Un texto de Octavio
Paz
Octavio Paz: "La actividad poética es revolucionaria por naturaleza". |
La poesía es conocimiento, salvación, poder, abandono.
Operación capaz de cambiar al mundo, la actividad poética es revolucionaria por
naturaleza; ejercicio espiritual, es un método de liberación interior. La poesía
revela este mundo; crea otro.
Pan de los elegidos; alimento maldito. Aísla;
une. Invitación al viaje; regreso a la tierra natal. Inspiración, respiración,
ejercicio muscular. Plegaria al vacío, diálogo con la ausencia: el tedio, la
angustia y la desesperación la alimentan. Oración, letanía, epifanía,
presencia. Exorcismo, conjuro, magia. Sublimación, compensación, condensación
del inconsciente. Expresión histórica de razas, naciones, clases. Niega a la
historia: en su seno se resuelven todos los conflictos objetivos y el hombre
adquiere al fin conciencia de ser algo más que tránsito. Experiencia,
sentimiento, emoción, intuición, pensamiento no dirigido. Hija del azar; fruto
del cálculo. Arte de hablar en una forma superior; lenguaje primitivo. Obediencia
a las reglas; creación de otras. Imitación de los antiguos, copia de lo real,
copia de una copia de la idea. Locura, éxtasis, logos. Regreso a la infancia,
coito, nostalgia del paraíso, del infierno, del limbo. Juego, trabajo,
actividad ascética. Confesión. Experiencia innata. Visión, música, símbolo.
Analogía: el poema es un caracol en donde resuena la música del mundo y metros
y rimas no son sino correspondencias, ecos, de la armonía universal. Enseñanza,
moral, ejemplo, revelación, danza, diálogo, monólogo. Voz del pueblo, lengua de
los escogidos, palabra del solitario. Pura e impura, sagrada y maldita, popular
y minoritaria, colectiva y personal, desnuda y vestida, hablada, pintada,
escrita, ostenta todos los rostros pero hay quien afirma que no posee ninguno:
el poema es una careta que oculta el vacío, ¡prueba hermosa de la superflua
grandeza de toda obra humana!
¿Cómo no reconocer en cada una de estas fórmulas al poeta
que la justifica y que al encarnarla le da vida? Expresiones de algo vivido y padecido,
no tenemos más remedio que adherirnos a ellas —condenados a abandonar la
primera por la segunda y a ésta por la siguiente. Su misma autenticidad muestra
que la experiencia que justifica a cada uno de estos conceptos, los trasciende.
Habrá, pues, que interrogará los testimonios directos de la experiencia
poética. La unidad de la poesía no puede ser asida sino a través del trato
desnudo con el poema.
Al preguntarle al poema por el ser de la poesía, ¿no
confundimos arbitrariamente poesía y poema? Ya Aristóteles decía que «nada hay
de común, excepto la métrica, entre Hornero y Empédocles; y por esto con
justicia se llama poeta al primero y fisiólogo al segundo». Y así es: no todo
poema —o para ser exactos: no toda obra construida bajo las leyes del metro—
contiene poesía. Pero esas obras métricas ¿Son verdaderos poemas o artefactos
artísticos, didácticos o retóricos? Un soneto no es un poema, sino una forma
literaria, excepto cuando ese mecanismo retórico —estrofas, metros y rimas— ha
sido tocado por la poesía. Hay máquinas de rimar pero no de poetizan Por otra
parte, hay poesía sin poemas; paisajes, personas y hechos suelen ser poéticos:
son poesía sin ser poemas. Pues bien, cuando la poesía se da como una
condensación del azar o es una cristalización de poderes y circunstancias
ajenos a la voluntad creadora del poeta, nos enfrentamos a lo poético. Cuando
—pasivo o activo, despierto o sonámbulo— el poeta es el hilo conductor y
transformador de la corriente poética, estamos en presencia de algo radicalmente
distinto: una obra. Un poema es una obra. La poesía se polariza, se congrega y
aísla en un producto humano: cuadro, canción, tragedia. Lo poético es poesía en
estado amorfo; el poema es creación, poesía erguida. Sólo en el poema la poesía
se aísla y revela plenamente. Es lícito preguntar al poema por el ser de la
poesía si deja de concebirse a éste como una forma capaz de llenarse con
cualquier contenido. El poema no es una forma literaria sino el lugar de
encuentro entre la poesía y el hombre. Poema es un organismo verbal que
contiene, suscita o emite poesía. Forma y substancia son lo mismo.
