Por Eduardo Galeano |
Si la maquinaria militar no mata, se oxida. El presidente
del planeta anda paseando el dedo por los mapas, a ver sobre qué país caerán
las próximas bombas. Ha sido un éxito la guerra de Afganistán, que castigó a
los castigados y mató a los muertos; y ya se necesitan enemigos nuevos. Pero nada tienen de nuevo las banderas: la voluntad de Dios,
la amenaza terrorista y los derechos humanos.
Tengo la impresión de que George
W. Bush no es exactamente el tipo de traductor que Dios elegiría, si tuviera
algo que decirnos; y el peligro terrorista resulta cada vez menos convincente
como coartada del terrorismo militar. ¿Y los derechos humanos? ¿Seguirán siendo
pretextos útiles para quienes los hacen puré?
***
Hace más de medio siglo que las Naciones Unidas aprobaron la
Declaración Universal de los Derechos Humanos, y no hay documento internacional
más citado y elogiado.
No es por criticar, pero a esta altura me parece evidente
que a la Declaración le falta mucho más que lo que tiene. Por ejemplo, allí no
figura el más elemental de los derechos, el derecho a respirar, que se ha hecho
impracticable en este mundo donde los pájaros tosen. Ni figura el derecho a
caminar, que ya ha pasado a la categoría de hazaña ahora que sólo quedan dos
clases de peatones, los rápidos y los muertos. Y tampoco figura el derecho a la
indignación, que es lo menos que la dignidad humana puede exigir cuando se la
condena a ser indigna, ni el derecho a luchar por otro mundo posible cuando se
ha hecho imposible el mundo tal cual es.
En los treinta artículos de la Declaración, la palabra
libertad es la que más se repite. La libertad de trabajar, ganar un salario
justo y fundar sindicatos, pongamos por caso, está garantizada en el artículo
23. Pero son cada vez más los trabajadores que no tienen, hoy por hoy, ni
siquiera la libertad de elegir la salsa con la que serán comidos. Los empleos
duran menos que un suspiro, y el miedo obliga a callar y obedecer: salarios más
bajos, horarios más largos, y a olvidarse de las vacaciones pagas, la
jubilación y la asistencia social y demás derechos que todos tenemos, según
aseguran los artículos 22, 24 y 25. Las instituciones financieras
internacionales, las Chicas Superpoderosas del mundo contemporáneo, imponen la
“flexibilidad laboral”, eufemismo que designa el entierro de dos siglos de
conquistas obreras. Y las grandes empresas multinacionales exigen acuerdos
“union free”, libres de sindicatos, en los países que entre sí compiten
ofreciendo mano de obra más sumisa y barata. “Nadie será sometido a esclavitud
ni a servidumbre en cualquier forma”, advierte el artículo 4. Menos mal.
No figura en la lista el derecho humano a disfrutar de los
bienes naturales, tierra, agua, aire, y a defenderlos ante cualquier amenaza.
Tampoco figura el suicida derecho al exterminio de la naturaleza, que por
cierto ejercitan, y con entusiasmo, los países que se han comprado el planeta y
lo están devorando. Los demás países pagan la cuenta. Los años noventa fueron
bautizados por las Naciones Unidas con un nombre dictado por el humor negro:
Década Internacional para la Reducción de los Desastres Naturales. Nunca el
mundo ha sufrido tantas calamidades, inundaciones, sequías, huracanes, clima
enloquecido, en tan poco tiempo. ¿Desastres “naturales”? En un mundo que tiene
la costumbre de condenar a las víctimas, la naturaleza tiene la culpa de los
crímenes que contra ella se cometen.
“Todos tenemos derecho a transitar libremente”, afirma el
artículo 13. Entrar, es otra cosa. Las puertas de los países ricos se cierran
en las narices de los millones de fugitivos que peregrinan del sur al norte, y
del este al oeste, huyendo de los cultivos aniquilados, los ríos envenenados,
los bosques arrasados, los precios arruinados, los salarios enanizados. Unos
cuantos mueren en el intento, pero otros consiguen colarse por debajo de la
puerta. Una vez adentro, en el paraíso prometido, ellos son los menos libres y
los menos iguales.
“Todos los hombres nacen libres e iguales en dignidad y
derechos”, dice el artículo 1. Que nacen, puede ser; pero a los pocos minutos
se hace el aparte. El artículo 28 establece que “todos tenemos derecho a un
justo orden social e internacional”. Las mismas Naciones Unidas nos informan,
en sus estadísticas, que cuanto más progresa el progreso, menos justo resulta.
El reparto de los panes y los peces es mucho más injusto en Estados Unidos o en
Gran Bretaña que en Bangladesh o Ruanda. Y en el orden internacional, también
los numeritos de las Naciones Unidas revelan que diez personas poseen más
riqueza que toda la riqueza que producen 54 países sumados. Las dos terceras
partes de la humanidad sobreviven con menos de dos dólares diarios, y la brecha
entre los que tienen y los que necesitan se ha triplicado desde que se firmó la
Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Crece la desigualdad, y para salvaguardarla crecen los
gastos militares. Obscenas fortunas alimentan la fiebre guerrera y promueven la
invención de demonios destinados a justificarla. El artículo 11 nos cuenta que
“toda persona es inocente mientras no se pruebe lo contrario”. Tal como marchan
las cosas, de aquí a poco será culpable de terrorismo toda persona que no
camine de rodillas, aunque se pruebe lo contrario.
La economía de guerra multiplica la prosperidad de los
prósperos y cumple funciones de intimidación y castigo. Y a la vez irradia
sobre el mundo una cultura militar que sacraliza la violencia ejercida contra
la gente “diferente”, que el racismo reduce a la categoría de sub-gente. “Nadie
podrá ser discriminado por su sexo, raza, religión o cualquier otra condición”,
advierte el artículo 2, pero las nuevas superproducciones de Hollywood,
dictadas por el Pentágono para glorificar las aventuras imperiales, predican un
racismo clamoroso que hereda las peores tradiciones del cine. Y no sólo del
cine. En estos días, por pura casualidad, cayó en mis manos una revista de las
Naciones Unidas de noviembre del 86, edición en inglés del Correo de la Unesco.
Allí me enteré de que un antiguo cosmógrafo había escrito que los indígenas de
las Américas tenían la piel azul y la cabeza cuadrada. Se llamaba, créase o no,
John of Hollywood.
***
La Declaración proclama, la realidad traiciona. “Nadie podrá
suprimir ninguno de estos derechos”, asegura el artículo 30, pero hay alguien
que bien podría comentar: “¿No ve que puedo?” Alguien, o sea: el sistema
universal de poder, siempre acompañado por el miedo que difunde y la
resignación que impone.
Según el presidente Bush, los enemigos de la humanidad son
Irak, Irán y Corea del Norte, principales candidatos para sus próximos
ejercicios de tiro al blanco. Supongo que él ha llegado a esa conclusión al
cabo de profundas meditaciones, pero su certeza absoluta me parece, por lo
menos, digna de duda. Y el derecho a la duda es también un derecho humano, al
fin y al cabo, aunque no lo mencione la Declaración de las Naciones Unidas.
(Palabras pronunciadas por el escritor uruguayo en 2002, al recibir el
Doctorado Honoris Causa de la Universidad del Comahue por su contribución a los
derechos humanos y a la identidad cultural)
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