Por Pablo Mendelevich |
¿Cinco meses es mucho o es poco? Respuesta obvia, depende
del asunto. Si se trata de llegar a Marte no parece tanto; de hecho fue lo que
tardó el Mariner 6 en 1969. En la procreación humana cinco meses es más de la
mitad de la dulce espera. Los economistas, personas mentalmente configuradas en
unidades trimestrales, tal vez digan que cinco meses son casi dos trimestres y
que después sigue un tercero en el que cabe esperar una evolución auspiciosa o
bien una caída fatídica de lo que fuere; lo suyo nunca se agota.
Cinco meses para atrás (en verdad, unos días menos) Macri se
estaba reuniendo en Roma con el papa Francisco por segunda vez. Y uno de los
temas centrales de la política aquel octubre de 2016 consistía en ver qué
ofrecería el Gobierno para desalentar la convocatoria de la CGT. a un paro
nacional. Huelgan, ya que de huelgas se trata, los comentarios.
Pues bien, cinco meses es lo que falta para las elecciones
primarias: son el domingo 9 de agosto. Las generales están programadas para el
25 de octubre, dentro de 232 días. ¿Falta mucho o poco?
Acá es cuando uno redescubre que la duración del tiempo
depende de quién haga el cálculo, si es el que está viajando a Marte o alguien
que sólo mira un puntito moviéndose en el monitor; si lleva al bebé en la panza
o es un vecino de la embarazada. Para los políticos, el proceso electoral,
cargado de pasión, nervios e intrigas, empezó hace rato. Ellos se hallan en
estado de excitación electoral permanente, con disimulo preventivo en público.
Porque los peatones tienen sus propios tiempos, su propia escala de
preocupaciones, y se sabe que es mejor no interrumpirlos. Quizás este sea el
momento de mayor desfase entre la agitación preelectoral puertas adentro (de
los partidos, cabría decir, si hubiera partidos) y la lejanía con la que el
común de las personas se prefigura esos dos domingos de invierno y de primavera
en los que deberá blandir el DNI dentro de una escuela para hacer valer su
derecho soberano.
Frente a los micrófonos y las cámaras los políticos hablan
de elecciones "de medio término" como si éstas fueran una rutina
ancestral. En realidad, las de 2017 serán apenas las sextas elecciones
merecedoras de ese virtual anglicismo, importado del mismo país que Halloween,
porque hasta 1994, con períodos presidenciales de seis años, teníamos (o
debíamos tener) dos legislativas intermedias (una también para gobernadores),
cosa bien distinta.
Nos faltan series para poder sacar enseñanzas de las
"elecciones de medio término". Ya se sabe que en la Argentina la
única constante electoral es que cada elección se hace con reglas o
disposiciones diferentes de la anterior. Y las de este año no serán la
excepción, aunque más no fuera por la probabilidad de que convivan el papel y
los métodos electrónicos luego de que el peronismo se opusiera a renovar el
sistema.
Lo que intensifica la ansiedad de los políticos es la
creencia de que el resultado de estas elecciones marcará a fuego el futuro de
los protagonistas. En términos llanos, muchos dicen que si el Gobierno las ganase
quedaría habilitado para permanecer en el poder hasta 2023, pronóstico análogo,
por lo exagerado, con el que asegura que si las gana el peronismo su vuelta al
poder en 2019 queda asegurada.
Los cinco antecedentes (1997, 2001, 2005, 2009, 2013), ricos
en singularidades, no dan pistas categóricas. Es cierto que en todas menos las
de 2005 perdió el oficialismo, pero las derrotas legislativas no siempre
preanunciaron derrotas ejecutivas. En 1997 Menem llevaba ocho años en el poder
(Macri llevará dos). Fueron elecciones de fin de ciclo, en todo caso como las
de 2013, cuando el triunfo de Sergio Massa abortó la perpetuidad cristinista,
luego de diez años de kirchnerismo. Las de 2001, conocidas como las del voto
bronca, fueron sísmicas: dos meses después vino el tsunami que hizo colapsar al
país entero. También fueron únicas por motivos institucionales, ya que en 2001
se renovaba el Senado íntegro. La derrota de la Alianza permitió el regreso del
peronismo (seis días con Rodríguez Saa, un año y medio con Duhalde) no a través
del voto popular sino por la ley de acefalía. Caso extremo, Duhalde, que había
perdido las elecciones populares contra De la Rúa, lo sustituyó seleccionado
por el Congreso tras haber llegado a senador unos días antes en las elecciones "de
medio término".
En 2005 Néstor Kirchner consiguió una proeza. Duplicó su
caudal electoral (si bien la base era la más baja de la historia), al poner la
interna peronista de las esposas (Cristina Kirchner versus Chiche Duhalde) en
el centro de la escena. El kirchnerismo ganó a continuación las elecciones
presidenciales, pero también en 2011 las ganó pese a que había perdido las
legislativas anteriores (y de manera deshonrosa, cuando un empresario
millonario sin demasiada carrera política -De Narváez- derrotó al propio Néstor
Kirchner).
Más allá de cómo evolucione la economía, asunto crucial, si
es por los antecedentes Macri corre para estas elecciones con una ventaja y una
desventaja. La ventaja es que su liderazgo político, ajeno a las tradiciones
peronista y radical que tuvieron todos los presidentes a partir de 1946,
recorre caminos inexplorados. Su eficacia se verificó hasta ahora no sólo en
las leyes que consiguió estando en minoría en el Congreso sino en la relativa
paz social que logró en el primer año de gobierno, hecho inédito para un no
peronista. Y la desventaja es que ya todo el mundo sabe que aunque gane las
legislativas no podrá invertir la relación de fuerzas con la oposición
parlamentaria. Lo cual, probablemente, lo empuje a plantear las elecciones en
términos plebiscitarios. Podrá decir "vótennos, somos mucho mejores que el
populismo", pero no tendría mucho sentido que pidiera el voto para obtener
más bancas en las cámaras, porque un eventual triunfo impactaría en el Congreso
demasiado amortiguado.
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