Apenas desviamos los ojos de lo poético para fijarlos en el
poema, nos asombra la multitud de formas que asume ese ser que pensábamos
único. ¿Cómo asir la poesía si cada poema se ostenta como algo diferente e
irreducible? La ciencia de la literatura pretende reducir a géneros la
vertiginosa pluralidad del poema. Por su misma naturaleza, el intento padece
una doble insuficiencia» Si reducimos la poesía a unas cuantas formas —épicas,
líricas, dramáticas—, ¿qué haremos con las novelas, los poemas en prosa y esos
libros extraños que se llaman Aurelia, Los cantos de Maldoror o Nadja? Si
aceptamos todas las excepciones y las formas intermedias —decadentes, salvajes
o proféticas— la clasificación se convierte en un catálogo infinito. Todas las
actividades verbales» para no abandonar el ámbito del lenguaje, son
susceptibles de cambiar de signo y transformarse en poema: desde la
interjección hasta el discurso lógico. No es ésta la única limitación, ni la
más grave, de las clasificaciones de la retórica. Clasificar no es entender. Y
menos aún comprender. Como todas las clasificaciones, las nomenclaturas son
útiles de trabajo. Pero son instrumentos que resultan inservibles en cuanto se
les quiere emplear para tareas más sutiles que la mera ordenación externa. Gran
parte de la crítica no consiste sino en esta ingenua y abusiva aplicación de
las nomenclaturas tradicionales.
Un reproche parecido debe hacerse a las otras disciplinas que
utiliza la crítica, desde la estilística hasta el psicoanálisis. La primera
pretende decirnos qué es un poema por el estudio de los hábitos verbales del
poeta. El segundo, por la interpretación de sus símbolos. El método estilístico
puede aplicarse lo mismo a Mallarmé que a una colección de versos de almanaque.
Otro tanto sucede con las interpretaciones de los psicólogos, las biografías y
demás estudios con que se intenta, y a veces se alcanza, explicarnos el porqué,
el cómo y el para qué se escribió un poema. La retórica, la estilística, la
sociología, la psicología y el resto de las disciplinas literarias son
imprescindibles si queremos estudiar una obra, pero nada pueden decirnos acerca
de su naturaleza última.
La dispersión de la poesía en mil formas heterogéneas podría
inclinarnos a construir un tipo ideal de poema. El resultado sería un monstruo
o un fantasma. La poesía no es la suma de todos los poemas. Por sí misma, cada
creación poética es una unidad autosuficiente. La parte es el todo. Cada poema
es único, irreductible e irrepetible. Y así, uno se siente inclinado a
coincidir con Ortega y Gasset: nada autoriza a señalar con el mismo nombre a
objetos tan diversos como los sonetos de Quevedo, las fábulas de La Fontaine y
el Cántico espiritual.
Esta diversidad se ofrece, a primera vista, como hija de la
historia. Cada lengua y cada nación engendran la poesía que el momento y su
genio particular les dictan. Mas el criterio histórico no resuelve sino que
multiplica los problemas. En el seno de cada período y de cada sociedad reina
la misma diversidad: Nerval y Hugo son contemporáneos, como lo son Velázquez y
Rubens, Valéry y Apollinaire. Si sólo por un abuso de lenguaje aplicamos el
mismo nombre a los poemas védicos y al haikú japonés, ¿no será también un abuso
utilizar el mismo sustantivo para designar a experiencias tan diversas como las
de San Juan de la Cruz y su indirecto modelo profano; Garcilaso? La perspectiva
histórica —consecuencia de nuestra fatal lejanía— nos lleva a uniformar
paisajes ricos en antagonismos y contrastes. La distancia nos hace olvidar las
diferencias que separan a Sófocles de Eurípides, a Tirso de Lope. Y esas
diferencias no son el fruto de las variaciones históricas, sino de algo mucho
más sutil e inapreciable: la persona humana. Así, no es tanto la ciencia
histórica sino la biografía la que podría darnos la llave de la comprensión del
poema. Y aquí interviene un nuevo obstáculo: dentro de la producción de cada
poeta cada obra es también única, aislada e irreductible. La Galatea o El viaje
del Parnaso no explican a Don Quijote de la Mancha; Ifigenia es algo
substancialmente distinto del Fausto—, Fuenteovejuna, de La Dorotea. Cada obra
tiene vida propia y las Églogas no son la Eneida. A veces, una obra niega a
otra: el Prefacio a las nunca publicadas poesías de Lautréamont arroja una luz
equívoca sobre Los cantos de Maldorar; Una temporada en el infierno proclama locura
la alquimia del verbo de Las iluminaciones. La historia y la biografía nos
pueden dar la tonalidad de un período o de una vida, dibujarnos las fronteras
de una obra y describirnos desde el exterior la configuración de un estilo;
también son capaces de esclarecernos el sentido general de una tendencia y
hasta desentrañarnos el porqué y el cómo de un poema. Pero no pueden decirnos
qué es un poema.
