Por James Neilson |
La estrategia de la oposición variopinta a la gestión de aquel intruso maligno Mauricio Macri es rudimentaria: su plan maestro consiste en convencer a la gente de que el Presidente no es un macho alfa sino un tipo débil, de origen exótico, que no está en condiciones de gobernar a un país tan díscolo y tan complicado como la Argentina.
Los relativamente moderados creen que, si hacen de la
Capital Federal un protestódromo caótico para piqueteros mendicantes,
sindicalistas, kirchneristas, izquierdistas y otros que tratan de llamar la
atención a sus quejas particulares, en octubre el electorado decidirá que en
última instancia sería mejor resignarse a dejar el poder en manos de un
populista presuntamente capaz de garantizar un mínimo de orden. En cuanto a los
más fogosos, fantasean con provocar un quilombo tan tremendo que Macri ponga
los pies en polvorosa. Por suerte, sólo se trata de una minoría.
De todos modos, a juzgar por ciertas encuestas, la obra de
demolición que han emprendido las huestes de Cristina, el llamativamente
impaciente Sergio Massa y sus muchos aliados coyunturales está surtiendo
efecto. Los ayuda el que, para Macri y sus colaboradores, estar dispuestos a
dialogar y hacer concesiones no sea un síntoma de debilidad sino evidencia
incontrastable de su vocación democrática. Desgraciadamente para el
oficialismo, en una sociedad de tradiciones autoritarias que está poco
acostumbrada a ver el poder compartido, tanta flexibilidad se presta a malentendidos.
Si sólo fuera cuestión de comparar propuestas, el
oficialismo llevaría las de ganar. Con la eventual excepción de los
kirchneristas que, por razones comprensibles, sienten nostalgia por el
voluntarismo cleptocrático que les hizo mundialmente famosos y no quieren que
su jefa termine entre rejas, además de los partidarios agresivamente ortodoxos
de una política económica de choque de la clase que, siempre y cuando no se
repita lo de 2002, sólo podría intentar una tiranía, ningún opositor ofrece una
alternativa genuina al gradualismo tímidamente liberal del macrismo.
Sin embargo, tanto aquí como en muchos otros países, la
ideología atribuida a un gobernante importa menos que su imagen. En una época
tan desconcertante como la actual que ha visto morir docenas de viejas
certidumbres, lo que pide la mayoría es que el jefe de Estado entienda muy bien
lo que hay que hacer y que posea la fortaleza mental necesaria para mantener
todo bajo control. ¿La tiene Macri? Muchos están comenzando a dudarlo, de ahí
la sensación creciente entre las facciones opositoras más belicosas de que, si
se esfuerzan un poquito más, su gestión podría truncarse antes de la hora
fijada por el calendario constitucional. Juran que nada les gustaría más que
permitir que el país rompa con la tradición nefasta según la cual sólo a los
presidentes peronistas les es dado completar su mandato, pero opinan que la
gestión del gobierno de Cambiemos ha sido tan atroz que no tienen más opción
que la de atacarlo para que aprenda lo que es la sensibilidad social.
Los adversarios más resueltos de Macri están procurando
hacer pensar que, si no fuera por su apego, propio de un niño rico, a ideas
reaccionarias, habría más, mucho más, dinero para los trabajadores de todos los
sectores, incluyendo a los estatales, para que todos vivieran bien. Es una
ilusión, claro está, pero puesto que los dirigentes de la oposición populista
están mucho más interesados en serrucharle el piso al Gobierno que en procurar
encontrar el modo de solucionar o, cuando menos, atenuar los problemas
planteados por la miseria galopante que les encanta denunciar, tales detalles
no les preocupan. Lo que quieren es poder. Si lo consiguieran, culparían a
otros –los macristas, los economistas liberales, Donald Trump, lo que fuera–,
por las calamidades que a buen seguro desatarían, ya que, por desgracia, el estado
nada satisfactorio de la economía nacional se debe a algo más que los errores
que habrán cometido el Presidente y sus coequipers.
Frente a la ebullición de la calle, los macristas se hallan
en desventaja. No quieren aplicar la ley tal y como harían sus homólogos de
otros países democráticos por temor a que se produjeran episodios como aquellos
que culminaron con la renuncia de Eduardo Duhalde. Por lo tanto, se creen
obligados a rezar para que una combinación de concesiones –es decir, de dinero–
y persuasión, además del cansancio de los militantes, sirvan para restaurar
cierta calma.
