Por Jorge Fernández Díaz |
El jumbo se venía en picada, la cabina permanecía tomada por
jihadistas y los pasajeros se disponían al infierno del final. De pronto Macri
y sus muchachos derrotaron a los mujahidines, tomaron el control, evitaron que
la nave se estrellara y comenzaron a estabilizar el vuelo: en ese instante los
viajeros del "círculo rojo" se quejaron porque el pollo de la cena
estaba frío.
El chiste circula en Balcarce 50, y describe la amarga ironía con que capean las "críticas descontextualizadas" del momento. No parece anidar en esos despachos el sentido trágico de la política, según el cual si un gobierno no peronista cae diez puntos en las encuestas le incendian la calle, y si pierde una elección de medio término, le preparan el helicóptero.
Todo esto sería impensable en las democracias de Chile o
Uruguay, pero claro: allí no tienen un sistema político caníbal ni un partido
dominante que es adicto a la antropofagia. Donde los veteranos articulistas
divisamos a la corporación peronista afilando sus dientes, los jóvenes de la
Casa Rosada ven a distintas tribus desconcertadas y de peso relativo. Y cuando
detectamos escasez en las argumentaciones oficiales y errores en la gestión y
en el timing, ellos ven cuestionadores injustos y miradas viejas. Si recuperan
la economía nos taparán la boca. Si no lo hacen, a todos nos tapará el agua.
Asevera Juan Llach que la culpa de los problemas actuales
presenta estos porcentajes: 60% herencia, 30% Brasil y 10% Macri. Pero coincide
en que el error más grande del Gobierno consiste en carecer de un ministro
único para la macroeconomía: si no hay un chef, cada cocinero va sazonando con
los ingredientes de su gusto y siguiendo su propio librito; entonces una cosa
desarregla la otra y la cena sabe mal y a poco. En el Ministerio de Producción
se defienden: Mauricio es el chef in chief. En la Fundación Pensar se plantó
frente a veinte economistas experimentados y les dobló el brazo: apostó a que
se podía levantar el cepo en 24 horas. Y se pudo. Se trata del mismo chef que
contando hoy con herramientas para recalentar el consumo con emisión
inflacionaria, como hizo Cristina después de devaluar en 2014, ordenó atarse
las manos y vadear el río: no quiere crear un falso veranito ni un consumo
insustentable para ganar las elecciones, a costa de tener que lidiar luego con
una nueva quiebra financiera. Es una decisión histórica, cuya efectividad sólo
podrá verificarse la noche de las urnas.
Si aun con estas restricciones arriesgadas y virtuosas logra
salir triunfante, se cumplirá la peor pesadilla del cristinismo, que no
consiste, como se piensa, en la guillotina judicial, sino en que el pueblo
vuelva a darle una oportunidad a una coalición de valores demonizados:
republicanismo y economía competitiva.
El espejo más temido es la ciudad de Buenos Aires: el
oficialismo aguantó un asedio salvaje, y luego les fue infligiendo derrotas
tremendas. Por eso están tan apurados; no pueden permitir que se repita esa
malformación, esa afrenta a los manuales del pueblo peronista.
La aceleración produjo quince días de marchas
multitudinarias, borró del escenario al peronismo racional y provocó una
inesperada autocrítica en alguien infalible: la Pasionaria de El Calafate tiró
a papá del tren; sugirió por fin que se equivocó al elegir a Aníbal Fernández,
mancha venenosa y gran mariscal de la derrota que merodea todas las
manifestaciones como si quisiera desligitimarlas y que le hizo el viernes un
enorme favor a María Eugenia Vidal entornando, en Plaza de Mayo y a la vista de
todos, a esa blanca palomita llamada Baradel. Fue una jornada para la historia
universal de la infamia; de nuevo el kirchnerismo manchó una causa sagrada y
convirtió un acto por la memoria de los desaparecidos en una soez ceremonia partidaria
llena de rencor e intimidaciones, durante la cual circulaban suvenires con
helicópteros amarillos en plan destituyente, se relativizaba la necesidad de
ser democráticos, se justificaba la lucha armada de los 70 y se señalaba desde
el palco a los miembros del gobierno constitucional directamente como
homicidas. El grito "asesinos hijos de puta" que salió de boca de la
oradora principal fue coreado por miles de personas, en un gesto de alienación
colectiva que hizo acordar al MTP.