La única nota común a todos los poemas consiste en que son
obras, productos humanos, como los cuadros de los pintores y las sillas de los
carpinteros. Ahora bien, los poemas son obras de una manera muy extraña: no hay
entre uno y otro esa relación de filialidad que de modo tan palpable se da en
los utensilios. Técnica y creación, útil y poema son realidades distintas. La
técnica es procedimiento y vale en la medida de su eficacia, es decir, en la
medida en que es un procedimiento susceptible de aplicación repetida: su valor
dura hasta que surge un nuevo procedimiento. La técnica es repetición que se
perfecciona o se degrada; es herencia y cambio: el fusil reemplaza al arco. La
Eneida no sustituye a la Odisea. Cada poema es un objeto único, creado por una
«técnica» que muere en el momento mismo de la creación. La llamada «técnica
poética» no es transmisible, porque no está hecha de recetas sino de
invenciones que sólo sirven a su creador. Es verdad que el estilo —entendido
como manera común de un grupo de artistas o de una época— colinda con la
técnica, tanto en el sentido de herencia y cambio cuanto en el de ser
procedimiento colectivo. El estilo es el punto de partida de todo intento
creador; y por eso mismo, todo artista aspira a trascender ese estilo comunal o
histórico. Cuando un poeta adquiere un estilo, una manera, deja de ser poeta y se
convierte en constructor de artefactos literarios. Llamar a Góngora poeta
barroco puede ser verdadero desde el punto de vista de la historia literaria,
pero no lo es si se quiere penetrar en su poesía, que siempre es algo más. Es
cierto que los poemas del cordobés constituyen el más alto ejemplo del estilo
barroco, ¿mas no será demasiado olvidar que las formas expresivas características
de Góngora —eso que llamamos ahora su estilo— no fueron primero sino
invenciones, creaciones verbales inéditas y que sólo después se convirtieron en
procedimientos, hábitos y recetas? El poeta utiliza, adapta o imita el fondo
común de su época —esto es, el estilo de su tiempo— pero trasmuta todos esos
materiales y realiza una obra única. Las mejores imágenes de Góngora —como ha
mostrado admirablemente Dámaso Alonso— proceden precisamente de su capacidad
para transfigurar el lenguaje literario de sus antecesores y contemporáneos. A
veces, claro está, el poeta es vencido por el estilo. (Un estilo que nunca es
suyo, sino de su tiempo: el poeta no tiene estilo.) Entonces la imagen
fracasada se vuelve bien común, botín para los futuros historiadores y filólogos.
Con estas piedras y otras parecidas se construyen esos edificios que la
historia llama estilos artísticos.
No quiero negar la existencia de los estilos. Tampoco afirmo
que el poeta crea de la nada. Como todos los poetas, Góngora se apoya en un
lenguaje. Ese lenguaje era algo más preciso y radical que el habla; un lenguaje
literario, un estilo. Pero el poeta cordobés trasciende ese lenguaje. O mejor
dicho: lo resuelve en actos poéticos irrepetibles: imágenes, colores, ritmos,
visiones: poemas. Góngora trasciende el estilo barroco; Garcilaso, el toscano;
Rubén Darío, el modernista. El poeta se alimenta de estilos. Sin ellos, no habría
poemas. Los estilos nacen, crecen y mueren. Los poemas permanecen y cada uno de
ellos constituye una unidad autosuficiente, un ejemplar aislado, que no se
repetirá jamás.
