Por Ignacio Fidanza |
Es la hija de una frustración, pero puede funcionar.
"Nunca hubo una estrategia, lo que ocurrió es que nos chocamos con la
polarización y después nos subimos", explica Emilio Monzó. Y aunque
parezca increíble, María Eugenia Vidal coincide: "La polarización no se
buscó, es una realidad".
La polarización, claro, es con el kirchnerismo. ¿Pero de qué
frustración hablamos?
El despliegue de un armado político propio que expandiera
las fronteras iniciales del PRO -sobre todo en la provincia de Buenos Aires- y
liderara el avance de la nueva fuerza que gobierna la Argentina, con el soporte
de una épica propia.
También el pantano que engulló la promesa de la eficiencia
en la gestión, ya mucho antes del fracaso de Precios Transparentes.
En lugar de debatir sobre los costos y beneficios de un país
transformado, la sociedad va ingresando a un debate con gusto a viejo: Como un
mal remix del 2015, otra vez la disyuntiva es si regresamos a la versión local
del chavismo -según la óptica del PRO- o nos hundimos en la miseria y la
exclusión que propone el neoliberalismo extremo de Macri -según los
kirchneristas-.
En lugar de debatir sobre los costos y beneficios de un país
transformado, la sociedad va ingresando en un debate con gusto a viejo, un mal
remix del 2015, que propone chavismo o liberalismo salvaje.
Y lo peor es que funciona. Cristina crece en las encuestas,
la gente que no la quiere se asusta, el Gobierno atiza ese miedo y empieza a recuperar
desencantados. Esa dinámica tiene, ahora como entonces, una víctima: La avenida
del medio que insiste en transitar Sergio Massa.
El lado flaco de ese circuito es evidente: Se trata de una
acumulación por espanto, mientras desde la política, la economía y lo social,
lo que se ofrece es un desierto que exige paciencia y sacrificio. Un desierto
que pasan los meses y apenas exhibe algún que otro brote verde, en un mar de
arena seca. Minimalismo de la recuperación.
Una elección desangelada, que apelando a la sinceridad
brutal de Gabriela Michetti, casi sería mejor evitar.
Como eso no es posible, porque existe la Constitución y las
leyes electorales, el plan oficial quedó reducido a extraer hasta la última
gota de sangre a una polarización que pide al votante, un último esfuercito.
Luego, si se sortea esa curva peligrosa, finalmente llegará el Walhalla de la
Argentina prometida, que tuvo un inesperado delay de dos años, pero ya está,
falta poco.
Es un momento crítico: ¿Cómo negarlo?
"Después del 2017 se termina la carta de la
polarización. Si gana el kirchnerismo entramos en crisis y si ganamos nosotros,
el kirchnerismo inicia su extinción y para el 2019 el peronismo va a tener otra
propuesta", reconoció a este cronista uno de los hombres más importantes
del universo oficial.
Sin embargo, la apuesta a forzar los límites de la sociedad,
obligándola a elegir entre Frankenstein y el Petiso Orejudo, es volátil: Basta
que algún dirigente -Massa, Randazzo o cualquier otro- tenga el olfato para
sintonizar con el fastidio que derrama esa encerrona de expectativas
miserables, para que el andamiaje vuele por el aire. No es sencillo, pero
tampoco imposible.
El otro riesgo, obvio, es que la polarización termine
favoreciendo un triunfo del kirchnerismo y entonces acaso el Gobierno se
enfrente a los demonios que agitó. Fuga de inversiones, crisis política, fin
para el intento de reordenamiento macroeconómico. Esa es la zanahoria que agita
el PRO para mostrarse como el lado bueno de la ecuación. Y es el riesgo de la
profecía autocumplida de los aprendices de brujo, que descubrieron en el miedo
un poderoso instrumento electoral.
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