Por Guillermo Piro |
Japón es un país increíble. Todo lo que no sea literatura es
perfecto: autos, motos, trenes, productos de alta tecnología, gadgets de todo
tipo, Lucy Liu. Perdón, acá me dicen que Lucy Liu es de origen chino, así que
corrijo, la perfección es china.
Con toda seguridad los cultores afrancesados de esa ciencia
de las soluciones imaginarias llamada patafísica van a enojarse conmigo.
Ya ha
pasado otras veces que por temas tan pueriles como los que aquí se tratan me
han llegado cartas (¡firmadas!) con amenazas de muerte o, peor aún, promesas de
envío de novedades de alguna editorial independiente argentina. Correré el
riesgo, no me importa. Desde los años 80 surgió en el país del sol naciente
(por si no lo saben, la historia es larga, pero el eufemismo que reemplaza a
Japón deriva de un problema de audición de Marco Polo; más o menos fue eso) la
costumbre (en realidad primero fue la idea, luego la costumbre) de inventar
objetos casi completamente inútiles, dispositivos por lo general pequeños,
prácticos y novedosos que son al mismo tiempo absurdos y geniales. Se llama el
arte del chindogu, que en japonés significa “cosas raras” o “cosas extrañas”, y
su inventor fue Kenji Kawakami, fundador de la International Chindogu Society y
autor de varios libros sobre el tema. Hablé de objetos “casi” completamente
inútiles porque entre los chindogu figura también la primera versión del palo
extensible para selfies, realizado en los años 80 por el fotógrafo e ingeniero
Hiroshi Ueda después de que un niño al que le había pedido que le sacara una
foto se había escapado a la carrera con su máquina fotográfica.
La corbata-paraguas, el tenedor con ventilador incorporado
para enfriar la comida, la barra de manteca, similar a la del pegamento (tengo
entendido que este invento también se está comercializando), el libro con
almohada incluida, el envase de banana con forma de banana, el despertador con
clavos que impiden silenciarlo cuando se activa, el casco con sopapa
incorporada para quedarse dormido en los transportes públicos sin molestar al
vecino de al lado, las gafas con embudos agregados para los que tienen
problemas a la hora de ponerse gotitas en los ojos... la lista sería
interminable. Pero la cosa no es tan simple, para que un objeto pueda ser
etiquetado como chindogu tiene que cumplir una serie de reglas, a saber: el
objeto inventado no puede ser utilizado en el mundo real, pero al mismo tiempo
debe existir, aunque sea en su forma de prototipo; el chindogu debe transmitir
la idea de cierta anarquía; está proyectado para ser utilizado en la vida
cotidiana, pero al mismo tiempo no puede estar a la venta (ni siquiera se puede
patentar), su invención debe estar movida por el humor y la diversión, y el
objeto resultante no debe ser publicidad de nada. Según Kawakami el chindogu es
un símbolo de la libertad absoluta y es revolucionario mientras siga
transitando esa débil línea que separa la creación y el consumismo. “En la era
de la tecnología, dice Kawakami, el chindogu puede aportar magia y
espiritualidad a la vida cotidiana.”
En 1948, y para burlarse de los colegios profesionales o las
academias del arte y las ciencias, Mélanie Le Plumet, Oktav Votka y J-H
Sainmont fundaron en Francia el Colegio de Patafísica, una organización
dedicada a difundir la patafísica, que otorgaba títulos rimbombantes a sus
miembros. A lo largo de los años, numerosos artistas fueron declarados
“sátrapas”, o sea miembros más o menos cercanos del colegio de patafísica,
entre ellos Raymond Queneau, Enrico Baj, Boris Vian, Eugène Ionesco, Jean
Genet, Jacques Prévert, Joan Miró, Umberto Eco, el argentino Juan Esteban
Fassio y Fernando Arrabal. No creo que acepten mi humilde sugerencia, pero
deberían incorporar rápidamente a Kenji Kawakami.
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