El carácter irrepetible y único del poema lo comparten otras
obras: cuadros, esculturas, sonatas, danzas, monumentos. A todas ellas es
aplicable la distinción entre poema y utensilio, estilo y creación. Para Aristóteles
la pintura, la escultura, la música y la danza son también formas poéticas,
como la tragedia y la épica. De allí que al hablar de la ausencia de caracteres
morales en la poesía de sus contemporáneos, cite como ejemplo de esta omisión
al pintor Zeuxis y no a un poeta trágico. En efecto, por encima de las diferencias
que separan a un cuadro de un himno, a una sinfonía de una tragedia, hay en
ellos un elemento creador que los hace girar en el mismo universo. Una tela,
una escultura, una danza son, a su manera, poemas. Y esa manera no es muy
distinta a la del poema hecho de palabras. La diversidad de las artes no impide
su unidad. Más bien la subraya.
Las diferencias entre palabra, sonido y color han hecho
dudar dé la unidad esencial de las artes. El poema está hecho de palabras,
seres equívocos que si son color y sonido son también significado; el cuadro y
la sonata están compuestos de elementos más simples: formas, notas y colores
que nada significan en sí. Las artes plásticas y sonoras parten de la no significación;
el poema, organismo anfibio, de la palabra, ser significante. Esta distinción
me parece más sutil que verdadera. Colores y sones también poseen sentido. No
por azar los críticos hablan de lenguajes plásticos y musicales. Y antes de que
estas expresiones fuerza usadas por los entendidos, el pueblo conoció y
practicó el lenguaje de los colores, los sonidos y las señas. Resulta
innecesario, por otra parte, detenerse en las insignias, emblemas, toques,
llamadas y demás formas de comunicación no verbal que emplean ciertos grupos.
En todas ellas el significado es inseparable de sus cualidades plásticas o
sonoras.
En muchos casos, colores y sonidos poseen mayor capacidad
evocativa que el habla. Entre los aztecas el color negro estaba asociado a la oscuridad,
el frío, la sequía, la guerra y la muerte. También aludía aciertos dioses:
Tezcatlipoca, Mixcóatl; a un espacio: el norte; a un tiempo: Técpatl; al sílex;
a la luna; al águila. Pintar algo de negro era como decir o invocar todas estas
representaciones. Cada uno de los cuatro colores significaba un espacio, un
tiempo, unos dioses, unos astros y un destino. Se nacía bajo el signo de un
color, como los cristianos nacen bajo un santo patrono. Acaso no resulte ocioso
añadir otro ejemplo: la función dual del ritmo en la antigua civilización
china. Cada vez que se intenta explicar las nociones de Yin y Yang —los dos
ritmos alternantes que forman el Tao— se recurre a términos musicales.
Concepción rítmica del cosmos, la pareja Yin y Yang es filosofía y religión,
danza y música, movimiento rítmico impregnado de sentido. Y del mismo modo, no
es abuso del lenguaje figurado, sino alusión al poder significante del sonido, el
empleo de expresiones como armonía, ritmo o contrapunto para calificar a las
acciones humanas. Todo el mundo usa estos vocablos, a sabiendas de que poseen
sentido, difusa intencionalidad. No hay colores ni sones en sí, desprovistos de
significación: tocados por la mano del hombre, cambian de naturaleza y penetran
en el mundo de las obras. Y todas las obras desembocan en la significación; lo
que el hombre roza, se tiñe de intencionalidad: es un ir hacia... El mundo del
hombre es el mundo del sentido. Tolera la ambigüedad, la contradicción, la
locura o el embrollo, no la carencia de sentido. El silencio mismo está poblado
de signos. Así, la disposición de los edificios y sus proporciones obedecen a una
cierta intención. No carecen de sentido —más bien puede decirse lo contrario—
el impulso vertical del gótico, el equilibrio tenso del templo griego, la
redondez de la estupa budista o la vegetación erótica que cubre los muros de
los santuarios de Orissa. Todo es lenguaje.
