Por Arturo Pérez-Reverte |
Les juro a ustedes, con una mano sobre la primera
edición de El cetro de Ottokar, que cuanto voy a contar
es cierto. Acabo de sufrirlo en la habitación de un hotel español nuevo y
flamante, dotado con todos los adelantos tecnológicos imaginables. Un lugar de
vanguardia tan avanzada que te deja de pasta de boniato.
La primera en la frente fueron las luces. Allí no
había conmutadores normales, de ésos que les das, clic, clac, y encienden y
apagan. Había unos sensores planos de colorines, que según acercabas un dedo
encendían cosas de modo aleatorio, a su rollo. Todas de golpe o una a una,
dabas a ésta y se encendía o apagaba aquélla, tocabas la de la mesilla de noche
y se iluminaba un armario, o el cuarto de baño, y así todo el rato. No había
forma de aclararse. Y para más recochineo, la habitación estaba iluminada a la
moda de ahora, con coquetos puntos de luz que dejaban el resto en penumbra; lo
que es precioso, pero tiene la pega de que no ves un carajo. Además, las pocas
luces estaban situadas en lugares divinos, pero no donde las necesitabas, por
ejemplo, para leer. Así que estuve un rato moviendo muebles para colocarlos
donde podía verse algo; con el simpático detalle de que al ir y venir en la
penumbra, más ciego que un topo, una manija de una puerta, estilizada, larga y
bellísima de diseño, se me enganchó en el bolsillo de la chaqueta, rasgándolo.
Blasfemé, lo confieso. Algo sobre el copón de
Bullas. Por suerte tenía otra chaqueta, pero al ir a colgarla se le cayó un
botón. La alfombra era de las que más detesto en el mundo. Si la moqueta me
parece ya una guarrería infame, calculen mis sentimientos ante una alfombra
peluda de medio palmo de espesor, con rayas de cebra, entre cuya fronda podría
camuflarse una boa constrictor. Por pura ley de Murphy, el botón cayó entre el
pelamen; y con la falta de luz estuve diez minutos a cuatro patas, buscándolo con
las gafas de leer puestas, mientras mis blasfemias subían de tono, cuestionando
ya los más sagrados Misterios. Y de ahí para arriba.
El siguiente episodio fue la tele. Vi un mando,
presioné la tecla, y lo que se descorrieron fueron las cortinas de la ventana,
que ya nunca pude volver a correr. Al fin, con otro mando que parecía perfecto
para abrir cortinas, encendí la tele. «Bienvenido, señor Pérez», dijo una voz
cantarina sobre una imagen del hotel. Quise ver el telediario, pero el
televisor me exigió una complicada serie de datos que incluían mi nombre,
número de habitación y algo así como código Waca Plus –que sigo sin tener ni
idea de qué podía ser–. Pese a ello, introducido todo, o casi, la tele se negó
a pasar a los canales. Quise apagarla, pero no había manera de apagarla del
todo, porque se encendía ella sola cada diez minutos, y cada vez la misma voz
repetía: «Bienvenido, señor Pérez».
Les ahorro la noche. La cortina abierta de piernas,
con la luz de las farolas de la calle dándome en la cara –con ésa sí habría
podido leer–, y el televisor encendiéndose solo, «Bienvenido, señor Pérez»,
cada diez minutos. Además, cuando quise mirar el reloj en la mesilla debí de
tocar algún sensor o algo, porque los pies de la cama se levantaron, zuuuuum, y
me quedé con ellos en alto y toda la sangre congestionándome la cabeza. A punto
de nieve para el derrame cerebral.
Al fin llegó el alba. Yo había notado ya que el
grifo del lavabo no era un grifo, sino un caño misterioso que requería ciertos
pases mágicos alrededor para que saliera el chorro de agua. Y con la ducha
pasaba lo mismo. Me puse enfrente, empecé el abracadabra, y ni flores. Al fin,
al hacer no sé qué movimiento, brotó el agua de la ducha. Fría, no, oigan.
Ártica. Salté hacia atrás, empapado, y me quedé allí intentando
desesperadamente resolver el problema. Entre el mando –que seguía sin saber
cómo funcionaba– y yo se interponía el chorro gélido de la ducha. Al fin me
dije: vamos, chaval. Sobreviviste a los puentes de Bijela, así que échale
cojones. De modo que tomé aire, me metí bajo el chorro –mis blasfemias debían
ahora de oírse en la calle– y estuve dando pases mágicos hasta que al fin, al
borde ya de la congestión pulmonar, salió de pronto un chorro de agua hirviendo
que me abrasó la piel. Y cuando al cabo, exhausto, apoyado en los azulejos bajo
un chorro más o menos regulado, miré al suelo, comprobé que el arquitecto, o su
puta madre, habían diseñado un plato de ducha sin escaloncito, a ras con el
piso, y que por debajo de la puerta de cristal se había ido el agua, que ahora
corría alegre por toda la habitación, anegándola. Y mientras, en el televisor,
la amable voz femenina seguía repitiendo cada diez minutos: «Bienvenido, señor
Pérez».
© XL
Semanal
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