Indio Solari |
Por Pablo Alabarces
Un hecho policial, un hecho ético, un hecho
periodístico, un hecho político, un hecho estético, un hecho sociológico, un
hecho antropológico, un hecho cultural. No se trató simplemente de dos personas
muertas en un recital del Indio Solari: si así fuera, no se diría todo lo que
se dijo, yo no estaría escribiendo esto y las portadas digitales de los diarios
estarían ocupadas con otras cosas.
Sin ir más lejos, el mismo sábado casi
mueren varios hinchas en una avalancha en el estadio de Banfield, en un festejado
retorno de los públicos visitantes –de Boca– al fútbol. Las fuentes hablan de
pésimas infraestructuras, de más público que el habilitado, de malos servicios
de sanidad y seguridad: poco más o menos (con diferencias de cantidades de
personas), lo mismo ocurrió en Olavarría. La otra diferencia es que no hay un
fiscal invocando peritos, ni redes sociales atronando con reclamos por castigos
o con descalificaciones cruzadas hacia públicos, organizadores, músicos. Dos
muertos producen milagros periodísticos y opiniónicos: nadie habla de
Banfield, no hay nadie que deje de hablar de Olavarría, la mayoría con el dedo
para arriba –tonito admonitorio– o apuntando –tonito acusador.
Hechos: no hay uno solo, ni una sola narración, ni una
sola mirada, ni siquiera “hechos alternativos”. Cuando algo ocurre en un
recital del Indio Solari, hay que echar mano de miradas muy estrábicas, porque
en la olla entran demasiados ingredientes. Hay un hecho policial todavía poco
definido: mueren dos personas, parece haber ocurrido en una avalancha durante
el concierto, en la zona delantera del predio. Todos sabemos que las primeras
decenas de metros frente al escenario son escabrosas, implican riesgos, exigen
resistencias físicas que exceden simplemente una buena capacidad de aguante,
implican habilidades corporales específicas, así como retribuyen con
recompensas: “estuve ahí, me banqué el peor pogo, fue inolvidable” –un gran
capital en la tradición rockera y muy especialmente en la ricotera. Cuando
todavía no había una autopsia, alguien afirmó en las redes que no había heridas
sino colapsos cardíacos. Que no hubo una violencia excesiva, sino el resultado
de una exigencia física desbordada que podría haber ocurrido, sin ir más lejos,
en Banfield. Mucho menos, muertes por ingestas desmesuradas de sustancias más o
menos legales: esto no es, tampoco, Time Warp. No hay acuchillados, en
principio, lo que sí ocurrió en River Plate hace varios años. Aunque no había
ningún cacheo en la entrada, hubo menos armas que, pongamos, en el acto de la CGT
el 7 de marzo –todos sabemos que los “culatas” de los “gordos” están,
ilegalmente, armados.
Sin embargo, la irrefutabilidad de la muerte –nada
más real e irrefutable que la muerte– dispara enseguida una serie infinita de
sobreinterpetaciones ordenada por varios focos: el primero, inevitable, que es
la absolutización de la experiencia personal. El “yo estuve”, por ejemplo,
difícil de discutir porque, aunque hay que tener la mirada muy entrenada para
poder superar las posibilidades de observación personal –“yo estaba adelante,
vi todo”; “yo estaba atrás, vi todo”; “yo estaba arriba de la torre, vi todo”
–, el observador se subleva frente a cualquier discusión: “yo lo vi, estaba
ahí”. O su variante metonímica: “yo no estuve, pero sí fui a River/Racing/Tandil”.
Peor es, claro, la distancia ética que puebla las
redes y los medios: “esto es lo que pasa cuando uno pasa por arriba de las
normas”, afirma muy orondo el epistemólogo que funge como presidente. “Todos
negros, borrachos y faloperos”, afirma la nube moral que puebla las redes
sociales. “La responsabilidad moral es individual, basta de echarle la culpa a
la sociedad”, sostienen los aprendices de socio-antropo-filósofos que pueblan
los bares nacionales.
Periodismos: Sí sabemos que sabemos poco porque los medios
decidieron no informar. Que los canales de noticias no hicieron cobertura del
recital, por lo que sólo podían ofrecer verdura, pescado podrido, terceras
manos, lecturas sesgadas de redes sociales sesgadas, fotos por celular. Que los
diarios no parecen haber tenido enviados –salvo Pablo Perantuono, para La
Nación, o Fernando Soriano, que hace una excelente crónica para Infobae. Lo más
vergonzoso es lo que –no– hace Télam: es decir, la agencia oficial, la que debe
(“debe” significa “tiene la obligación de”) cubrir un acontecimiento cultural
de esa magnitud (un mínimo de doscientas mil personas peregrinando para lo que
puede ser el último recital de un personaje central de nuestra cultura musical
como es el Indio Solari). Según denuncia la Comisión Interna, la
agencia decide no cubrir el concierto por razones presupuestarias. El
periodismo argentino vuelve a capotar como periodismo, como oficio, para luego
florecer como opinionismo, monserga, dedodurismo (como dicen los brasileños),
conservadurismo moral y estético. De información, nada, que para eso está
Twitter.
Política: aunque posiblemente lo más ridículo de lo que
está ocurriendo sean las interpretaciones partidizadas, que leen en todo el
baile la reaparición de la “grieta”. Pablo Sirvén afirmó: “Un megamillonario K
de la música exprime al máximo a su público. Un intendente de Cambiemos se hace
el desentendido. Qué horrible combinación”. La lucidez de Sirvén nunca fue
excesiva: pero su tweet se hace eco de una ristra infinita de
discusiones de redes que transforman en gorila a cualquier crítico del
Indio y en kirchnerista a cualquiera de sus defensores. Crónicas facebookeras
insisten en acusar a públicos macristas del recital por abuchear las
reivindicaciones madre-abuelísticas del Indio durante el concierto. La
inevitable teoría conspirativa habla de infiltrados antikirchneristas enviados
a producir desórdenes –considerando lo que ocurrió, los infiltrados serían un
hato de inútiles. Algunas versiones troskistas no le escapan al desafío, en
tanto el kirchnerismo del Indio sólo agrega horror a su condición (irrefutable,
imposible de evitar) de comerciante de la industria cultural –como si pudiera
hacerse cultura de masas contemporánea fuera de las leyes de la mercancía.
Es muy probable que todas estas interpretaciones
sean una basura apenas similar a la cobertura de TN. Es decir, una enorme
basura. Muy rápidamente: el Indio Solari era el Indio –y los Redondos eran los
Redó– bastante antes de que el kirchnerismo se hiciera ricotero (o al revés, ya
no lo recuerdo). El intendente que prohibió a los Redondos en Olavarría era el
finado Helios Eseverri, entonces radical pero luego frenteparalavictorista. El
intendente durante Cromañón era el olvidado Aníbal Ibarra, entonces frepasista,
antes comunista, luego kirchnerista culposo, siempre anibalibarrista. El actual
Secretario de Cultura de la Provincia de Buenos Aires, el Conejo Gómez, que no
ha levantado el dedito aún, era radical, luego aliancista, más tarde macrista y
en algún momento fue procesado por la muerte de dos personas electrocutadas en
un recital organizado por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Para
hacerla corta: son todos primos; los muertos en el placard son la norma; la
desidia y la irresponsabilidad para trabajar, regular, organizar el mundo
artístico y cultural son desmesuradas; y cuando ese mundo se vuelve un hecho de
masas todo se desmadra, por añadidura.
© Revista
Anfibia / Agensur.info
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