Las diferencias entre el idioma hablado o escrito y los
otros —plásticos o musicales— son muy profundas, pero no tanto que nos hagan
olvidar que todos son, esencialmente, lenguaje: sistemas expresivos dotados de
poder significativo y comunicativo. Pintores, músicos, arquitectos, escultores
y demás artistas no usan como materiales de composición elementos radicalmente
distintos de los que emplea el poeta. Sus lenguajes son diferentes, pero son
lenguaje. Y es más fácil traducir los poemas aztecas a sus equivalentes arquitectónicos
y escultóricos que a la lengua española. Los textos tántricos o la poesía
erótica Kavya hablan el mismo idioma de las esculturas de Konarak. El lenguaje
del Primero sueño de sor Juana no es muy distinto al del Sagrario Metropolitano
de la ciudad de México. La pintura surrealista está más cerca de la poesía de
ese movimiento que de la pintura cubista.
Afirmar que es imposible escapar del sentido, equivale a
encerrar todas las obras —artísticas o técnicas— en el universo nivelador de la
historia. ¿Cómo encontrar un sentido que no sea histórico? Ni por sus materiales
ni por sus significados las obras trascienden al hombre. Todas son «un para» y
«un hacia» que desembocan en un hombre concreto, que a su vez sólo alcanza
significación dentro de una historia precisa. Moral, filosofía, costumbres,
artes, todo, en fin, lo que constituye la expresión de un período determinado participa
de lo que llamamos estilo. Todo estilo es histórico y todos los productos de
una época, desde sus utensilios más simples hasta sus obras más desinteresadas,
están impregnados de historia, es decir, de estilo. Pero esas afinidades y
parentescos recubren diferencias específicas. En el interior de un estilo es posible
descubrir lo que separa a un poema de un tratado en verso, a un cuadro de una
lámina educativa, a un mueble de una escultura. Ese elemento distintivo es la
poesía. Sólo ella puede mostrarnos la diferencia entre creación y estilo, obra
de arte y utensilio.
Cualquiera que sea su actividad y profesión, artista o
artesano, el hombre transforma la materia prima: colores, piedras, metales,
palabras. La operación trasmutadora consiste en lo siguiente: los materiales abandonan
el mundo ciego de la naturaleza para ingresar en el de las obras, es decir, en
el de las significaciones. ¿Qué ocurre, entonces, con la materia piedra,
empleada por el hombre para esculpir una estatua y construir una escalera?
Aunque la piedra de la estatua no sea distinta a la de la escalera y ambas
estén referidas a un mismo sistema de significaciones (por ejemplo: las dos
forman parte de una iglesia medieval), la transformación que la piedra ha
sufrido en la escultura es de naturaleza diversa a la que la convirtió en escalera.
La suerte del lenguaje en manos de prosistas y poetas puede hacernos vislumbrar
el sentido de esa diferencia.
La forma más alta de la prosa es el discurso, en el sentido
recto de la palabra. En el discurso las palabras aspiran a constituirse en
significado unívoco. Este trabajo implica reflexión y análisis. Al mismo tiempo,
entraña un ideal inalcanzable, porque la palabra se niega a ser mero concepto,
significado sin más. Cada palabra —aparte de sus propiedades físicas— encierra
una pluralidad de sentidos. Así, la actividad del prosista se ejerce contra la
naturaleza misma de la palabra. No es cierto, por tanto, que M. Jourdain hablase
en prosa sin saberlo. Alfonso Reyes señala con verdad que no se puede hablar en
prosa sin tener plena conciencia de lo que se dice. Incluso puede agregarse que
la prosa no se habla: se escribe. El lenguaje hablado está más cerca de la
poesía que de la prosa; es menos reflexivo y más natural y de ahí que sea más
fácil ser poeta sin saberlo que prosista. En la prosa la palabra tiende a
identificarse con uno de sus posibles significados, a expensas de los otros: al
pan, pan; y al vino, vino. Esta operación es de carácter analítico y no se
realiza sin violencia, ya que la palabra posee varios significados latentes, es
una cierta potencialidad de direcciones y sentidos. El poeta, en cambio, jamás
atenta contra la ambigüedad del vocablo. En el poema el lenguaje recobra su
originalidad primera, mutilada por la reducción que le imponen prosa y habla
cotidiana. La reconquista de su naturaleza es total y afecta a los valores
sonoros y plásticos tanto como a los significativos. La palabra, al fin en
libertad, muestra todas sus entrañas, todos sus sentidos y alusiones, como un
fruto maduro o como un cohete en el momento de estallar en el cielo. El poeta
pone en libertad su materia. El prosista la aprisiona.
