que reclamaban por el cierre a las importaciones se
encontraran los gremios del personal de entidades deportivas y del personal
civil de la Nación, cuyos puestos de trabajo se encuentran lejos de ser
reemplazados por algún oficinista taiwanés.
Hugo Yasky, titular de la Central de Trabajadores de la
Argentina (CTA) no sólo estuvo tan cerca del kirchnerismo que terminó por
dividir a la CTA entre una oficialista (en la que se quedó muy cómodo) y una
opositora al kirchnerismo. También es el vicepresidente de Nuevo Encuentro, el
partido de Martín Sabbatella que tiene que agradecer la existencia del MILES de
Luis D’Elía para no ocupar el último eslabón de lo que queda del kirchnerismo.
Junto a él también se encuentra Pablo Micheli, quien encabezó la CGT
antikirchnerista durante los últimos años del gobierno de Cristina Fernández de
Kirchner, y luego de comerse varios aprietes y amenazas, hoy se encuentra
marchando con sus victimarios.
No es muy distinta a la situación dentro de la histórica
CGT, que hoy es comandada por un triunvirato en el que dos de sus integrantes
(Carlos Acuña y Héctor Daer) cumplen el doble rol de también ser legisladores
por el Frente Renovador de Sergio Massa. Cuando fueron a buscar el “apoyo” de
los partidos, consiguieron automáticamente el del Frente Renovador al que
pertenecen –podrían haberse ahorrado los viáticos, el café y las masitas y
hacerlo por teléfono– y luego consiguieron el apoyo de la conducción nacional
del Partido Justicialista, que hoy representa a tanta gente como lo puede hacer
José Luis Gioja. El excandidato a gobernador Aníbal Fernández pasó por la
marcha y quiso sumarse al palco de la CGT. Lo echaron. Fernando Espinoza,
presidente del PJ de la provincia de Buenos Aires, también se hizo presente en
la manifestación. El exintendente de La Matanza argumentó que espera que
Mauricio Macri “tome nota de la manifestación y cambie el rumbo económico”.
Otro que supone que si la democracia no le cumple los deseos, la fuerza puede
suplirla.
Interesante resulta la exigencia de una paritaria nacional
para los distintos sectores, en el cual los docentes han sido el botón de
muestra. A lo largo de muchos años, se ha negociado un aumento salarial
nacional que ha demostrado las falencias del sistema una y otra vez: un número
fijo puede ser muy fácil de pagar para algunas provincias que incluso podrían
aumentar más, y al mismo tiempo es un adoquín para otros distritos que terminan
dependiendo del auxilio de la billetera nacional. Y después queremos seguir
llamándonos federales. Es el mismo problema que han padecido los medios periodísticos,
que durante años han cerrado paritarias con la inexistente representación
gremial a la UTPBA con aumentos que eran fáciles de pagar para algunas empresas
y garantía de fundición para otras.
Es curioso cómo el modelo sindical se ha ido desgastando a
sí mismo. Hasta hace no muchos años, eran pocos los trabajadores que no se
encontraban afiliados a algún sindicato. Hoy, el mayor problema con el que
cuentan los gremios es la falta de afiliados, la cual suplieron con los aportes
obligatorios a las obras sociales sindicales. Muchas de ellas ya ni siquiera
prestan servicios y derivan los aportes a prepagas privadas. Combatiendo a no
todo el capital. Por si fuera poco, el peronismo kirchnerista exige a los
sindicatos una huelga –que, finalmente, confirmaron en el acto de hoy–
demostrando una vez más que en su ADN está el dogma de que los sindicatos son
la fuerza de choque del peronismo. Porque “los sindicatos son de Perón”. A lo
largo del kirchnerismo fueron los principales hacedores de paritarias nacionales
siempre por debajo de la inflación real y se convirtieron en la fuerza de
choque de cualquier protesta que quisiera copar la calle, aunque en el medio se
cargaran algún que otro Mariano Ferreyra. Una vez muerto Néstor Kirchner,
cuando a Hugo Moyano se le ocurrió plantear su disconformidad con la gestión de
Cristina, fueron los propios peronistas por entonces oficialistas quienes
calificaron al camionero de gorila, golpista y desestabilizador. Con la llegada
de Mauricio Macri, Moyano dio un paso al costado. Hoy, sus hijos sentados en el
escenario del acto central, fueron testigos de cómo quienes los insultaron
durante años, cantaban “vamos a volver” en sus propias caras mientras
acompañaban a los que reclamaban legalmente lo que callaron durante años. No es
que uno esté feliz de la vida con la situación económica actual, ni con la
merma del poder adquisitivo, ni con la reactivación que nunca llega. Pero
tampoco hace falta tamaña amenaza: ¿A qué quieren volver? ¿A la recesión
negada? Así terminaron: con la izquierda reclamando una fecha concreta de paro
mientras gritaban “traidores” y la cúpula de la CGT se tenía que esconder.
Unión de los trabajadores a la argentina.
Quizás lo más llamativo de esta jornada haya sido la
comodidad de ser testigo de cómo la única tradición sindical que ha sobrevivido
al paso de los años ha sido la buena voluntad de sus dirigentes de utilizar los
recursos de los trabajadores para pararse mejor en sus carreras políticas. Como
lo hicimos varios de nosotros en 2013 cuando aprovechamos el reclamo por
ganancias. Como lo hicimos también en 2014 para reclamar por los jubilados.
Después de todo, si no consiguen diferenciar entre intereses partidarios y
laborales, que al menos puedan prestar servicios a quien lo solicite.
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