Por Silvio Santamarina
Es innegable que, a fines del 2015, los argentinos votaron
por un cambio. Incluso el abultado pero insuficiente voto a Scioli expresó en
parte a un electorado harto de tanto cristinismo explícito, y los resultados
sorpresivos en territorio bonaerense contra del peronismo K comprueban esta
tesis.
En aquel momento, había dos maneras de dar vuelta aquella página
traumática de la historia nacional: por las buenas o por las malas. El macrismo
inauguró su gestión apostando a la primera vía, la del olvido desdeñoso pero
pacífico por la historia reciente. La Justicia cocinaba a fuego lento al
kirchnerismo en retirada, el nuevo oficialismo apostaba al relato budista
desideologizado, y el reordenamiento de ciertos mecanismos económicos daba
permiso colectivo para apostar a un futuro distinto. Y la fragilidad de la
coalición política gobernante podía remontarse mes a mes con las expectativas
de que un nuevo modelo económico pronto reconstruiría la hegemonía que todo
argentino parece necesitar para irse a dormir en paz. Esa luna de miel ingenua
alcanzó para pilotear el primer año de gobierno PRO, a pesar de que la
reactivación se hacía desear. Todo cambió en los últimos meses, o mejor dicho,
todo volvió a ser como siempre: una Argentina con más miedo que esperanza.
Apretado por el regreso de la mala onda, el Presidente dejó
de confiar tanto en el marketing de la alegría y se animó a cultivar los
modales agresivos a los que tan acostumbrados nos tenía la década anterior,
ganada o perdida, según los criterios. Ahora parece que la famosa “grieta” debe
ahondarse y no suavizarse, tal como dejó en claro la estrategia discursiva de
Macri en el Congreso. Ya no se trata de dejar que la Justicia -y la prensa anti
K- decida qué hacer con la familia Kirchner: ahora el Presidente se indigna con
la corrupción enfáticamente. Y desde La Plata, Vidal lo acompaña en su enojo
sincronizado. También apuntan a los maestros sindicalizados y a los gremios en
general, casi entusiasmados con un clima de trincheras que hasta hace poco los
asqueaba. Se acabó la meditación zen. Parece que el “segundo semestre” no
existe y que Papá Noel y Los Reyes (de España) tampoco.
Solo queda la fantasía de la transparencia, que Macri sigue
alimentando con fideicomisos ciegos y parches administrativos de dudosa adherencia,
para intentar diferenciarse de su antecesora. Acaso sea un esfuerzo inútil: el
país se muestra partido en dos mitades casi perfectas, diametralmente opuestas,
que comparten la convicción común de que la única corrupción que de verdad
importa y daña a la nación es la del otro bando, nunca la propia. “Solo importa
la economía, estúpidos”, repiten los gurúes. Pero cuando las cuentas no
cierran, y las elecciones de medio término se acercan, ¿qué es lo que importa?
La política, claro, y en su fase más despiadada. Por eso en la mesa chica PRO
viene insinuando desde comienzos de año que las próximas elecciones
legislativas no se ganan con la economía (que no enamora y más bien espanta).
Se ganan con política, y cuando decían eso querían decir -ahora lo entendemos-
pelea, riesgo, mañas de la vieja escuela, y sobre todo temple para doblar la
apuesta. El caldo social está listo y el enano fascista de cierto oficialismo
de las catacumbas, también.
Los maestros militantes están calientes en la calle, pero
también del otro lado hay una opinión pública que recuerda que no es solo a
Macri a quien le hacen paros ni es solo en momentos de vacas flacas cuando las
clases no comienzan: hace varios años que marzo no es una fiesta de la
educación pública. Los otros gremios fuertes también ganan la calle, tras un
año de cautela y distracciones, como la de Moyano, que pensó más en la AFA y el
negocio del fútbol que en el movimiento obrero. Ese sindicalismo musculoso
también tiene un problema de imagen, que millones de televidentes comprobaron
durante la toma del microcentro, con escenas de violencia facciosa que agitan
esos fantasmas que suelen hacerle perder elecciones al peronismo, de Alfonsín
para acá.
A ese monstruo apela Macri en este año electoral. Un año
donde juegan más las pesadillas que los sueños. Ya soñaremos en 2018. Ahora hay
que volver -nos empujan- al club de la pelea. Lo cual no es tan alarmante,
siempre y cuando nos tiremos solo con las urnas.
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