Otro tanto ocurre con formas, sonidos y colores. La piedra
triunfa en la escultura, se humilla en la escalera. El color resplandece en el
cuadro; el movimiento del cuerpo, en la danza. La materia, vencida o deformada
en el utensilio, recobra su esplendor en la obra de arte. La operación poética
es de signo contrario a la manipulación técnica. Gracias a la primera, la
materia reconquista su naturaleza: el color es más color, el sonido es
plenamente sonido. En la creación poética no hay victoria sobre la materia o
sobre los instrumentos, como quiere una vana estética de artesanos, sino un
poner en libertad la materia. Palabras, sonidos, colores y demás materiales
sufren una transmutación apenas ingresan en el círculo de la poesía. Sin dejar
de ser instrumentos de significación y comunicación, se convierten en «otra
cosa*. Ese cambio —al contrario de lo que ocurre en la técnica— no consiste en
abandonar su naturaleza original, sino en volver a ella. Ser «otra cosa» quiere
decir ser «la misma cosa»: la cosa misma, aquello que real y primitivamente son.
Por otra parte, la piedra de la estatua, el rojo del cuadro,
la palabra del poema, no son pura y simplemente piedra, color, palabra:
encarnan algo que los trasciende y traspasa. Sin perder sus valores primarios, su
peso original, son también como puentes que nos llevan a otra orilla, puertas
que se abren a otro mundo de significados indecibles por el mero lenguaje. Ser
ambivalente, la palabra poética es plenamente lo que es —ritmo, color,
significado— y asimismo, es otra cosa: imagen. La poesía convierte la piedra,
el color, la palabra y el sonido en imágenes. Y esta segunda nota, el ser
imágenes, y el extraño poder que tienen para suscitar en el oyente o en el
espectador constelaciones de imágenes, vuelve poemas todas las obras de arte.
Nada prohíbe considerar poemas las obras plásticas y
musicales, a condición de que cumplan las dos notas señaladas: por una parte,
regresar sus materiales a lo que son —materia resplandeciente u opaca— y así
negarse al mundo de la utilidad; por la otra, transformarse en imágenes y de
este modo convertirse en una forma peculiar de la comunicación. Sin dejar de
ser lenguaje —sentido y transmisión del sentido— el poema es algo que está más
allá del lenguaje. Más eso que está más allá del lenguaje sólo puede alcanzarse
a través del lenguaje. Un cuadro será poema si es algo más que lenguaje
pictórico. Piero della Francesca, Masaccio, Leonardo o Ucello no merecen, ni
consienten, otro calificativo que el de poetas. En ellos la preocupación por
los medios expresivos de la pintura, esto es, por el lenguaje pictórico, se
resuelve en obras que trascienden ese mismo lenguaje. Las investigaciones de
Masaccio y Ucello fueron aprovechadas por sus herederos, pero sus obras son
algo más que esos hallazgos técnicos: son imágenes, poemas irrepetibles. Ser un
gran pintor quiere decir ser un gran poeta: alguien que trasciende los límites
de su lenguaje.
En suma, el artista no se sirve de sus instrumentos
—piedras, sonido, color o palabra— como el artesano, sino que los sirve para
que recobren su naturaleza original. Servidor del lenguaje, cualquiera que sea éste,
lo trasciende. Esta operación más adelante— produce la imagen. El artista es
creador de imágenes: poeta. Y su calidad de imágenes permite llamar poemas al
Cántico espiritual y a los himnos védicos, al haikú y a los sonetos de Quevedo.
El ser imágenes lleva a las palabras, sin dejar de ser ellas mismas, a trascender
el lenguaje, en tanto que sistema dado de significaciones históricas.
© Octavio Paz – “El arco y la lira” (1956) - Introducción:
Poesía y Poema y Cap. 1: El Poema, El lenguaje.
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