Apuestan a que una proporción significante de la población
entienda que sería peor que inútil continuar confiando en esquemas cuyo fracaso
difícilmente podría haber sido más evidente, ya que fue merced a ellos que la
Argentina se depauperó, y que, dadas las circunstancias desafortunadas, el
rumbo previsto por el Gobierno es en términos generales el único viable. Por un
rato, pareció que los macristas lograrían su propósito, pero últimamente las
dudas se han hecho sentir. Sucede que, a pesar de todo lo ocurrido a partir de
la Segunda Guerra Mundial, son muchos los que preferirían aferrarse a lo de
siempre a soportar las reformas nada fáciles a las que el país tendría que someterse
para hacerse más competitivo. Como Macri y compañía ya se habrán dado cuenta,
la sociedad argentina es muy pero muy conservadora.
Liderados en esta ocasión por la gobernadora bonaerense
María Eugenia Vidal, algunos macristas han llegado a la conclusión de que la
mejor defensa es un buen ataque. Consciente de que no hay forma de resolver la
crisis educativa limitándose a aumentar los salarios de los maestros, la
estrella de la política nacional insiste en que lo que se necesita en el ámbito
educativo es un cambio estructural, uno parecido al concretado con éxito
fulminante por los finlandeses, que incluiría la profesionalización de la
docencia.
Huelga decir que los sindicatos del sector no quieren saber
nada de una propuesta tan inenarrablemente elitista como la sugerida por Vidal.
Lo suyo es respaldar con paros cada vez más prolongados a “los trabajadores de
la educación”. No se les ocurriría cohonestar reformas que perjudicarían a los
afiliados de calificaciones que en otras partes del mundo serían consideradas
insuficientes. Acaso convendría que los docentes se agruparan en una asociación
profesional, como aquellas de los abogados o médicos, o sea, en un gremio que
sistemáticamente alejaría a quienes no cumplan con ciertos requisitos mínimos,
pero por ahora es poco probable que lo hagan.
Así las cosas, las perspectivas frente al país distan de ser
buenas. En otros tiempos, un analfabeto astuto podría abrirse camino en la vida
con facilidad, pero en los que corren le sería sumamente difícil avanzar mucho
ya que, en todas partes, la movilidad social depende en buena medida del nivel
educativo. Lo mismo puede decirse de los distintos países. A menos que el
grueso de la población haya alcanzado un nivel adecuado, tendrán que
conformarse con ocupar lugares subalternos en la jerarquía internacional. He
aquí un motivo más para sentirse alarmado por los resultados lamentables de las
pruebas Aprender que acaban de difundirse. Como los de PISA, confirman la
involución de un país que antes se había destacado por la calidad de la
educación pública, pero que en la actualidad se encuentra por debajo no sólo de
Chile y México sino también de Kazajstán y Albania.
El proyecto macrista se basa en la convicción de que, tanto
en el ámbito de la educación como en virtualmente todos los demás, será
necesario llevar a cabo una serie de reformas profundas destinadas a favorecer
a los más vigorosos, creativos e inteligentes, ya que, caso contrario, la
Argentina seguiría perdiendo más terreno en un mundo en que no se verá incluida
entre las víctimas inocentes de la maldad ajena que merecen ser ayudadas por la
“comunidad internacional”. Por el contrario, es notorio que todas las muchas
heridas que sufre hayan sido autoinfligidas, lo que, claro está, hace aún más
difícil una eventual recuperación puesto que, cuando de atribuir los gravísimos
problemas nacionales a sus adversarios políticos se trata, los responsables de
provocarlos son expertos consumados. Después de todo, los kirchneristas no son
los únicos que saben muy bien cómo aprovechar los fracasos. Mientras que en
Grecia PASOK, el equivalente local del PJ, se ha visto borrado del mapa luego
de darse cuenta la gente de la magnitud de su aporte al descalabro nacional,
aquí los herederos del general siguen dominando el escenario político hasta tal
punto que ni siquiera el PRO puede darse el lujo de prescindir de la
obligatoria “pata peronista”.
Dicen que a Macri y a quienes lo rodean, en especial los ex
CEO, les cuesta entender lo que está sucediendo en el país, que son demasiado
racionales, demasiado proclives a dejarse engañar por los números como para
lograr comprender la misteriosa realidad social y política. Estarán en lo
cierto tales críticos de la gestión gubernamental, pero una cosa sería
comprender mejor cómo funciona la mente colectiva en el deprimido conurbano
bonaerense y otra muy distinta tomarla por una fuente de sabiduría popular
infalible, como hacen tantos integrantes del elenco político permanente que
tienen buenos motivos para oponerse al cambio.
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