Por Fernando Savater |
Soy tan anticuado
que aún considero imprescindible para la izquierda una cierta dimensión
pedagógica. No solo se trata de transformar lo que está mal y defender lo que
está bien (aunque suene a trillado, a veces lo más difícil), sino también hacer
comprensible para los ciudadanos el juego institucional en que transcurre la democracia.
O sea, lo contrario
de soltar como ideal “Estado plurinacional” sin aclarar qué naciones serán
esas, si también serán plurales por dentro, y qué relación tendrán con el
Estado. Sobre todo, dónde quedan los ciudadanos: lo serán del Estado o de cada
una de esas naciones, decidirán sobre el Estado o sobre la nación a la que les
ha tocado pertenecer, etcétera...
En ese no aclarar
tales pequeños detalles reside el truco, el más
antipedagógico: se deja todo en el aire para que cada cual crea que la
propuesta colma sus anhelos, federal-nacionalista para los nacionalistas,
federal-constitucionalista para los demás, todo para todos al modo paulino. Lo
único que se remacha es que el resultado no será de derechas y descabalgará al
PP, como si en esas dos simplezas se escondiese el Santo Grial.
Jean-Luc Mélenchon,
creador del Partido de la Izquierda francés, se presentó en las legislativas
del 2012 por Hénin-Beaumont, localidad que no había pisado en su vida. Los
adversarios le acusaron de paracaidista y
repuso, ofendido: “Cada francés está en su casa en cualquier lugar de Francia”.
Buena lección.
El derecho a
decidir sobre el país corresponde a todos los ciudadanos, sea cual fuere el
territorio en que viven. En Francia también hay catalanes, vascos, bretones,
corsos, provenzales... pero no es un Estado plurinacional cuando llega la hora
institucional de la política. La ciudadanía siempre se comparte, nunca se
parte. Allí lo entienden hasta los radicales de izquierda...
© El País (España)
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