Por Manuel Vicent |
Sangre, sudor y
lágrimas: estas excreciones del cuerpo humano con las que se amasan las gestas
heroicas de la historia son en realidad un compuesto de agua y sal procedente
de ese mar que en gran parte todavía llevamos dentro. Fuimos peces, fuimos
anfibios, fuimos monos, luego primates bípedos, homos
habilis, erectus, sapiens y todo lo que la evolución nos ha
deparado después hasta ganarle la espalda a Einstein, pero sea cual sea nuestro
destino final en el fondo nuestra carne seguirá siendo agua de mar hasta que en
el futuro cedamos el testigo de la existencia racional a los robots creados por
nosotros mismos.
La nanotecnología
hará posible que toda la información neurológica condensada en nuestro cerebro
sea copiada en nanochips y almacenada en la estantería de la nube y desde allí
podrá ser insertada en los robots, de manera que ellos tomarán nuestro lugar,
incluyendo la capacidad genética para reproducirse o autorreplicarse.
Su inteligencia
artificial desarrollada exponencialmente en la era cuántica les permitirá
ejercer acciones autónomas, incluso contrarias a nuestras órdenes. Los humanos
iremos perdiendo las partes del cuerpo a medida que sean innecesarias y caigan
en desuso; finalmente quedaremos reducidos a algo inmaterial similar a lo que
ahora llamamos alma, compuesto por partículas subatómicas, aptas para moverse a
velocidades lumínicas con capacidad omnisciente, propia de la divinidad.
Mientras tanto, en
nuestro planeta, si todavía existe, los robots habrán tomado forma y textura
humanoide. Sufrirán todos los problemas que el hombre abandonó. Entrarán en
conflictos sentimentales, laborales y en guerras cruentas, pero sus gestas
históricas no producirán sangre, sudor ni lágrimas porque, no habiendo salido
del mar, los robots no tendrán agua ni sal, ingredientes básicos del dolor y la
gloria de la humanidad.
© El País (España)
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