Ese paisaje esperpéntico y ciertamente peligroso, y el
mutismo inexplicable del peronismo moderno pueden ser una buena noticia
electoral para Durán Barba, pero es un drama para la reconstrucción de todo el
sistema político, que es lo verdaderamente importante. Ya la comparecencia de
Marcos Peña en la Cámara de Diputados había servido como fotografía penosa de
la coyuntura: allí, el jefe del justicialismo terminó siendo Axel Kicillof. Ni
el fantasma de Sergio Massa se paseó sobre esas ruinas; parece que el hipotético
líder del peronismo republicano quedó atrapado entre el Silicon Valley chino y
el Muro de los Lamentos, y sus alfiles (Camaño y Solá) hicieron un pálido papel
frente al despliegue del kirchnerismo, algunos de cuyos jugadores parecen
dinosaurios surgidos del Museo de Ciencias Naturales.
La oposición insistió en poner contra la pared a Peña, pero
la sesión terminó con sólo 87 de los 257 diputados: la mayoría estaban apurados
por hacer un discurso, salir en la tele y marcharse a casita. De las 57 veces que
hubiese correspondido que el jefe de Gabinete diera explicaciones en ese
recinto durante "los doce años de la alegría", sólo en 15 ocasiones
los Kirchner condescendieron a semejante incordio institucional. Dos frases se
cruzaron allí en el aire: "No ven la realidad" y "Háganse
cargo". La primera fue pronunciada por los soldados de Cristina, que ya no
citan a Jauretche, sino a Mirtha Legrand; la segunda fue una réplica
inusualmente ardorosa del ministro coordinador.
La extrema polarización parece hoy un juego inexorable, que
convierte provisoriamente la ancha avenida del medio en una delgada línea roja,
y que amenaza terminar con un duelo al sol, a suerte y verdad en la segunda
parte del año. Tanto se buscan los duelistas que los demás parecen de palo. Un
legendario conductor de redacciones tenía una fórmula infalible para espabilar
a un redactor que trabajaba mal; le aconsejaba a su jefe: "Muéstrele el
abismo". El oficialismo le muestra el abismo a su electorado más decepcionado
cuando se contrapone al espectáculo turbio y radicalizado que monta el
carapintadismo kirchnerista. Cuando Máximo anuncia que el Gobierno está
fracasando, esconde que el gobierno de su madre ya fracasó, y ésa es la lectura
inconsciente que una parte sustancial de la sociedad se hace aun en estas
semanas de angustia y dubitaciones.
Dos temibles aliados tiene la arquitecta egipcia: la
desatendida clase media baja del conurbano a la que este gobierno no le ha dado
más que disgustos y el Estado, esa una nueva clase social que no previó ni
Carlos Marx, un cuerpo delirante y engordado por millones de personas de
diverso nivel, que consiguieron posiciones inexpugnables cuando el kirchnerismo
no podía generar empleo genuino y enmascaraba esa impotencia tomando
irresponsablemente agentes públicos. En ese colectivo, obra maestra de la
desmesura, hay personas honestas y diligentes, pero también ñoquis, burócratas,
mafias, mañas y una rara cultura interna según la cual nadie tiene derecho a
evaluarlos ni a exigirles pericia, como si sus salarios no los pagaran los
ciudadanos, sino Dios, y como si estuvieran más allá de cualquier análisis
humano.
En ese vasto cosmos donde reinan las segundas y terceras
líneas que permanecen aun cuando los gobiernos pasan, hay mucha materia prima y
mucho tiempo para el ejercicio ruidoso de la paranoia y la protesta. Son un
ejército de ocupación, y se sienten amenazados por Macri y por el mundo. Que
dicho sea de paso avanza hacia la robotización y hacia una crisis del trabajo.
Nosotros estamos en el pleistoceno, mientras el futuro se nos viene encima como
un tren.
Tiene razón Santiago Kovadloff: estamos enamorados de las
discusiones urgentes, pero no de las interesantes.
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