De Operación Masacre a Caperucita roja
Rodolfo Walsh, autor de Operación Masacre. |
Por Luciano
Lamberti
Leo El negro corazón del crimen, de
Marcelo Figueras, que acaba de salir por Alfaguara, una novela que reconstruye
el proceso de investigación, redacción y publicación de Operación
Masacre, de Walsh, uno de los libros capitales de la literatura argentina,
junto al Facundo y Respiración artificial.
No es
casualidad que podamos pensar juntos a esos libros, parte de una línea
cronológica, de una tradición política y testimonial, pero también de la idea
del libro como algo que sale de la página, que influye en la realidad, que la
modifica sensiblemente (no es ningún secreto que algunos testimonios recogidos
por Walsh sirvieron como prueba en el juicio posterior de los involucrados).
Rodolfo (Erre en esta novela) es presentado como un héroe de policial negro,
como la vieja figura del periodista que se juega la vida por una investigación
y que va hasta sus últimas consecuencias (que en su caso fue la muerte).
Se sabe (figura en el libro) que después de haber
obtenido el premio Municipal de Literatura por Variaciones en rojo,
una recopilación de cuentos policiales, Walsh estaba urgido a escribir una
novela. Se sabe que su propio estilo conciso, económico y borgeano hasta la
médula (ver “Esa mujer”, para algunos el mejor cuento de la historia de nuestra
literatura) se lo impedían. Se sabe (figura en la famosa introducción a Operación
Masacre, leída hasta la náusea por los estudiantes de periodismo) que Walsh
estaba en un bar, jugando al ajedrez, cuando escuchó aquello de “un fusilado
que vive”, el oxímoron que lo dispara todo, la paradoja que despierta su deseo
de salir a la calle, de buscar información, de involucrarse. Se sabe que en vez
de escribir la novela redacta “eso” que constituye el primer libro de no
ficción de la historia y para lo cual todavía no existía un nombre. Lo escribe
“en caliente y de un tirón” y se pasea con ella por todas partes porque no hay
quien quiera publicarla. Eran tiempos en los que la publicación de un libro
podía significar la cárcel, el ostracismo o la muerte, y constituyen un buen
recordatorio para esos periodistas que embolsan millones y se quejan de
persecución ideológica desde sus departamentos en Miami.
Creo que lo más interesante de Walsh no es tanto su
figura, que tiende al endiosamiento y la ceguera, como la perfección de lo que
escribió. Creo que el mejor homenaje es leer esos cuentos de colegio irlandés,
la novela corta “Fotos” o incluso los policiales, porque en ellos donde resuena
su voz de un modo tan vívido que parecen leídos en voz alta por él. Creo que
también cabe hacerse, leyéndolo, la vieja y nunca bien respondida pregunta
acerca de los alcances de la literatura “comprometida”, de lo que significa,
para un libro, ir más allá del somero ámbito del placer estético. Hoy nadie
muere ni mata por un libro. Hoy los políticos están lejos de tener, en su mesita
de luz, otra cosa que no sea policiales escandinavos, ensayos de divulgación
científica que ayudan a entender el funcionamiento del cerebro o lamentables
análisis de Marcos Aguinis. El realismo, que en la historia de la literatura
fue siempre el encargado de hacer un corte sincrónico de la vida social y
mostrarnos sus entrañas del modo más crudo, se dedica, como en una película de
ISAT, a retratar las dificultades de la vida en pareja y la crianza de los
chicos. Dicen que es en el policial donde se juega lo político, pero esa verdad
ha sido dicha tantas veces y siempre desde la misma perspectiva maniquea, que
resulta tranquilizadora. El lector de un policial escandinavo cierra el libro
sintiéndose satisfecho, lo deja en su mesa de luz y abre otro policial escandinavo.
Leyendo Los siete locos, de Arlt,
Piglia dice que ahí está la verdadera representación política de la época. No
la que traslada maquinalmente los problemas contemporáneos, dándole el mismo
tratamiento y la misma respuesta que el noticiero de la mañana, sino la que
utiliza los procedimientos de la época en la literatura. Es
ingenuo y tranquilizador presentar el retrato de una mujer golpeada por su
marido sintiéndose un justiciero posmoderno, con la idea de que, entre
violación y paliza, la mujer lea esas palabras y corra a hacer la denuncia: es
precisamente la forma equivocada de considerar el compromiso.
Prefiero leer Caperucita Roja, de los
hermanos Grimm, donde esos problemas están presentados como tal, como
problemas, y no como soluciones trasnochadas. Un cuento de una página que
alguna abuela distraída nos relata de chicos y sigue resonando en nosotros
durante toda la vida. Sus interpretaciones son legión, pero nunca lo agotan. Es
un cuento sobre la sexualidad adolescente, sobre morir y renacer (y quién no lo
haya hecho dolorosamente un par de veces me temo que no me entenderá), sobre lo
femenino visto como seducción y misterio, sobre el poder de la experiencia,
sobre la sobre el peligro en el que no solo los niños sino también los adultos
vivimos constantemente. Si sigue funcionando, si sigue diciéndonos, generación
tras generación, lo que no esperamos oír, es porque en él no hay inocentes,
solo la realidad como lo que es: algo incomprensible. En esa niña inocente pero
seductora, en esa ingenua abuela que le abre la puerta a cualquiera, en ese
lobo al que luego de devorarlas se le practica una cesárea, se le llena la
panza de piedras y se lo hunde en el río, hay más compromiso con la realidad
actual que en doscientos libros que no son más que periodismo camuflado.
© Eterna
Cadencia / Agensur.info
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